«En la calle del Pozo, el abuelo buscaba los restos de la poesía de Jorge Artel»
Por Juan V Gutiérrez Magallanes
«Sabía oír el golpe de los dados
Y las voces de los chambaculeros»
Cuando me proyecto en el espejo, veo la imagen de mi abuelo.
Ahora soy mayor que él y guardo los recuerdos de los gustos y las satisfacciones por bailar un fandango, el mostrar extremado regocijo por la degustación de los platos típicos de la región.
Juan, el abuelo de Chambacú
Se regocijaba en los pasteles de Juana Toro y los fritos de Gregoria, en aquel ágape era un auténtico cartagenero, pues saboreaba la Cola Román, líquido rojo y azucarado, que provocaba la eliminación de los gases y la incómoda sensación de llenura para volver a degustar el bocado del momento. Hacía un ritual del acto de comer.
Cuando avanzo por las calles de la ciudad, lo hago con los pasos del abuelo, pero ahora con más seguridad por saber que no cargo con su presunción de «no pago una promesa», portaba en uno de sus escrotos una «potra» de varias libras.
Soy mayor que mi abuelo, llevo en la conciencia las ganas de gritar, «¡Viva el Partido Liberal!», sí, ese partido de los antiguos mochorocos que orlaban su cuello con una cinta roja y portaban debajo de su axila el último panfleto salido del Directorio Liberal.
Era un asiduo lector de El Tiempo, buscaba con desesperación el editorial, para sopesar la situación del país, y poder contrarrestar las peroratas de Juan Gómez y Antonio Carlos Del Valle, conservadores recalcitrantes, los godos más leídos del barrio. Los tres iniciaban la charla de los miércoles, que se extendía hasta por la tarde y concluían en Santa Paz, siempre dispuestos a reanudarla en un próximo encuentro.
Me siento conmovido por la Cartagena de mi juventud, acudo a signos y marcas cinceladas en las puertas de las casas; casi siempre cito el Campo Grau o Campo de la Matuna donde jugaban béisbol los cartageneros; hago alusión a la Chiva, y no al bus, desconozco al esparrin, aludo al cobrador y pido la parada en el lugar más cercano a donde voy. Desconozco las direcciones con nomenclaturas señaladas por «números», busco la forma de relacionar las direcciones con lugares o edificios: La calle de la Universidad; la calle de la iglesia Santo Domingo.
Ahora soy mayor que el abuelo, pero menos lento que él. No recuerdo a los amigos que tuve cuando niño, quedan envueltos en una nebulosa de olvido, hacia la meta diaria continúo, buscando una u otra forma de hacer más placentera la vida. ¡Bueno, éste, debía de ser el pensamiento de mi abuelo! Vendía y facilitaba elementos para una lúdica, dónde no se permitía negar la esperanza, cargaba un optimismo extremo, marcaba los días con cartas con figuras detallando los momentos alegres de la comunidad.
Como panadero conocía el dulzor de la harina y los secretos de la levadura. Llevaba en sus manos mil formas para moldear el pan, condición que lo convertía en un individuo para alegrar las circunstancias.
A los setenta años, hacía el mismo recorrido de Getsemaní hasta llegar a los solares de Chambacú. Salía del callejón Ancho y saludaba a Betzabé Caraballo, luego doblaba hacia la calle del Pozo, buscando restos de la poesía de Jorge Artel, continuaba por la Aguada y entraba a la calle Larga, se metía por el callejón de los Vargas, refugio del viejo Eusebio, padre de una generación que le dio lustre a la ciudad, y se expandía en el Arsenal, donde se hacía envolver, arroz de coco, dos postas de sábalo, una porción de ensalada y un plátano maduro, todo aquello liado en hoja de bijao.
Se devolvía por la calle San Antonio, donde quedaban los ecos de las últimas lecciones de la Fraternidad, enseñadas por el Maestro Ángel María, padre de los Zapata Olivella, llegaba a la Plaza de la Trinidad y dejaba un adiós en eco a los primeros getsemanicenses que tocaban el atrio matutino.
Yo vigilaba al abuelo, señor de corbata negra, vestido con saco de dril blanco, sombrero de fieltro que pocas veces se quitaba, (solo para saludar)…Jugaba hasta sumergirse negándose a la infelicidad o amargura.
Contenía la cólera de quienes no tenían razón para exigir a la vida, mantenía la paciencia y algunas veces la repartía entre quienes llegaban a su encuentro.
Escuchaba las alegrías y los pesares de los chambaculeros, se acercaba a la casa de «La Turbanera», se sentaba en un taburete y lo recostaba en la esquina, de cuatro a cinco de la tarde liberaba el pensamiento, para hacerlo luego depositario de narraciones de viejos y jóvenes, ya fueran simples o complicadas, estas dejaban la inquietud por una solución bondadosa, mientras que las simples, generalmente, encerraban un sortilegio picaresco y risible.
«La Turbanera», era una señora apacible, casada con Luis, de temperamento igual al de la mujer. Tenía un ventorrillo donde vendía café, azúcar, casabe y bollos de mazorca, éstos portaban los secretos de los ancestros en la elaboración del bollo turbanero, había instalado una escuelita de bancos, a donde iban los hijos de los vecinos a conocer las primeras letras y a iniciarse en la lectura.
Aquella escuelita se hallaba en el frente de la casa mayor de los Palenqueros, su dueña era una señora de porte elegante y don para mandar, Catalina Reyes, tía de Antonio; en esa escuelita aprendió las primeras letras Antonio Cervantes Reyes, «Kid Pambelé» .
El abuelo anotaba en una libreta las crónicas, cuentos, anécdotas y algunos dichos y sobrenombres narrados por los chambaculeros. Sobresalían los de Luis, uno de los hijos de «La Turbanera», él joven tenía facilidad para escribir y conocía los elementos de la Preceptiva literaria, había cursado hasta tercer año de bachillerato en el Liceo de Bolívar, cuando funcionaba en la calle del Cuartel, además había sido alumno de Augusto Tinoco Pérez, uno de los docentes más exigentes en la aplicación de la Lengua Española.
Desde temprano salía Luis del sector de Chambacú, atravesaba el puente de madera y miraba las primeras noticias del periódico que voceaba «El Vélez», uno de los vendedores de prensa más antiguo del lugar, su imagen aún está grabada en la esquina de la calle del Tablón con calle de las Carretas. Luis avanzaba con ligereza, pero esto no le impedía describir lo que ocurría a su alrededor, una de sus crónicas más acuciosas fue la referente a Tiburcio Mejía:
«Era un desplazado de la provincia bolivarense, dedicado a los ajetreos de la agricultura, acostumbrado al trato calmado y respetuoso, (en el que la palabra de los mayores es escuchada con la atención y el silencio de los menores), de estatura imponente, la cual le facilitaba el trabajo en el campo. Llegó a Cartagena con la familia refugiándose en Chambacú, construyeron una vivienda con dos habitaciones, lo que comúnmente llaman «rancho».
Con el poco dinero traído del pueblo, una mañana se fue al mercado de Getsemaní , y allí por referencia de algunos paisanos estableció relaciones que le permitieron comprar cargamentos de yuca y revenderlos en pequeñas porciones, de esta manera fue ampliando sus conocimientos sobre las actividades en el mercado, hasta llegar a hacerse a una pequeña colmena, en la que se conseguía plátano, yuca, ñame, dando muestras de honestidad y respeto hacia sus clientes que lo miraban como un hombre de palabra.
Por la tarde vestía de saco y corbata y pantalón de dril blanco, salía de la calle Jorge Eliécer Gaitán, pasaba por el frente de la casa de María Galé, la suegra de Bernardo Caraballo, saludaba con ademán de noble caballero, seguía la trayectoria de la calle Larga, del Once de Noviembre, saltando sobre las piedras, que salvaban del lodo las calles de Chambacú, caminaba con cuidado, atento a los saludos que él devolvía con cortesía, hasta llegar al puente de madera que separaba a la isla del sector amurallado de la ciudad, atravesaba el Campo de la Matuna o Campo Grau, hasta encontrarse en una de las entradas del Parque Centenario, miraba con cierto detenimiento, los animales que habitaban el Parque, los peces eran libres en su estadía, y causaban curiosidad entre los transeúntes. Tiburcio, llegaba a la cita y se dejaba llevar por los amoríos, por los encuentros semejantes a las películas mejicanas, como aquella que hace referencia a un «quinto patio».
El Señor Juan, el abuelo, debió ver algunas veces la silueta del hombre vestido de blanco con corbata roja, atravesando el puente de Chambacú, aquel señor era Tiburcio que acudía a una de sus citas vespertinas.
El otro abuelo, ágrafo y conservador, pero sabio, aprendió observando a los mayores que merecían el respeto enseñado por su madre Pabla, diferente al abuelo liberal que también conoció desde muy niño las calles escondidas de la ciudad, miró al Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo, donde en las fiestas del 11 de Noviembre, se envolvía en una bandera cuadrilonga y gritaba un viva al Gran Partido Liberal, para luego sumergirse en las aromas de un sancocho de sábalo y tocar con la yema de los dedos la textura de la negra María de la Cruz para cogerle el punto de su sabrosura, luego volvía a la calle del Jardín, hacía una pausa para recordar otras historias contadas por mayores, en las fiestas de los Cabildos de Negros realizados en los Jabueyes, ahora San Diego, salían con banderas representativas de sus diferentes tribus ancestrales, muchos mostraban similares tejidos de pieles de animales vencidos en franca cacería por sus antepasados, trajes de pedrerías mostrando el orgullo de los amos, una reina orlaba la belleza del desfile.
Juan V Gutiérrez Magallanes, Escritor |
Después de aquellas albricias, pasaba por la calle de la Carbonera, atravesaba la de Nuestra Señora del Pilar y la de la Necesidad, para llegar a la calle de la Cruz, donde se encontraba con la casa de Amada González, la reina de los pasteles, se dejaba envolver por el aroma de aquellos manjares, para después con pasos apresurados atravesar el Campo de la Matuna y entrar a las calles arenosas de Getsemaní. Entonces mi abuelo me recordaba los pasos recorridos para encontrarme con el callejón Ancho y las notas escondidas en los murmullos de Betzabé Caraballo.