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viernes, 29 de enero de 2016

   MILAGRO EN LA CARRETERA     

                                                                       «Desploma el ancla, pájaro de bronce,
                                                                                       Y saetero de tu propio pico».
                                                                                                            Alfonso Reyes  
              

 Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Eran aproximadamente las ocho de la mañana, el sol se había ocultado por las nubes vaticinando en los vendedores de agua y refrescos—un mal día—por el aire suave y la lluvia que caería. El transporte por aquella avenida hacia Las Tenazas era lento en comparación con otras horas del día.  
En el ciudadano se adivinaba un discurrir sin afán. 
Pero de repente un alcatraz se asomó por entre las raíces del mangle de la Ciénaga del Cabrero-Chambacú, y su cuerpo desprendía gotas del barro que cubría a las algas enlutecidas por la muerte de los peces, avanzaba lento por el peso del ala rota, y no se desplazaba con la agilidad del ave cazadora de peces.
Era un pelícano grande, sin la altivez ahora de su vuelo en picada. Me asombraba verlo avanzar sobre el pavimento, con aquella indiferencia hacia los automóviles, en algunos instantes se detenía en medio de la carretera,  y, los autos, paraban para darle paso a aquella criatura de figura triste. Era tanto el desasosiego y la conmiseración hacia la figura vencida, que los  conductores de buses detenían la marcha e imploraban misericordia para el ave  malograda. 
Las voces de los niños que se transportaban para asistir a la Casa Museo de Rafael Núñez, formaban un coro de misericordia, implorando auxilio por el estado afligido, apesadumbrado y desolado del ave, era la figura de un nazareno implorando la solidaridad humana, manifestándose cuando los que veían la escena, buscaban mil maneras para socorrer al  pelícano. 
Quedé inmóvil y algo asombrado por cómo los transeúntes se conmovían por la tragedia del pelícano, daban manifestaciones de amor y fraternidad. 
«¡No todo está perdido!», me dije. 
Entre tanto, en la entrada del Parque Apolo, una maestra narraba a sus estudiantes un fragmento de nuestra historia:
«Antes de llamarse Cartagena, a la ciudad la llamaban Karamairi, palabra derivada de cangrejo, pues la tierra era abundante en estos animales. Sus pobladores o aborígenes eran los Karibes, quienes andaban libres y un poco desnudos, dispuestos casi siempre a asear sus cuerpos por la cercanía del mar. Pescaban tortugas grandes, parcos, sierras, jureles, sábalos, mojarras, meros y recogían caracoles y cangrejos. El mar era su despensa, permanecían algo pensativos cuando los niños jugaban con los pelícanos, imitando aquellas zambullidas para atrapar los peces. 
Las casas de los  karibes, estaban construidas con madera y palmas, retenedoras de las brisas en el frescor del día, conocían los secretos de la luna en sus fases, a través de ellas adivinaban la circulación de la savia en los árboles y el festín de los peces en los cardúmenes. 
A Karamairi, como una isla que hacía parte del archipiélago, se le facilitaba el intercambio con otras islas: Tierrabomba (Isla de Codego), Bocachica y  otras más. 
Hace mucho tiempo, cuando Karamairi era abundante en peces y vegetación, las aguas de la bahía eran cristalinas, y se observaban los corales en el fondo marino; fue visitada por hombres que venían en grandes barcos de madera, llamados NAO. 
De inmediato comenzaron a cambiar las costumbres de los aborígenes, las casas fueron destruidas y trazaron calles, mudando a los nativos a otros sectores, muchos de ellos  murieron. 
Los nuevos señores vestían con trajes cubiertos de metales y sombreros parecidos a pequeños soles, andaban con espadas y armas que disparaban fuego, montaban en grandes caballos con colas largas como las melenas de los karibes. 
Obligaban a los nativos a cavar para desenterrar muertos y tomar el oro de las tumbas, casi no dormían por la búsqueda del metal brillando en altares y sarcófagos. 
Nuestros aborígenes fueron muriendo en los combates y por el exceso de trabajo a que fueron sometidos. Le cambiaron el nombre de Karamairi, por el de San Sebastián de Calamar, más tarde lo reemplazaron por Cartagena de Indias (Miguel Camacho Sánchez), por el parecido con la Cartagena de España. Pedro de Heredia fue nombrado gobernador de Cartagena de Indias y pasamos a ser colonia de España. Más tarde trajeron negros de África, esclavos vendidos en la plaza, hoy llamada Plaza de los Coches. 
En Cartagena de Indias, en la Colonia se instauró la Inquisición, una casa en donde enjuiciaban con torturas a quienes no profesaban la religión católica o practicaban ritos diferentes (llamados brujería). 
Atacada muchas veces por piratas y corsarios (entre ellos Roberto Baal, Francis Drake y Eduardo Vernon), a Cartagena la despojaban de sus bienes para luego llevárselos  para España. 
La esclavitud los españoles la establecieron sobre los indios o aborígenes, luego sobre los negros de África, quienes fueron sometidos a toda clase de trabajos y vejámenes, un trato inhumano y cruel. Como eran los tiempos de la Colonia, gobernaban los Virreyes en la Nueva Granada. 
Pero en los aborígenes poco a poco se fue gestando el grito de Independencia, el pueblo se cansó de la sumisión a España, se miraba a los nacidos en estas tierras, como seres inferiores a los del  Imperio Español. Los criollos poco a poco se organizaron: los hermanos Gutiérrez de Piñeres, Pedro Romero (cubano), José María García de Toledo, José Fernández de la Madrid, Manuel Rodríguez Torices, Ignacio Muñoz (el Tuerto Muñoz) y otros. El 11 de Noviembre de 1811, el pueblo organizado por Pedro Romero y los hermanos Piñeres, salieron de Getsemaní y exigieron a la Junta de Gobierno, declarar la Independencia Absoluta de España. 
Es memorable por su crueldad el Sitio de Cartagena, en 1815 España envió un ejército de 20.000 hombres al mando de Pablo Morillo, quien sitió a la ciudad por espacio de 106 días. Después de haber resistido valientemente, la ciudad fue vencida por el hambre, las enfermedades, murieron alrededor de 7.000 cartageneros de los 13.000 que habitaban la ciudad. De  aquel sitio recordando los sucesos encontramos el Camellón de los Mártires. 
«Recordar la historia, se hace necesario, para mirarla como parte de nuestras vidas y crear el sentido de pertenencia», remató la profesora.
Uno de los señores que iba en su automóvil, se bajó, y tomó al Pelícano y lo montó en la acera para que pudiera caminar con tranquilidad, sin faltar quienes gritaban que lo  trasladaran a un organismo oficial  de protección animal. 
         
        Juan V Gutierrez Magallanes, Escritor
Todo aquella vocinglería, parece que tuvo eco en el llanto de un niño que iba con sus padres, se hizo estridente, y lograba balbucear frases de atención para el pobre pelícano, detuvieron el auto y lo subieron sin importarles el lodo. Al poco tiempo ya estaban en un Centro de Protección, lo examinaron y encontraron en una de sus patas una plaquita, es decir, un animal pionero para la investigación de las posibles migraciones que pueden hacer estas aves, cuyo nombre científico es Pelecanus onocrotalus».
La historia que contaba la Maestra, se unió a la travesía dramática del alcatraz. Los niños volvieron a sonreír al contemplar la protección que se le brindaba al pelícano…   
De algún rincón del corazón la solidaridad  había vuelto a renacer.

  

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