UNA REDENCIÓN PARA ALFRED NOBEL
Por Gilberto García Mercado
Tuvo una noche de insomnio. Si durmió no supo cuándo, la una de la madrugada era un golpe sutil y seco de una ventana sin cerrojos. Cumplía años el día siguiente y octubre era una mezcla de lluvia y nieve desde hacía rato. «La última noche de la humanidad», se dijo Alfred Nobel recordando que había escuchado esa frase en alguna parte. «El Mercader de la Muerte», otra frase que desde hacia años, ahora que era rico se incorporaba a la cotidianidad de su vida. Por fin, la madrugada cedió ante los ataques de un tímido amanecer que más tarde mostró sus dientes, ¡y Alfred sin saber si aún dormitaba! Estocolmo era una urbe sin afanes, la gente se tropezaba en las calles con una sonrisa de agradecimiento que festejaba y apreciaba la vida. Él, individuo que hablaba con propiedad y fluidez sueco, ruso, francés, inglés y alemán, que defendía los derechos civiles y era un pacifista de tiempo completo, excepcionalmente se halló grotesco y con miedo respondiéndole a un periodista, «¡yo no creo en Dios!», cosa que de una u otra forma chocaba con su pacifismo.Volvía a Estocolmo luego de romper la promesa de jamás regresar gracias a la explosión en la fábrica de la familia que acabó con la vida de Emil, el menor de sus tres hermanos. La ciudad lo recibía con cierta predisposición, como si sospechara que en sus bolsillos el tipo cargara con alguna sustancia letal, no con la dinamita que el patentaría el 6 de mayo de 1867. Tenía treinta y tres años y muchas explosiones por delante. Al fin sus sueños de legar a la humanidad un invento que proporcionara avances en la construcción de túneles y puentes, edificaciones necesarias, pero de muy difícil construcción, ahora con la dinamita eran una realidad.Luego de una noche de dar vueltas en la cama, la atmósfera húmeda y pesada de la calle lo devolvió a los incidentes en el mundo que tenían que ver con su primogénita, su hija la dinamita se había vuelto rebelde en New York, alguien había volado la caja fuerte de un banco en Wall Street, tropas armadas utilizaban el explosivo en contra del enemigo y, como si eso no fuera poco, algunos diarios sensacionalistas lo señalaban a él como «El Mercader de la Muerte».Así que el hallarse en Estocolmo, respirando un aire limpio y distinto al de otras capitales en donde negociaba con sus explosivos, de pronto lo han enfrentado a unas siluetas invisibles, seres alados, angelicales de alguna hueste celestial han salido a su encuentro. En el bulevar de enfrente, en cambio, figuras fantasmagóricas se desviven porque el inventor tome partido y se incline ante las banderas negras y raídas ondeando un cielo oscuro y sombrío todo el tiempo.«¿Por donde andará, Emil?», se dice Alfred Nobel un poco conmovido.No quiere que vuelvan esas imágenes del futuro que viven acosándolo todo el tiempo. Es imposible que esos cuadros del once de septiembre de 2001, cuando unos veinte extremistas secuestraron cuatro aviones y los chocaron contra las Torres gemelas en Nueva York, el Pentágono en Washington, y uno más que cayó en un campo abierto en Pensilvania hayan ocurrido y que en este caso algo tengan que ver sus explosivos.—¡No puede ser verdad!—se dice Alfred Nobel bastante confundido.Ante el desfile de nuevas imágenes que se yerguen a su paso, de un lado los buenos, de otro los malos, el hombre no sabe cómo actuar. ¿Ha de quedarse entonces, inmóvil y callado, contemplando con desesperación cómo los hombres del futuro se dirigen como caballos desbocados hacia el precipicio de la muerte?El caos, la angustia, el sufrimiento, el crimen, todo parece derivar y originarse a partir de la peligrosa sustancia que él inventara en aquellas largas noches de insomnio. Una imagen fuerte y refulgente que arropa todo el cielo de Estocolmo es el resultado del enfrentamiento entre los hombres, nada los detiene, ni siquiera él que es el padre de la explosión y el estallido. El horizonte ancho y fecundo se abre ante los grupos belicosos que no logran ponerse de acuerdo. En uno de ellos, Alfred Nobel observa el espectro de su hermano Emil, suplicándole que interceda y pare de una vez y para siempre el altercado que, a lo único que conduce es a la destrucción en la tierra.
—Ya sabes lo que tienes qué hacer, hermano—grita Emil, mientras se arroja al vacío de ese horizonte vasto y fecundo—Salva tu alma, es lo que importa.Al instante, Estocolmo recupera la calma. Un día maravilloso se asoma por entre los grandes edificios. Se tiene la impresión que este año de 1896 ha sido el más fructífero de la época. Los diarios y semanarios más importantes del orbe han abierto sus primeras páginas, explicando a quién corresponde y está dirigido el testamento del multimillonario Alfred Nobel.
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