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martes, 4 de julio de 2023

#historiasdeverano

«EN VERANO CAMILA VINO, EN VERANO CAMILA DESAPARECIÓ»

Por Gilberto García Mercado


Roberto vino a conocer el mar. En el álbum de fotos él está al lado de una joven rubia. Ella tiene un sombrero negro con alas rojas, y su sonrisa refleja un entusiasmo desmedido. También Roberto sonríe al lado de la chiquilla. Mientras en el horizonte un destello de luz anuncia la consolidación de agosto, un Roberto ahora envejecido va pasando las páginas del álbum de fotos, y, por 1980, todas las hojas referentes a ese año tienen la fotografía de la rubia sonriente. Recuerda que ese verano, Camila y el mar le salvaron la vida, sorteando todo tipo de escaramuzas y triquiñuelas propiciadas por la muerte. A punto había estado de verter un frasco de somníferos en su boca, al descubrir que Verónica, su novia, lo engañaba con Sergio, su mejor amigo. Fue entonces cuando el anhelado deseo de conocer el mar se constituyó en una fuerza imperante. O en el canal de salvación a través del cual le pudo encontrar un sentido a la vida. Se detuvo en seco, cuestionando una y otra vez el acto sacrílego y cobarde de llevar la muerte a la boca en forma de somníferos. «Qué estupidez», se dijo, «Verónica no merece que muera por ella». Y se dejó seducir por aquel mar en calma y la melodía sutil, delicada, y proveniente, quizás, de alguna región celestial que desarmaba en los cuerpos toda arrogancia, obstinación y amargura. 
La familia llevaba postergando la visita al mar, cinco largos años. Como si estuviera signado por la fatalidad, el viaje se posponía con una facilidad increíble, justo cuando ya se habían reservado los cupos en la empresa de aviación y una semana en el hotel, con todos los gastos pagos con antelación. Lo más curioso era que Papá Manuel constantemente repetía, con ironía, el estribillo, «este año por fin Roberto conocerá el mar… este año por fin Roberto conocerá el mar…», y como si fuera un sortilegio, todos los planes, de repente e inexplicablemente, se desbarataban. 
Pero lo cierto es que Camila se cruzó en su vida en aquel verano de su juventud. Él tenía diecisiete años y ella aún no cumplía los catorce. El mar y la muchacha le reclamaron a la muerte por la irregular seducción que ella manifestara por la vida de Roberto. Al principio, la joven se le apareció desde alguna dimensión desconocida, como si descendiera por una cuerda de un vasto firmamento, envuelta en un resplandor fosforescente, ataviada con una indumentaria de telas finas, jamás vistas en los grandes almacenes de moda ni confeccionada por sastre alguno. 
No supo si Papá Manuel y Mamá Adelaida tuvieron conocimiento del extraño resplandor que vino desde el horizonte infinito, desde algún lugar desconocido, y vertió la sonrisa de Camila sobre la humanidad de Roberto, con el propósito específico de que la muerte huyera de los caminos del muchacho, que por fin, contra vientos y obstáculos y todo tipo de impedimentos lograba conquistar el mar. 
Las escenas del encuentro con la rubia lo marcarían para siempre. La silueta de la bellísima Camila de paseo por la playa no ha logrado olvidarla siquiera un minuto. Aquella semana de ensoñación pasó entre las carcajadas de Camila, y un noviazgo que solo duró los siete días en que los padres de Roberto lo llevaron a conocer el mar. 
Han pasado más de cuarenta años y aun Roberto busca cada verano la imagen de la rubia en algún lugar de la playa. El viento fugitivo no trae alguna noticia de la mujer. Que le diga si por casualidad la vio en alguna parte de su solitaria travesía. Bajo la carpa en donde contempla el horizonte infinito, más allá, se alza la figura de Camila como si renaciera desde las luces reverberantes de un hechizo. Él, entonces, utiliza sus prismáticos para ver en la distancia. Cuando por fin cree aterrizar en la figura anhelada, una corriente de aire caliente golpea sus mejillas. 
«¿Estás dormido?», le pregunta Clara, su mujer, «Creo que soñabas, amor». 
No ha sido fácil soportar una vida así. Los padres que no se pierden una visita a la ciudad son los que creen adivinar en el semblante de Roberto su callada obstinación y sufrimiento, la concentración de la mirada en un punto fijo en el horizonte y la maniaca conducta de pararse de la butaca ruidosamente cuando cree que ha visto a Camila en la distancia. 
—Otra vez nuestro padre con los jodidos prismáticos—al unísono alcanza a escuchar Roberto, a sus hijas, Rosaura y Janeth—¿Hasta cuándo seguirá con esa conducta? 
Cada año, de regreso a los hogares, Roberto deja que sus hijas conduzcan el vehículo por las escarpadas montañas, sumiéndose en reflexiones, frunce el ceño mientras habla consigo mismo. 
—Abuelos, ¿por qué mi padre hace este viaje todos los veranos y no dice nada? Es como si estuviera ausente—preguntan al unísono Rosaura y Janeth—¿Es alguna especie de trauma de la juventud? 
Atrás ha quedado la urbe repleta de bulliciosos encuentros. Los cuerpos agotados en el vehículo duermen. Janeth conduce el vehículo entonando una melodía de Julio Iglesias. Roberto, entre tanto, finge dormir. Las sombras de la noche poco a poco irrumpen sobre los senderos, el vehículo brama en la medida que va ascendiendo por la cúspide. Otro año sin saber de Camila. La vida es complicada, no se ha cometido ningún delito, pero esa forma de vivir para Roberto es como si estuviera cumpliendo una larga condena en la cárcel. Su vida es una grande y total hipocresía. Tiene un hogar que no ama. Sin embargo, le ha tocado adaptarse al absurdo escenario. A veces eleva una plegaria al Altísimo, ha llegado a contemplarse en otra dimensión, está de acuerdo con la idea loca de dejar esta vida para reencarnar en el alucinante universo de Camila, su amor de juventud que se extinguió justo cuando sus padres lo llevaron en verano a conocer el mar.

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