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jueves, 14 de febrero de 2019

Agarré la mano que me extendía, y sellé el pacto, «adonde vayas tú, iré yo».


EXTRAVÍOS
Por Gilberto García Mercado
Eva y yo habíamos llegado al final de nuestro itinerario. El tipo a quien nos dirigimos en la estación de servicios en la carretera dijo que una vez que bordeáramos aquellos riscos, después de recorrer algo así como tres kilómetros y las montañas desaparecieran, tropezaríamos con el convento. Sus palabras nos reconfortaron pues el coche y nuestra paciencia habían llegado a sus límites. Adoptamos una postura endeble, como si las ráfagas de los vientos que soplaban aquella mañana pudieran enviarnos a cualquier parte. 
–­Tienen suerte–dijo el tipo de la gasolinera–Otros días el tiempo es insoportable. 
Luego que el hombre revisara el vehículo y lo acondicionara para nuevamente proseguir el viaje, Eva volvió a tener en sus facciones aquel mismo entusiasmo de antes. La idea de visitar el convento surgió por tener algo qué contar luego de nuestro retorno de las vacaciones de verano. Habíamos dejado atrás, nuestra condición de nuevos en la universidad, y nos sentíamos con la experiencia necesaria para poder contar también nuestras propias historias. 
Secundado por Eva, a quien amaba hasta la locura, decidí acompañarla solo para que el entusiasmo que brillaba en sus ojos no se apagara con una negativa mía. Agarré la mano que me extendía, y sellé el pacto, «adonde vayas tú, iré yo». Preparamos el viaje para el miércoles por la mañana, pero desde el lunes la joven estuvo visitándome con un entusiasmo enfermizo. Agosto regalaba unos días tranquilos y diáfanos pero la temperatura sobrepasaba los treinta grados. No obstante, esto en nada la afectaba, al contrario, la mancha de sudor en la blusa, las perlas de sudor en la frente, «ni el calor recalcitrante hará que desista de su empeño». 
El miércoles muy de madrugada, Ezequiel, el hermano de Eva, detuvo el coche enfrente de mi apartamento, y hasta que la joven no entró en «mi guarida», no pisó el acelerador. 
–Cuídamela–gritó entre el estrépito del coche en marcha–Eva es lo único que tengo. 
Ella desplegó un mapa sobre la cama, y no pareció interesarse por mi casi total desnudez. Actuó con naturalidad pero al localizar en el atlas el convento se apoderó de la mujer una vehemencia extraña. El silencio que sobrevino fue tan conmovedor que hasta creí gozar con él, mientras que la contraparte, Eva, se despachaba con fruición su discurso. 
Hasta entonces yo creía conocer a la joven. Trigueña como las mujeres de la costa, su belleza se traslucía desde el momento en que asomaba por la Plaza de la Aduana. Su figura era sorprendente, lo confieso, sus rasgos dulces, y las caderas bellamente delineadas. 
Era la única que decía mi nombre con aquella cadencia en la voz….«Marcos, te quiero…» 
No fue hasta que se interesó por el convento que comencé a notar una lucecita loca en el fondo de sus ojos miel. Decía que la paz que se respiraba era tan fascinante, que cualquier mujer abandonaría todo con tal de vivir en el monasterio. 
–¿Y Dios, dónde está?–le pregunté a modo de burla. 
Ella no respondió. A lo mejor, por ese silencio que se impondría en mi vida y del cual yo gozaría hasta enfermarme, no formulé la pregunta. O quizás, perdida entre la vehemencia de sus palabras, a lo mejor no me escuchó. 
Estuvo errática y confusa por la habitación, desplegaba y cerraba el mapa sobre la cama, una y otra vez, preparaba la ropa y útiles de aseo en las valijas, y volvía a desempacar al caer en cuenta de algo que no podía faltar en el viaje. Así que me exhortaba a que telefoneara a Ezequiel, para que éste fuera a la pensión donde ella vivía y recogiera lo olvidado. 
En aquella confusión, no supe si llamé o no a Ezequiel. De un momento a otro todo cambió en la habitación, Eva se hallaba tranquila y a nadie se le habría ocurrido imaginar que minutos antes reinara el caos en la habitación. El viento frío de la madrugada rozó nuestros cuerpos, cuando abordamos el coche hacia el convento, temblábamos. 
–Ya tendremos de qué hablar en la universidad–dijo la mujer instándome a que pisara el acelerador. 
Y ahora teníamos a un lado de la carretera el convento. Una construcción en ruinas, un castillo colonial escondido en alguna parte, con su mutismo enloquecedor, cayéndose a pedazos y, por donde se desplazaban espectros purgando sus culpas por los males infringidos a la humanidad. 
Desde que el coche asomó en la carretera y, a nuestro paso se erguía aquella mole fantasmal, observé en Eva cierta complacencia, es como si ya antes hubiera estado allí, como si fuera el hijo pródigo que regresaba de nuevo a casa… 
Sobre aquel monasterio había escuchado algunas historias que el interlocutor no tomaba en serio por lo irónico cómo se narraban. Además, existía una especie de embrujo o fascinación sobre el lugar. Solo cuando atravesó el umbral comprendí lo distanciado que Eva había estado de Dios. Ella sonrió con dulzura al tiempo que recorría el convento. 
–Yo pertenezco aquí–dijo levantando poco a poco la voz–Lo siento por ti, Marcos. 
Cuando tuve noción de la realidad, la mujer había desaparecido. Esto conté, una y otra vez a las autoridades que me indagaron por mis comentarios. Guié a los agentes de la policía hasta el convento y con sorpresa noté que en el lugar donde se alzaba la sombría edificación ahora se extendía un campo estéril. Fui el sospechoso número uno por la desaparición de la mujer. Hasta el sol de hoy no sé si ella existió o solo fue una invención mía.Traté de investigar por mi cuenta pero en la universidad nadie dio señales de Eva ni de Ezequiel. 
Gilberto García M, Escritor


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