SOBRE EL RIESGO Y LAS VICISITUDES
DE ESCRIBIR SOBRE UN HERMANO
(Parte I)
(Parte I)
«Al nacer no éramos más que un recuerdo»
RENÉ
CHAR
Por José Ramón Mercado
Jairo Mercado Romero ( 1914- 2003) |
Todo comenzó en Naranjal
Todo comenzó en Naranjal. Allí nos encontramos frente a la vida, en los inmensos predios terrenales que fue Naranjal. Allí nacimos todos alrededor de árboles sombríos, frutales inmensos, lluvias apocalípticas, pájaros de colores inverosímiles, flores silvestres que bordaban las colinas y animales que abrevaban en el alar de la casa. Por supuesto, acordonados por la ternura de una mujer como nuestra madre, que fue moldeando el temperamento árido, casi rebelde, que pudiera haber en cada uno de nosotros.
Estos recuerdos de Jairo conmigo, y mis otros hermanos están diseminados en ese marco amoroso que fue La Estancia del padre que heredó del abuelo. En un lugar donde había unas veinte o veintidós hectáreas de cañaduzales, en donde el plátano se maduraba en la mata y el gran aprovechado de aquella plusvalía de cada cosecha era el gran charán, un ave como la oropéndola que devastaba los gajos.
Naranjal era un lugar en donde había estanques de aguas detenidas y por supuesto desde peces, caballos, grapas, martillos, alambres, gallinas de guinea, pavos reales, morrocoyos domésticos, venados de racimos, loros parleros, mulos de mala medra, ganado cimarrón y aves innumerables que cubrían el cielo y las tardes ocasionándonos un universo de asombro que aún nos perdura como las aguas naturales que aún no han terminado de correr por esos arroyos sombreados del tiempo.
El Jairo de la Infancia
La idea que tengo de Jairo, es que era un muchacho como lánguido, introvertido, demasiado ciclotímico. Uno podía estar hablando con él y él era como ausente. Si estaba leyendo un libro era penetrado por su libro. Uno podía estarle hablando y él estaba entregado a la lectura. Una conducta que yo nunca pude asumir en cambio.
Yo tenía más habilidad que Jairo, siempre la tuve sobre él para correr, para caminar, para tirar el cubo amarrado con el hico al fondo del pozo, para jugar béisbol, para correr a campo traviesa sobre el lomo de un caballo, para subir a una vara de premios, para trepar a la copa de un árbol o para alcanzar algún fruto, incluso, en el desarrollo de otros acontecimientos urbanos en aquellas etapas de la infancia.
El éxodo y desarraigo
A una edad en que Jairo tenía seis y yo nueve años, se produce el éxodo. Esa especie de desarraigo doloroso que implica extraerse de un medio ambiente natural, como lo era Naranjal para nosotros. Ese fue el éxodo que iniciamos a esa edad para llegar a Ovejas. Un sitio lejano para nosotros, que apenas tenía tres leguas y media de distancia a lomo de bestia, unas tres horas de camino en ese entonces, pero fue mayor el traumatismo del extrañamiento que el impacto psicológico causado por las incertidumbres propias que encontramos en el pueblo.
Parece que en los estadios de la infancia no hay pena que a uno le arrugue el alma y eso sólo es un cuento.
La llegada a Ovejas
Llegamos a una casa de esquina muy grande, inmensa. Pareciera que a papá le gustaban las inmensidades. Desde allí recordamos entonces el rancho donde estaba el trapiche, en donde se secaba el tabaco.
En esa imaginación de nuestra infancia el conjunto de La Estancia era más grande que ahora.
Pero ahora como ayer, el caney era inmenso, sostenido con unos horcones y unas vigas de guayacán.
Su arquitectura interior la constituían, además, unos parales verticales y unas varas horizontales que sostenían un tejido de hijuelas y otros maderos paralelos sobre los cuales se amarraban cañas de corozo de lata que a la vez servían para sostener el techo de palma amarga de dos aguas, de más de una cuadra de largo, donde cabían más de dos trapiches, dos o tres hornos de barro que se alimentaban con leña y que sostenían cuatro pailas de hierro que hervían como volcanes en plena erupción en la época de la molienda.
Ahí dormía la servidumbre, los mozos, en relación de cuarenta o cincuenta en cada temporada. Las tierras eran inmensas y fértiles, sobre las cuales el mito del abuelo también se hizo inmenso.
En Ovejas nosotros llegamos no a una tierra desconocida, sino a una tierra civilizada desde el punto de vista de los afectos, donde mamá había vivido y tenía sus familiares y parientes, donde también nos viene a la memoria la casa de María Francisca Manjarrés de García, la de la niña Cata de Pión, la de la señora Carmen de Velilla, la casa de don Héctor García, hermano de mi madre, que a su vez era la casa del abuelo materno que aún subsiste y llena casi la cuadra frente a la plaza principal, y otras que no nos eran extrañas, como la casa de tía Carla y los dieciséis primos, la casa del tío Diógenes con sus once hijos.
De igual modo, la casa de Everardo García, el padrino de Jairo. Pero también la casa de María Francisca García, los vecinos de patio, cuyos hijos completaban con Samuel y Hugo, nuestro equipo de béisbol.
Además, la casa de Bertha Cheiros que disponía de las hijas más lindas de la cuadra, que así mismo, era como una colmena diaria y que los sábados era esa especie de club social donde se apetecía de esa especie de amores callados de entonces.
Casas en donde por supuesto, para nosotros, las salas no eran lo importante. Lo más trascendente eran los patios. Nosotros éramos ante todo unos muchachos de patio, y donde había patio había para nosotros una alegría renovada.
Había opción para gozar el canto de los pájaros, igual que si había árboles y agua de aljibe en reposo que se almacenaba durante el invierno. Nosotros preferíamos las casas de patios inmensos en lugar de las salas adosadas, con el objeto de poder conformar nuestro propio universo lúdico. La casa nuestra, por ejemplo, tenía un patio que era casi un diamante de béisbol.
Continuará…
*Jairo Mercado Romero. Nació el 16 de junio de 1941 en Naranjal, jurisdicción del municipio de Corozal.Publicó los siguientes libros de relatos: Cosas de hombres (1971), Las mismas historias (1974), Cuentos de vida o muerte (1985), Quintopatio y otros cuentos (1996) y Cuentos escogidos (2001).Tiene inédita su novela Retrato de familia. Parte de su obra ha sido traducida al alemán. Murió en Bogotá el 14 de mayo de 2003.
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