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martes, 25 de enero de 2022

#MaestrosInolvidables

LOS CELOS DEL PROFESOR FEDERICO


Por Gilberto García Mercado


Treinta años necesitó Nicanor Alampi para saldar las viejas cuentas con Los Geranios. Viéndolo bien, había sido una completa estupidez salir del pueblo echando pestes contra todos por el engaño de Mercedes Sosa. Cómo pudo ser tan ingenuo e inmaduro, y perderse los mejores días de su juventud abandonando Los Geranios, para ir a probar suerte en una ciudad maldita en donde nunca hubo cabida para el amor. Más, sin embargo, se dejó arrastrar por la mentira urdida por la muchacha, quien tenía el apoyo de su austero padre, el honorable profesor Federico Sosa. El catedrático que había hecho de la población un lugar exclusivo para la sabiduría y los talentos excepcionales. Él tomó aquella tierra de nadie, en donde no existía el orden ni la ley, con casas ruinosas y un cielo encapotado amenazando lluvias todo el tiempo, y se fue de vivienda en vivienda erradicando la apatía de sus moradores que, en vez de enfrentar los desafíos de la vida, desde hacía mucho tiempo se habían abandonado a su suerte, evadiendo las dificultades y condenándose antes de tiempo, sin siquiera luchar. Todos estaban muertos, entre la imbecilidad proporcionada por la falta de conocimiento y la cobardía de una gente que se contagió de la desidia y la desesperanza.
—Aún están a tiempo—opinaba el profesor Sosa adonde llegaba—Quiten la venda de sus ojos, simplemente vengan a las clases, hay buenos libros esperándolos a todos.

Nicanor Alampi fue uno de los que primero aceptó el reto de Federico Sosa. En verdad, el joven fue rescatado de aquella horda de gente sin oficio, y que por simple rutina se iban hasta otros pueblos a apropiarse de lo que no era suyo. La falta de conocimiento, la ausencia de una sabiduría que les descubriera el buen juicio y el amor por el prójimo, estaba condenándolos como animales, que eran bien recibidos en las bandas emergentes que simulaban no hacerles la guerra a las tropas, de un gobierno que sí había asistido desde niño a las escuelas.

—Haré lo que usted me ordene, mi querido profesor— agregó complacido Nicanor Alampi.

Entonces en Los Geranios comenzó a notarse el cambio, las lecciones de Federico Sosa lograron que en pocos días los jóvenes que en otro tiempo eran díscolos y reticentes, se convirtieran a los buenos modales y se preocuparan por la conservación y el cuidado de la naturaleza. Una atmósfera sutil, como una caricia proporcionada por Dios, comenzó a rodear a Los Geranios. El joven maestro parecía multiplicarse y estar presente todo el tiempo cuando alguien lo requería. Así las cosas, se le veía respondiendo interrogantes de cualquier índole, ante la admiración y el agrado de sus discípulos. Creo que, en la Gran Novela urdida por la Literatura Universal, figura este periodo como el mejor capítulo que le da valor a este texto, sin precedentes en la historia, porque a quienes Federico Sosa educó, se les despertaron dones y saberes, exclusivos, de culturas que habían permanecido obnubiladas, ante nuestra presencia vana e ignorante.

Los Geranios ganó prontamente voz y voto en el Gobierno. Se fueron los primeros egresados de las clases impartidas por Sosa. En poco tiempo, tuvimos representantes en el Congreso de la República, en los principales órganos del Estado, y los jóvenes ya no se enrolaban como en otro tiempo en las bandas emergentes que le hacían la guerra a la nación. Fuimos bombardeados con toneladas de cemento que pavimentaron nuestras calles, y por primera vez Los Geranios aparecieron en el mapa. Periodistas a toda hora enviaban sus notas a los canales de la televisión, todos querían saber de la gente de aquí, de nuestras tierras y productos. Hasta el día en que, bastante compungido y nervioso, el pobre maestro anunció la llegada el sábado próximo de la hermosa Mercedes Sosa, su hija de diecisiete años que había estudiado en la Sorbona de París, todas las carreras habidas y por haber.

—Es una criatura muy inteligente—agregó Federico Sosa con prepotencia y orgullo—Espero que aprovechen los estudios y conocimientos de ella, para seguir ampliando los horizontes culturales de la gente de Los Geranios.

Y no dijo más nada. Como era miércoles, el jueves y el viernes se hicieron eternos. Comenzamos a hacer cábalas y conjeturas sobre la fisonomía de Mercedes Sosa. Su padre era un tipo bien parecido y modulaba las palabras como si acariciara con ellas. «De tal palo tal astilla», pensé. El sábado tan ansiosamente esperado llegó. Vimos descender de la limusina de otro tiempo a la criatura de Federico Sosa. Tenía razón el profesor, la mujer que se acodó en el alfeizar de la edificación en donde viviría, habló en diez idiomas. Quedamos absortos y extraviados en un intervalo de tiempo, no por los conocimientos de otro tiempo, sino por la belleza de aquella Eva en el Paraíso.

Hoy que camino por las calles de Los Geranios, aún persiste en la memoria la figura alta y encorvada del profesor Federico, quien me perseguía blandiendo un machete en la mano izquierda, porque Mercedes Sosa le había contado intimidades, acomodando la mentira a sus conocimientos de mujer egresada de la Sorbona de Paris.

—¿Qué habrá sido de los dos? —me pregunto, mientras con sigilo observo la casa ahora ruinosa y derruida en donde vivieron padre e hija en Los Geranios—No es posible que alguien haya vivido allí.

El pueblo es otro. Busco en los rostros de los transeúntes algún rasgo conocido, y nadie se inmuta ante mi presencia. Todo subyace ante la desidia y el olvido, el cielo se cae a pedazos. Quizás a la vuelta de la esquina, enfundado en un saco negro, surja de repente, el profesor Federico Sosa, y nos hable de estudios y conocimientos, y de una hija que estudiaba en la Sorbona de Paris.
Gilberto García Mercado, Editor
                                                        


 

 

 

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