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CRÓNICA

EN BOSTON,
PANDILLAS NO SON AMORES...
Por Director La Calvaria Literatura
Las pandillas, fenómeno preocupante
Son otros. Espectros vivos o muertos en vida lo mismo da. Alguien los recuerda con el desespero tan común en los adictos a la cocaína u otra sustancia enervante. Son otros peores aún. Ingresan a los hospitales con la credencial que no usan nunca: Como es norma de Estado, llévenme a cualquier centro de salud, a ningún colombiano lo pueden abandonar en esta situación tan deplorable, dicen. 
Se les brinda atención médica, y asombra que sus organismos superan la convalecencia con tal rapidez, sanan, cicatrizan sus heridas, y vuelven a delinquir… 
Están allí, en cualquier barrio pobre comiéndose sus propias calamidades y desgracias. 
«Como en la Cartagena miserable en donde el más buscado por las autoridades no existe y al que existe ni siquiera preguntan por él», anota un curioso.

No duermen, no hay que ser demasiado suspicaz para comprobarlo.

Cuando lo hacen es el peor día de sus vidas o el último: Caen bajo la bala de un policía, o una de sus víctimas prevenidas, o son heridos de cuidado, pero lo cierto es que pagan el precio de dormirse. No es extraño entonces que se mimeticen entre los pasajeros de la ruta Olaya Herrera o el Pozón, y después de haber estudiado a la eventual víctima, a la altura del barrio la Candelaria y Boston, se abalancen revólveres en mano o cuchillos, y, otro atraco del día, señor… 
¿QUIÉNES SON? 
Llegaron a principios de los ochenta. Instalaron parapetos en los alrededores de la Ciénaga de la Virgen, fundaron calles con nombres de sus pueblos de origen: las Flores, Barcelona, Camino del Medio, Esquina Caliente, y sin reparo alguno rellenaron las propiedades, se repartieron el territorio de nadie erigiéndose en sus propietarios. 

«Ante la mirada complaciente de los alcaldes de siempre», agrega alguien.



Los Otros, se quedaron… 
*** 
El sol es un tizón.

Quienes se reúnen enfrente de las casas, parecieran recibir el resplandor de alguien que cocina y se ha quedado dormido. Es sábado, por la calle de la música los robots humanos se levantan, y de inmediato el cronista recuerda el baile de Michael Jackson.  Lo asocia, con Los otros,… 
Boston es una mezcla de razas. 
«Con  un problema común que no es otro que el fiel espejo o retrato de la problemática que tiene al país al borde de un ataque de nervios», dice un pensionado que prefiere el anonimato, «Porque uno nunca sabe…» 
El barrio entonces deshabitado pero con problemas, de basuras, ausencia de pozas sépticas, inseguridad, no previó, y hoy Los Otros, no saben si quedarse actuando de extras en la película de la vida, o ascender a un cargo de mayor responsabilidad, aunque esto represente la posibilidad de que los pillen, y entonces gozarán de todo el rigor de la justicia, en una de sus hacinadas cárceles… 
*** 
Hay costeños, cachacos, rolos, paísas. 
El término Desplazado se ajusta perfectamente pues la población vino a Cartagena buscando el fin de la zozobra de que en cualquier momento irrumpieran los grupos ilegales, y segaran la vida de sus moradores… 
HISTORIA SINGULAR 
Un domingo los oídos no descansan. Los tumbatechos remueven los cimientos de las casas, y quienes den papaya, Lucrecia, que es como en Cartagena llaman a la muerte, al que encuentre mal parqueado, se lo lleva. 

El hombre había visto a la esbelta mujer con la admiración que despiertan las foráneas cuando llegan a la ciudad pero con la diferencia de que Claudia, era provinciana. 

Y, tímida, para mayor complacencia. 

Se untaba la joven de ese aura de inocencia fácil de perder, sólo se necesitaba de una amiga de ella, frívola, quien estuviera en la jugada para que aquella vestimenta, sagrada, arraigada en las costumbres provincianas, sustentada en quince o veinte años pueblerinos, se desgarrara, y ya en harapos le brindaran cuando no la perdición del esposo amado y sus hijos en Chalán, o la vida. 

Y sucedió. 

Una semana necesitó para matricularse en la universidad de la vida en Boston. Por eso, el hombre cuando la vio, se asombró terriblemente. Un frío de muerte recorrió su espina dorsal. 
 «¿Esa es la muchacha de Chalán?», se preguntó.

Se levantó de la mesa, en donde precedía el rito de la cena, atravesó la pequeña sala, y se asomó a la vastedad de la calle muda de asombro. Volvió a repetir la pregunta. 
«Si, viejo»— le respondió molesta su esposa— «¿Cuál es el problema?» 
El hombre no supo explicar la decepción, el cambio en la hermosa muchacha que ahora regresaba por la calle muda de asombro. Iba por la mitad de la calle contoneándose, saludaba como las reinas de belleza en el bando… 
«Adiós, señor»—le volvió a gritar— «Cuide mucho a su mujer». 

*** 
Las cuatro de la tarde de ese domingo. Rafael Orozco se desgañitaba en el picó de enfrente. Y aunque mantenía su aplomo, a veces el Mayor de Boston, ahogaba al Binomio de Oro, pero la gente en las esquinas bailaba con la música que le gustaba. 

La presencia Vallenata de Rafael Orozco debía de estar enojada…
*** 
Las penumbras avanzaron como si voltearan el día. Cuando lo percibieron se hallaron sentados bebiendo las sopas de la vecina de enfrente. Cumpliendo un año más, la mujer había enviado a la familia sus habilidades culinarias. La sopa hacía sudar a los comensales, por lo que era natural permanecer con la puerta abierta. De vez en cuando penetraban en ráfagas, las notas de canciones de moda. Cuanto mayor era la intensidad de la brisa, más se escuchaban las melodías en disputas. El hombre tuvo un mal presentimiento. Una gota fría resbaló por la frente, en los labios el agridulce, le recordó a Lucrecia. Pensó en historias fantásticas, el sopor lo doblegó por diez segundos. Se abandonó al veneno de su sopa. Cuando despertó, lo hizo con los disparos y el griterío de la turba. La primera reacción: cerrar la puerta. No lo hicieron pues en seguida irrumpió la provinciana, quien huyendo de la trifulca entre pandillas, y con el estupor y la incredulidad de quien no acepta la muerte, se derrumbó sobre el piso de tierra. Vomitó sangre y quedó tendida, muerta, cual largo era.


¿Escribiendo la historia de Boston?

OTRO HECHO ASOMBROSO 
Nadie podía creerlo. La bulla de las motocicletas despertó el barrio por la muerte de Jorge Palacios. La policía hacía sus allanamientos pero todo fue infructuoso. Los asesinos se esfumaron dejando sólo un chispero. Tal vez en alguna parte de Boston, existiera algún túnel escondido, de difícil acceso para la policía. Suposiciones, porque los delincuentes desaparecen. Y vuelven aparecer con suma facilidad. Fin del melodrama del sábado, pues la policía se ha llevado el cadáver, y las calles lucen desiertas. No se sabe cuándo ni en qué hora, los que bailaban en frente de sus casas, apagaron sus picos, recogieron sus asientos, y, en esteras, cartones, camas improvisadas se abandonaron a dormir la farra. El que paseara por allí, escucharía el ronquido de Boston levitando. 

Un peldaño falta para llegar al cielo, y purgar tanta y tanta maldad… 
El muerto del sábado hizo huir a muchos. Algunos refunfuñando, disgustados, exclamaban que ni en sus propias casas se hallaban seguros. Y no era para menos. La muerte de Jorge Palacios, un hombre que no se metía con nadie pero que esa madrugada se hallaba en el sitio del disparo alertó a muchos. 

«Una balacera dejó la triste desaparición de Jorge palacios. Una bala perdida atravesó la pared de madera, matando al hombre mientras dormía», diría el diario local al día siguiente. 
LOS OTROS 
La ley contra el hampa, escenas del diario vivir..

No los abruma la cotidianidad. Los días transcurren sin que la falta de oportunidades, el desempleo, o la contemplación de un futuro gris, mine sus resistencias. Cada día para estos espectros vivos, lo mismo da. No hacen planes, no celebran o guardan sus ahorros para momentos difíciles. No les importa el cabello sucio, la ropa de días y en jirones, no rezan, claman a un Dios sordo. Lo mismo les da. Sin embargo, no están solos pues cuando la desesperación los agobia, buscan su porción de cocaína, la inhalan, y entonces todas sus dificultades desaparecen. No hay problemas por resolver. Continúan agazapados en las esquinas. Se mimetizan entre los pasajeros de la ruta Olaya Herrera o el Pozón. 

En las manos empuñan el revolver o un filoso cuchillo. No saben que la policía anda tras sus pasos, ni cuenta se dan...






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