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viernes, 11 de julio de 2025

Narrativa del Caribe

CIPRESES DE OCTUBRE
 
Por Gilberto Garcia Mercado

 

Ernesto, a sus sesenta años, anhelaba descifrar el mundo antes de que sucediera. No era una simple curiosidad; era una obsesión que lo había acompañado desde la infancia, una sed insaciable por leer el futuro como un mapa secreto. Pasaba horas estudiando patrones, analizando eventos pasados en busca de indicios, como un astrónomo escudriñando los cielos.

Su abuela, una mujer enigmática, había sembrado en él esa semilla. En octubre, cuando la atmósfera se volvía húmeda y el frío se instalaba como un huésped eterno, su poder parecía intensificarse. Los cipreses del parque, de un verdor sombrío, se erguían como centinelas de un luto silencioso, reflejando el cielo encapotado que presagiaba cambios. En ese mes, la abuela anunciaba amores y desamores con una precisión asombrosa.

Bramaban las entrañas del mundo. Desastres naturales sacudían el planeta, tragedias instantáneamente globalizadas por las redes. En casa, el café caliente combatía el frío y la tristeza mientras la abuela se preparaba para sus viajes astrales. De niño, Ernesto observaba fascinado cómo su abuela entraba en trance, susurraba palabras incomprensibles, sus manos temblaban con una energía invisible.

Pero entonces, la familiaridad se quebró. Visitantes improbables comenzaron a llegar: un africano, un japonés, un ruso... Personas que no compartían idioma, pero que se comunicaban con la abuela a través de una lengua de espíritus, una conexión que trascendía las barreras lingüísticas. El patio se llenaba de automóviles, cada uno esperando una palabra sanadora, una luz de esperanza. La superstición se transformaba en fervor, y las manos de la abuela se convertían en refugio, promesa y salvación.

Ernesto comprendió que su vocación por la predestinación era una herencia directa de su abuela. Cada vez que ella regresaba de sus viajes invisibles, parecía rejuvenecer. Los años se desprendían de su cuerpo como hojas secas, su cabello brillaba con una vitalidad sorprendente, y su sonrisa fulminaba cualquier pena. Hasta que un día, como si hubiese pactado con el tiempo, un extranjero le prometió el cielo y la tierra, y se la llevó al norte. Nunca más volvieron a saber de ella.

Ernesto se imaginaba a su abuela regresando algún día, rejuvenecida, caminando entre claveles y begonias, con setenta y cinco años menos. Y él, siguiendo su rastro, iniciaría el camino hacia una nueva juventud. Fue en uno de esos senderos predichos por la abuela donde apareció Adelaida, radiante, como si viniera desde la luz misma. Sonrió, sin decir nada, y robó el corazón de Ernesto con una mirada. Luego, desapareció entre portales invisibles, sin saber del amor que le aguardaba.

Hoy, la casa es una ruina, un esqueleto de recuerdos. Ernesto, atrapado en un instante suspendido, espera. Ya nadie lo llama «joven Ernesto», sino «el viejo Ernesto»: el hombre que no ha logrado cruzar el umbral. Sabe que Adelaida florece en alguna región secreta del cosmos. Solo necesita que su abuela regrese, coronada por los espíritus ancestrales, para que la historia se repita. Para que ella vuelva niña, predestine el mundo, y él, finalmente, pueda confesar su amor antes de que el portal se cierre de nuevo. El eco de sus pasos se pierde entre los cipreses de octubre.

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