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domingo, 16 de febrero de 2020

Hay una niña en el bus que huele a desamparo...

Escapar de Casa

Por Raúl Villafañe 

Hay una niña en el bus que huele a desamparo. Viste un top rosa de tela ligera y el short pijama con flores que ha usado toda la semana. Su mirada es metálica, afilada. Aferra con fuerza una bolsa transparente con dos patines y un casco. Se sabe en el bus, aunque nadie le haya preguntado, que huye de casa. 
Devuelvete, quisiera decirle, pero las palabras se me mueren en la garganta. ¿A qué quiero mandarla de regreso? No hay moretones en sus brazos ni piernas, ni quemones de cigarrillo en su cuello, pero desconozco todo lo invisible.

¿Por qué huyes?, quisiera preguntarle cuando nuestras miradas se cruzan, pero callo. Se ha aferrado al silencio como se aferra a sus patines —la única cosa que quiso salvar de su naufragio— y soy incapaz de arrebatarle cualquiera de los dos. Aparto los ojos. 
La miro, con cuidado de no hacerle daño. Me recuerda a mí mismo a su edad, o un poco más joven, observando a las personas que subían y bajaban de los buses deseando que alguno me extendiera su mano y me llevara, como si fuera su hijo o su mascota, lejos de mi propia vida. 
Nunca fui tan valiente como tú, le diría. Quizás jamás conocí la desesperación necesaria para abandonarlo todo y no mirar hacia atrás. ¿Sabrá su mamá que le hace falta una hija? Mis papás nunca se daban cuenta, yo regresaba en la noche, arrastrado por el hambre, a tiempo para ver cómo bajaban la cortina metálica de la librería, y me recibían con la cena caliente, convencidos de que había pasado la tarde leyendo y no sentado en el parque Centenario viendo partir los buses cargados sin mí. 
La niña se baja en el Centro, no hay descanso en su mirada ni duda en sus pasos. Camina hacia el Reloj Público movida por resortes que no veo. 
         
Raúl Villafañe, Escritor                
La vuelvo a encontrar al mediodía en el Camellón de los Mártires, abrazada a sus patines con ojos que han perdido su acero. Señor, creo que me dice, regáleme para el bus. Le entrego un billete doblado y el chocolate que guardo en el morral. Intenta sonreír o decir gracias, no lo sé, y se va. La miro y pienso que jamás debió venir al Centro, esta zona que da al Atlántico por todos lados. No, hay que huir hacia adentro, a la tierra, lejos del mar, correr al Terminal, subirse en un bus, en cualquiera y seguir corriendo; pedir un aventón a los camioneros solitarios, nunca detenerse, nunca regresar. Ojalá lo hubiera sabido de niño. En el mar no hay huida posible, solo cansancio, un infinito vacío en el que nadie vive y la constante invitación de las olas a rendirse y volver.

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