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sábado, 23 de enero de 2016

SEMBLANZA DE PAÍS    
«EL BOGOTAZO» VISTO POR UN GRINGO
Por John D Martz*
El historiador norteamericano John D Martz, escribió un examen sobre la situación colombiana en donde le otorgó la máxima importancia a la esfera política. Este análisis se llamó: «Colombia, un estudio de política contemporánea» que narra los acontecimientos de más de medio siglo de vida nacional. Indudablemente que no podía faltar los hechos dolorosos y trágicos del famoso «Bogotazo», a raíz de la muerte del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán.
La primera reacción del pueblo fue la afrenta. El cuerpo del asesino fue pateado y golpeado casi hasta hacerlo irreconocible con sillas, cajas de lustrabotas y puñetazos. La turba mágicamente se multiplicó en número y se dispuso a vengar el crimen. «Una inconsciente determinación de muerte y de cataclismo los impulsaba», como dijo José A. Lizarazo. 
Arrastraron el cuerpo desnudo de Roa Sierra por las calles hasta el palacio presidencial, al cual habían regresado Ospina Pérez y su esposa unos momentos antes de una feria exposición ganadera en las afueras de la ciudad. La marcha hacia el palacio, en la cual según algunos estaba un ferviente joven cubano llamado Fidel Castro, fue detenida junto a la entrada por la guardia presidencial leal. No hubo disparos y los manifestantes se retiraron sin hacer fuego, dejando los restos desnudos del homicida. Pero la tragedia apenas comenzaba. La muerte de Gaitán fue para Colombia algo comparable al asesinato del Archiduque austriaco Francisco Fernando en Sarajevo. 
La noticia se esparció velozmente y la creciente multitud se tornó histérica. Hubo gritos de «¡Mueran los asesinos!», «¡Muera Gómez!» y «¡Abajo la conferencia!». Bramando venganza en una u otra forma, la turbamulta se lanzó a buscar a Laureano Gómez en el ministerio de Relaciones Exteriores. No encontrándolo allí, los amotinados marcharon al Capitolio Nacional, donde se estaba reuniendo la Conferencia Panamericana de Cancilleres. Los guardias fueron arrollados, y centenares de personas se aglomeraron en el salón de entrada para iniciar la tarea de destrucción. Durante más de veinte minutos se desplazaron por entre el edificio, rompiendo muebles, destruyendo equipo, destrozando ventanas. Se encendieron hogueras fuera del edificio y pronto el humo encrespaba siniestramente hacia los cielos nublados de la tarde. 
Muerto el asesino de Gaitán, el presidente Ospina Pérez resguardado por la guardia presidencial y Laureano Gómez. En alguna parte fuera del alcance, las turbas volvieron a su misión de venganza a la de destrucción y saqueo. Capturaron automóviles y docenas de tranvías fueron volcados e incendiados. Otros edificios fueron atacados, las vitrinas de los almacenes fueron destrozadas y saqueadas, los parques públicos fueron arrasados y las iglesias profanadas, vehículos llenos de pillos recorrían la ciudad; al divisar un objeto apetecible, frenaban en seco y los hombres saltaban con machetes y varillas de hierro para atacar. Se llegó a utilizar bombas de fabricación casera gritando «¡Abajo Ospina!», «¡Viva la revolución!». La violencia se extendió a los suburbios, donde la casa de Laureano Gómez fue saqueada e incendiada. Las oficinas del periódico El Siglo fueron quemadas y los diarios liberales no escaparon. 
Una hora después que Gaitán se desplomara sobre el cemento de la carrera séptima, las multitudes se habían agigantado con la adición de la policía nacional, que inmediatamente se había sumado a los amotinados. La ola de terror y destrucción rodó por todos los lados, e inevitablemente los almacenes de licores fueron asaltados; la actitud de las turbas se tornó criminalmente sórdida mientras las botellas eran pasadas de mano en mano, vaciadas y lanzadas a las vitrinas cercanas. Comenzaron a aparecer armas y machetes y en años posteriores los testigos hasta juran que era corriente ver a los campesinos afilando sus instrumentos de muerte en los sardineles antes de avanzar hacia el primer objetivo que vieran. 
Nuevos rumores circularon, especialmente el de que sacerdotes colocados en las torres de la catedral estaban disparando contra el pueblo. Fue así creando un nuevo objeto de ataque y de odio. Al finalizar el día, la catedral había sido gravemente averiada y las casas del arzobispo y del nuncio papal estaban completamente destruidas. 
Las muchedumbres que asaltaron el palacio tuvieron que retroceder dejando muchos muertos dispersos entre escombros y cartuchos vacíos. Más armas cayeron en manos de los amotinados y ocasionalmente hubo fuego de ametralladora en respuesta al ejército. Una ligera llovizna estuvo cayendo desde el comienzo de la tarde, pero no pudo atenuar la furia desencadenada de los sublevados. 
Los delegados extranjeros ya habían sido evacuados a barrios más seguros y el ejército lanzó todos sus esfuerzos contra las turbas a medida que comenzaron a entrar a la capital pequeños grupos desde aldeas cercanas. Pero sólo hasta el sábado arribaron finalmente contingentes grandes para ayudar a las escasas tropas que había en Bogotá. Las calles todavía estaban hirviendo de turbulencia. A medida que las decididas fuerzas armadas reducían lentamente la intensidad de la lucha, se veía a criadas de familias acomodadas escabulléndose a lo largo de las aceras con canastas en que apresuradamente habían colocado surtidos de artículos alimenticios. 
Hacia las 5 p.m. el peligro para el palacio presidencial había disminuido y el centro de Bogotá estaba quedando finalmente bajo control. Una hora más tarde, cuando el ejército se desplegó en abanico a través de la ciudad, sólo pequeños destacamentos quedaron en el centro comercial y el saqueo revivió brevemente una vez más. 
Muchos de los establecimientos comerciales estaban ardiendo y nubes de humo ondeaban en el crepúsculo. Corresponsales extranjeros que habían llegado a informar sobre la conferencia compararon más tarde la destrucción con la de Londres en el momento culminante de la batalla aérea durante la segunda guerra mundial. 
Una vez más, hombres y mujeres ebrios se tambaleaban por las calles destrozadas y que para entonces se hallaban llenas de escombros y de mercancías que habían sido robadas y luego abandonadas. A las 10:45 se produjo una breve batalla en las afueras de la embajada de los Estados Unidos y después de media noche los cielos estaban enrojecidos por las llamas de los incendios, excepto donde se oscurecían por el humo. 
El sábado los motines en Bogotá se redujeron al mínimo al recobrar el control las tropas del gobierno. Un palio de humo cubrió la ciudad durante todo el día. Unos treinta y cinco edificios habían sido quemados; la histórica iglesia de San Francisco estaba entre las que habían sido saqueadas e incendiadas. 
Al caer la noche, el anfiteatro de la ciudad estaba colmado de centenares de cadáveres, lo que en parte era un tributo a las órdenes del ejército de disparar primero y hacer preguntas después. Jules Dubois escribió que había tenido que levantar asustado las manos antes las órdenes de «manos arriba». Al virarse lentamente vio a un chistoso que fingía enarbolar una pistola, riendo gozoso. Un día más tarde se intentó el mismo truco con un oficial colombiano quien se volvió y derribó a su fingido asaltante con un disparo de pistola 45. Bogotá no en esos momentos un lugar indicado para chanzas. 
Al silenciarse la ciudad capital, la ráfaga de emoción reprimida y de resentimiento se esparció a través de la nación. Por lo menos durante el mes hubo graves choques en regiones rurales, después de lo cual la violencia regresó a su forma inicial de liberal contra conservador. El peor estallido suscitado por el holocausto de Bogotá ocurrió en Cali y la región circundante. En la capital del Valle los rebeldes triunfaron temporalmente. 

*Tomado de Coralibe, Edición 52.
         


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