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CALVARIDADES


CRÓNICA DE UN DESPROPÓSITO

Por Gilberto García M
Cortázar, el gran escritor Argentino. Autor de Rayuela y Todos Los fuegos el fuego, vivió mucho tiempo en París.
Cuando se arriba a Cartagena de Indias, un visitante bastante suspicaz en alguna parte leerá:

«La Literatura se halla en cuidados intensivos».
«En cuarentena están la Poesía, el Cuento y la Novela».
«La Literatura agoniza, enferma gravemente, se espera su deceso. Mañana la desconectan».
«Duelo patrio, congoja nacional...».
Un novel escritor concurre por recomendación de un amigo, a un Taller Literario un sábado por la mañana.

Había escuchado la información, con tanto despliegue y entusiasmo que el pobre hombre se preparó de antemano reservándose un puesto en primera clase —imaginó que ese sábado el salón estaría a reventar, entonces se acicalaría rápido, se vestiría para la ocasión, desempolvaría sus escritos de principiante—y valientemente se dirigiría hacia el Salón de los Intelectuales...

 La primera sorpresa fue encontrar en la calle donde se reúnen los poetas y escritores, tal desolación que de seguro se abrumaría el espíritu de los hombres del oficio solitario.
«Qué espantosa soledad», pensó el individuo.

Se imaginó una ciudad de la postguerra europea, una ciudad despertándose tras el bombardeo de la noche, triste y sin maquillaje, con las secuelas aún latente de la desgracia. Sin embargo, la sorpresa no lo detuvo, de nuevo la recomendación del amigo, vencía el desánimo, o la fuerza de nuestro personaje era la del escritor tanteando su destino...


No supo cómo llegó. En la calle Segunda de Badillo, hallar a esa hora de la mañana un grupo de ciudadanos a quienes los convocaran los mismos gustos y querencias por la Literatura, era más que un milagro.
En el parque Fernández De Madrid, una proxeneta con cara horripilante, ante el requerimiento del novel escritor agregó:

—Esos buenos para nada llegan a las once.


EL PURGATORIO: A LAVAR LO INMORAL

Una vez en la puerta, el lugar muy bien cuidado contrastaba con el silencio y la soledad erguiéndose sobre la herméticamente cerrada construcción.
Nuestro personaje observó la hora en el reloj.
«Uf, apenas las nueve y media», pensó.
Dudando entre tocar el timbre, retroceder y volver a las once de la mañana, se inclinó por lo primero. Tocó el timbre. El intervalo entre el sonido de la campana y la respuesta de alguien en el interior, lo incomodó.

En tales circunstancias lo primero que piensa un individuo es en lo inoportuno que es, se halla quizás en una mezquita egipcia, profanando porque no se ha quitado los zapatos, el lugar...

No hay vuelta atrás, había pulsado el timbre y tenía que insistir. Dos, tres veces...

—Voy—gritó una voz en el interior. —En un momento estoy con usted...

Se escuchó el desmonte de un cerrojo. La pesada puerta magníficamente barnizada crujió, un haz de luz hirió de frente al joven portero quien no disimulando la irritabilidad y el embarazo ante el desacierto y extravío del recién llegado, agregó:

— ¿En qué le puedo servir?

En otra ocasión nuestro personaje se hubiera detenido en el muchacho que abría la puerta.
Habría visto el singular cuerpo, los brazos como de enano, los ojos inyectados de sangre y una voz que no fue la que le respondió, segundos antes.

Ahora era como la voz de un niño, en otra ocasión el hombre hubiera estallado de la risa al ver aparecer al joven portero abriéndole la puerta...

—Vengo a la sesión de los escritores—dijo el hombre.

El otro lo invitó a entrar, cerró la pesada puerta y el lugar recuperó aquella tranquilidad y placidez de monasterio.

No supo el visitante qué se había hecho el enano portero, en el recinto apenas y se escuchaba la respiración serena de la visita.

Deslizó la vista por el lugar.
El edificio es de tres plantas, el pequeño patio divide la entrada a otras habitaciones. Allí, además de confluir algunos agentes del arte, se halla la asociación de maestros jubilados.
En la segunda planta hay un salón que hace las veces de cine o sala de conferencias.
Abajo se coordinan los eventos sociales de la entidad. Hay una oficina de consultorio jurídico. También se reúnen los poetas y escritores.

El tercer piso es como el purgatorio, una zona de despojos, allí se lavan las culpas, se desechan, y se abandona todo lo inmoral...

«AQUÍ NI CORTÁZAR DICTARÍA CÁTEDRA»

Serían las diez cuando El Taller Literario comenzó a registrar vestigios de vida.

Dos ancianos vestidos de blanco y armados con paraguas irrumpieron con unas aureolas angelicales, saludaron con reverencia, sentándose ritualmente uno frente al otro. Entre el público presente no pasaban de treinta los asistentes. Uno de los ancianos, con visera y pantalón corto, despotricó en contra del invierno y el caos en la movilidad.

El otro anciano, de cabellos de plata y quien debía ser el coordinador de las tertulias, lanzó imprecaciones contra la columna de un periodista que se había pasado de la raya.

«Son pataletas de resentido», añadió el longevo, «Seguro que le negaron algún apoyo».

Cinco minutos después llegó la más joven del grupo. Algunos respiraron aliviados, cuando la mujer extendiendo una mano, agregó:

—Gracias por venir. En calidad de secretaria les doy la bienvenida...


Por lo poco acostumbrado a los cónclaves sabatinos, en el bochorno de una mañana entre fría y calurosa, al hombre se le derrumbó el monumento que en la memoria construyera para estos preclaros mortales—y que fueron llegando de uno en uno, cada cual con una impronta muy personal y única—desde aquel instante en que advirtió que la comunión con las palabras y la escritura lo desvelaban.

Hizo un inventario de todas las fisonomías que lo asombraron y llegó a estar de acuerdo con quienes aseguran que los escritores son personas raras.

La misma dama obesa que se había presentado como secretaria, en sus modales y en sus gestos llevaba implícito una atmósfera de prepotencia y necedad.

Los dos ancianos que minutos antes se molestaban por el mal tiempo, la movilidad y, por la torpeza del desgraciado periodista que se había pasado de la raya, no tocaban el piso de tierra ni el pavimento, pues los dos parecían levitar como si el reducido auditorio estuviera obligado a rendirles cierta pleitesía.

Algunos llevaban vestidos fuera de lo habitual, como el sultán que a cada rato se dirigía a un séquito inexistente.
De vez en cuando entraba un poeta de La generación fallida, un hombre ni gordo ni flaco, con una bufanda morada y terciada en la garganta, como si acabara de ganar el Nobel de Literatura se gastó un discurso de quince minutos sin saber el auditorio por qué y para qué.

En esta eterna sesión, la visita se halló rindiendo cuentas de su corta e inexperta vida literaria a un augusto, severo y Alto Tribunal de Hombres de Letras.

Antes había sentido cierta suspicacia cuando el señor vestido de blanco y cabellos de plata arguyó:
 «En este escenario nadie es quién para venir a dictar cátedra. Incluso, ni Cortázar las pronunciaría».
Nuestro personaje pensó que aquellas palabras en cierta forma profanaban la literatura.

Al rato, el señor de cabellos de plata bebiendo un sorbo de agua de su botella, agregó:

 «García Márquez ha plagiado Las Mil y Una Noches, y yo, incluso, publicaré un estudio sobre eso».
Testigo de aquel sacrilegio el novel escritor advirtió que la literatura en Cartagena de Indias se hallaba enferma y viciada.

Nadie se había atrevido a revelarlo, quizás por el miedo al contagio, o a la discriminación social en una Urbe que vive de apariencias.

UN NUEVO ORDEN EN LA LITERATURA

        Gabriel García Márquez, el gran fabulador de Macondo


.
Rodeado de aquellos altos jerarcas y prelados de la Literatura, se asistía a un nuevo orden de las cosas. En unos cuantos minutos se desmeritaba la obra de Gabo, Cien Años de Soledad se arrojaba al cesto del olvido, se la calificaba como una obra que respondió a una generación, pero que ahora, ante un nuevo orden de las cosas  —rancia— pasaba de moda.
En diez o quince años sería sepultada por la avalancha de tantos escritores, como ideas se puedan medir bajo la égida del Internet.
El visitante no salía de su aturdimiento, el sendero borgeriano se bifurcaba lanza en ristre entre Sábato y Mario Vargas Llosa.
Irrumpía de repente la ideología mutante del Nobel del 2010, la antipatía del narrador peruano para con el fabulador de Aracataca.

Sin embargo, lo que si arredró a nuestro personaje fue cuando el augusto y severo Tribunal, bajo la investidura de un dios omnipotente consideró que él era un privilegiado por hallarse los magistrados dispuestos a escuchar lo que el joven escribía.
Pero, antes de que la inquisición lo escuchara y emitiera su veredicto sobre los fragmentos que leería, él recordó la antología Cuentos Latinoamericanos, de Editorial Alfaguara de 1989, en donde coincidencialmente y en relación con lo que se trataba aquella mañana de sábado en el prólogo se manifiesta:

«Este volumen reúne seis cuentos de seis maestros indiscutibles. Y hasta el más desprevenido lector reconoce que ellos, con su oficio solitario, han engrandecido el arte literario latinoamericano. Cada uno de ellos abre un horizonte inolvidable».

Dichos cuentos en su orden son: Hombre de la esquina rosada, Los fugitivos, La autopista del sur, Nos han dado la tierra, Recuerdo de las sierras y, En este pueblo no hay ladrones.
Y luego proseguía:
«Borges, con un malevo orillero—como lo llamaría, tal vez, él mismo— que le cuentan al autor sus avatares. Cortázar y un embotellamiento de tránsito alucinante y de imprevistas consecuencias. Carpentier y la historia de un negro fugitivo compartida por su perro mudo. Rulfo y la mirada inescrutable del campesino burlado. Bioy Casares y los conflictos interiores de un hombre enamorado. García Márquez y la prodigiosa historia de un hombre y un robo insípido. Todos y cada uno, constituyen una mirada distinta, una revelación que despierta en el lector el apetito insaciable por continuar leyéndolos».

«Y traigo a colación lo anterior», me diría el protagonista de la crónica una semana después, «Al presenciar la sesión y ser partícipe del diálogo sostenido con los jerarcas y prelados de aquel Alto Tribunal. En donde los seis cuentistas de la antología fueron reducidos a simples espectadores en el teatro de las letras.

Convidados de piedra, asistían a la única función en el planeta en donde para los ilustres fomentadores del nuevo orden en la literatura, Cortázar, Borges, Carpentier, Rulfo, Bioy Casares y García Márquez en nada habían contribuido al enriquecimiento de la Literatura latinoamericana. Mi indignación fue tan grande que en protesta por el despropósito y exabrupto me levanté ruidosamente de la silla y, abandonando el auditorio con el rostro rojo por la cólera grité:

«Estos son dioses de dioses, tienen la verdad para juzgar. Quién lo creyera».

¿OBRA SIN MÉRITO?

Volviendo a Cuentos Latinoamericanos, el crítico y escritor Conrado Zuluaga manifiesta:
«Alguien señaló, en cierta ocasión, que la diferencia que puede percibirse, a primera vista, entre un cuento y una novela, es la misma que existe entre una fotografía y una película.
En verdad, el asunto no es tanto de diferencia sino, más bien, de proporción: un cuento es a una novela, como una fotografía es a una película.

En la novela y en la película se trata de historias totales, explícitas en sentido amplio, completas. En cambio, en el caso del cuento y la fotografía, lo más importante es todo aquello que no se dice, lo que apenas está sugerido por el lenguaje, lo que insinúan los personajes, pero que desborda el marco de la fotografía o los límites rigurosos del cuento.

Para quienes admiran este género y lo disfrutan con placer, en ese último aspecto radica buena parte de su encanto, en lo que se dice sin decir, en su poder sugerente, en su violenta capacidad sugestiva e insinuante, dejando al lector en plena libertad para completar, redondear, a su gusto, el relato que ha concluido, tanto en lo que atañe al antes como al después».

Los seis escritores de la discusión cumplen con las normas que deben regir a los cuentos, son maestros, clásicos que despejaron, visionaron, aportaron y equilibraron el universo del cuento con un sentido estético, enriquecedor y agradable para que hoy se les reconozca como precursores del género.
Tras de la lectura al prólogo de Conrado Zuluaga, quienes hayan leído las novelas y cuentos de los seis escritores latinoamericanos advertirán el sacrilegio y despropósito cometido aquella mañana de sábado en Cartagena, en donde se anuncia sin desparpajo la desacralización de Cortázar y García Márquez.

«Alguna vez, cuando Cortázar teorizó sobre el cuento», continúa Conrado Zuluaga, «Y lo hizo con una clarividencia y una precisión asombrosa (es tan difícil hablar de lo que se ama), anotó que él optaba por el cuento porque la novela transformaba la vida en destino. En otras palabras, que la novela, por su propósito totalitario, por su forma acabada y por la actitud omnisciente del autor (conoce de antemano la trayectoria y desenlace de lo narrado) despoja a la materia narrativa del azar, un ingrediente imprescindible en la vida de los personajes, tan necesario como lo es para la vida del lector. El cuento, en cambio, por su naturaleza misma, al sugerir, al insinuar, al trasponer sus límites estrictos, al decir cuando calla, multiplica las alternativas, desarrolla las posibilidades. Es, pues, una estructura abierta».

Jorge Luis Borges, Poeta y escritor Argentino. Mereció el Nobel

«Hemingway, quien escribió algunos buenos cuentos, aunque no tantos como Faulkner, sostenía que todos ellos (los de la Antología Latinoamericana) empezaron por la poesía y ante los tropiezos sufridos optaron por el cuento y luego de probar suerte y descubrir sus dificultades, terminaron por resignarse a la novela», anota Conrado Zuluaga.
«Borges dijo, alguna vez, que para él constituía un desvarío laborioso y empobrecedor el de extender indefinidamente una idea, una imagen, una circunstancia que bien podría caber, perfectamente, en 500 líneas», concluye el crítico.


ÁNIMAS EN PENA...

Raúl Gómez Jattin, este año el Ministerio de Cultura ha declarado el año del poeta que sucumbió al delirio de la droga. Andaba por Cartagena desnudo y eran constantes su hospitalización en las clÍnicas de reposo.


ANIMAS EN PENA...

Muy intranquilos deben estar en el paraíso de los escritores, las almas del Tuerto López, Jorge Artel, Candelario Obeso, Juan Zapata Olivella, Germán Espinosa, Héctor Rojas Herazo, Raúl Gómez Jattin, Álvaro Cepeda Samudio, Jorge García Usta, Régulo Ahumada, David Sánchez Juliao y, otros, con el nuevo orden literario que revierte la ciudad.

Con siete u ocho talleres literarios activos en Cartagena, uno deslegitima el trabajo del otro, o reiteran que tal señor no es poeta, y al que visita por primera vez le dicen que en esta o aquella sesión «el señor está perdiendo el tiempo...»

Lástima que tantos estudios sobre Carpentier, Rulfo, Borges, Bioy Casares, Cortázar y García Márquez para los señores del Alto Tribunal no tengan el valor ni los reconocimiento necesarios que no dista de diferenciar la noche del día.

Por eso, en Cartagena de Indias la literatura está enferma, se halla en cuarentena y hay que andarse con cuidado.

«Ya entonces se habrán de imaginar la declaración de los ilustres magistrados cuando leyeron mis textos.

Si así se expresaban de mis maestros, ay, pobre de mí», reiteró nuestro personaje y, la verdad fue que, jamás lo volví a ver deambulando por allí. LC.






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