El Tormentoso Arte De La Muerte
Por Amparo Osorio*
Demasiadas pasiones acongojan al corazón y es por ello necesario aclarar que enfrentarse a una más, controvertida, temeraria, antiquísima y reverenciada por millares y millares de seguidores a lo largo de la historia y en diversas latitudes geográficas, quizás sea articularse a una cadena irreconciliable de defensores y detractores puesto que aquí no hay Nil novisub sole (nada nuevo bajo el sol)
La tauromaquia sin embargo, precedente de la Edad de Bronce, y desarrollada durante varios siglos como un acto de valentía, se ha convertido en nuestros tiempos en un tormentoso arte de la muerte, mostrándonos tristemente que en los albores de este siglo XXI el hombre, entendido como un “ser humano”, con la sublime connotación que esta palabra representa, sigue siendo uno de los más atroces y cobardes exponentes de la especie viviente.
Si las mitologías y algunas religiones sustentaron sus creencias y su fe en el sacrificio animal como halago o ruego a los dioses para soluciones inminentes relativas a la recolección de las cosechas, la aparición de los frutos, el cese de las sequías o las inundaciones, la extinción de las plagas, etc., existía en tal acto una profunda validez ontológica para que tales sacrificios fuesen consumados, puesto que se trataba en el imaginario colectivo, de la supervivencia de una especie: la humana.
No obstante y con el correr de los siglos, esta ofrenda animal se constituyó en emblema de bárbaros que necesitaban demostrar su hombría, su valor, la nobleza de sus imperios o la hidalguía de sus cunas, prolongándose a nuestros tiempos como la falaz puesta en escena de un espectáculo conducente a la traidora muerte de nuestro apetecido juguete momentáneo.
Desdibujado hacia vertientes insospechadas, este “Lanceo de toros” entre cuyos aficionados medievales se encontraban Carlomagno y Alfonso X El Sabio, fue trascendiendo a los reinos de Francia y España, en una inmisericorde expansión que unía extrañamente a la corte y la plebe, para convertirse a partir de la segunda mitad del Siglo XVI hasta nuestros días, en un mal llamado “evento cultural” capaz de reunir –como en muy pocas ocasiones– al Jet Set y al pueblo, en una irónica cita que testimonia sus pasiones de desenfrenada sevicia.
El toro, antaño representante de la fertilidad, de la fuerza, origen del sentido de la protección según la mitología babilónica y representante de la constelación de Tauro, el elegido por los antiguos egipcios para ser embalsamado y colocado en tumbas de piedra por su carácter de animal sagrado, el dios de los cretenses entre cuyos cuernos reposaba la tierra, el responsable según otras culturas del nacimiento de las pléyades, el hijo de Babalón o Isis, un noble entre los nobles por todo lo que representó de grandeza para las antiguas civilizaciones, y cuya, humildad y conmiseración se hunden y desaparecen en la singularidad de todos los valores, nos enseña con su hidalga muerte que no nos hemos separado jamás de las vetas de un destino trágico cuyos orígenes datan de antiguas mitologías, y que amparados en nuestra soberbia de “Homus sapiens”, hemos perversamente continuado y sostenido para nuestro propio deleite.
Seguimos edificando sociedades cuya bitácora moral no existe, porque la visión temeraria de un pasado inconcluso regido por la barbarie sigue constituyéndose en el precario horizonte con que el que se supone se asegurará el porvenir: el del comercio de la sevicia parado sobre el potro de la tortura, en este caso contra las especies más desprotegidas que constituyen lo que irónicamente llamamos el “reino animal”.
Si para Michel Leiris en uno de sus textos capitales: la fascinación del toreo radica en la fusión entre riesgo y estilo, concepto posteriormente validado por Octavio Paz en Corriente Alterna cuando afirma que: “en el toreo el peligro alcanza la dignidad de la forma y ésta la veracidad de la muerte”, me atrevo a imaginar que se referían estos geniales autores al hecho de la “fascinación por lo temerario” como mera expresión artística circunscrita a las definiciones, concepciones y acepciones de la palabra “valor” y sus simbólicas parentelas: coraje, arrojo, gallardía…
No son sin embargo los anteriores escritores los únicos que han dedicado significativas páginas literarias al análisis y comentario del arte del toreo. Para José Ortega y Gasset, era “impensable estudiar la historia de España sin considerar las corridas de toros, y en su Historia de las ideas estéticas de España, Menéndez Pelayo define a la tauromaquia, como una: “terrible y colosal pantomima de feroz y trágica belleza”. Tampoco se quedaron atrás algunos de los representantes de la generación del 27, entre quienes sobresalieron las declaraciones de Federico García Lorca con su concepto de que “los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo», y Antonio Machado, ese perito en lunas que en su obra Juan de Mairenadeclaró: «Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparte, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido».
Su relevancia ha sido plasmada también por grandes artistas universales como Goya, Picasso, y Manet entre otros.
Pero alejados de la sagrada irracionalidad que marcó el desarrollo de las sociedades primitivas, otro sin embargo es actualmente el pre y pos escenario de las corridas de toros, que tras el engranaje de viles artilugios en contra de la bestia nos lleva a preguntarnos qué o quién nos permite vulnerar esas fronteras entre espectáculo y arte, entre valor y brutalidad, entre lúdica y sevicia, en síntesis, entre vida y muerte.
Una larga tautología deriva entonces de la hoy llamada “fiesta brava”, que compendia la inmensa historia del toreo con sus monumentales plazas, sus más de 20.000 celebraciones taurinas anuales en el mundo, su lenguaje de manoletas, chapolinas, tercios, preseas, trompetas, nobles animales, indultos, etc., pero en esta multiplicidad de lo imaginario existen también escalofriantes historias que hablan de cómo se logra una espectacular faena, y entre cuyos tristes preparativos se dice de: encierros en la oscuridad que los hace lanzarse aterrorizados a un ruedo conmocionado por millares de gritos, sacos de arena sobre el cuello soportados durante toda una noche para ser debilitarlos, golpes en los riñones y testículos para producir diarrea, -otro debilitamiento orgánico-, ojos impregnados de grasa para producir una visión borrosa al instante de salir al ruedo, extremidades sometidas a un ungüento que produce ardor y que impide durante la faena que el animal permanezca quieto.
Improbable o real, es decir ficción moderna para otorgarle el beneficio de la duda, la única realidad, la que se presencia en la arena, es la de un animal humillado, lacerado y herido que ratifica con su sangre nuestra arrogancia y ceguera, arrogancia que nos debiera permitir un transformación fundamental de este sombrío espectáculo de muerte, tal y como se ha logrado proceder ya en diferentes partes del mundo.
Sería lícito entonces urgir un cambio, clamarlo incluso y en aras del cese de este inútil holocausto animal, invocar esas significativas palabras de Octavio Paz, cuando afirmaba en Vuelta: “No nos faltó entereza para cambiar el mundo. Nos faltó humildad.
*La anterior crónica publicada hace unos años en este periódico virtual, cobra de nuevo su valor real tras los incendiarios actos sucedidos en Bogotá la semana pasada, luego de la apertura de la Plaza de Toros La Santamaría y en los cuales, más de 5.000 participantes entre adeptos y contradictores, demostraron una vez más nuestra violenta condición capitalina. Tomado de Con-fabulación, enero 26 de 2017.