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viernes, 17 de junio de 2022

Los Ojos Verdes Oliva

EMILY FERRER
(Del Libro LAS ALMAS VENCIDAS Y OTROS CUENTOS)

Por Gilberto García Mercado

Cuando alcance la colina y observe allá abajo la fachada de la Tienda Girasol, se calmarán estos deseos irresistibles de ver a Emily Ferrer, sonriendo detrás del mostrador e indagando al interesado sobre qué desea adquirir en esta mañana calurosa de agosto. A veces llego hasta el lugar, no para que me edite algún documento en el ordenador, sino para mirar exclusivamente a la joven. La primera vez que la vi me sorprendieron los rasgos finos y dulces de su fisonomía de adolescente. Una fuerte lluvia que se desgajaba sobre la ciudad me había obligado a buscar refugio en la Tienda Girasol. Entonces, al alzar los ojos y sacudir las gotas de lluvia de mi camisa tropecé con los ojos verdes oliva de Emily Ferrer. «Ni que fuera una aparición del otro mundo», sonrío la chica un poco divertida. Y fue tal el asombro por su belleza que en tres o cuatro minutos no articulé palabra alguna. En un rincón del local, tres colegialas conversaban indiferentes al diluvio que caía, un joven alto y flaco, de cabellos rubios, a intervalos se asomaba a la vastedad de la lluvia. Su rostro reflejaba la contrariedad de quien no quiere faltar a clases en una tarde asaltada por el invierno. Tampoco yo las quería perder. «Ni siquiera lo intentes», dijo una voz detrás del mostrador al observar que el joven alto y flaco amenazaba con salir fuera y abandonarse a los vaivenes de la lluvia, «El Centro Meteorológico acaba de informar que lloverá hasta las seis: olvidémonos de ir a clases hoy, Samuel». El que hablaba era un chico mayor que Emily Ferrer, quien guardaba cierta semejanza con la chica. «Debe de ser su hermano», pensé. Esa tarde estuve evitando las miradas de la joven, desde la elevada silla, en medio del local, detrás del mostrador, y como si se hallara en una garita, ella contemplaba sin pestañear todo lo que sucedía en el local, afuera, el aguacero bramaba como si fuera una bestia infernal herida de muerte. 
Nunca había llovido tanto como aquel día. Cuando creíamos que el diluvio aflojaba, más se acrecentaba la intensidad de los vientos. En hora y media de hallarnos sitiados por octubre, por fin habíamos aceptado el faltar a clases aquella tarde. 
— ¿A qué hora cierran la tienda? —dije a Emily Ferrer, un poco incómodo, pues en el local apenas quedaban, ella, su hermano y yo. 
—A las seis—agregó la chica con la complacencia de quien está acostumbrada a cualquier eventualidad—Tendremos que salir a la lluvia. No hay señal alguna que indique que el aguacero vaya a amainar. 
A las cinco y media colocó cada cosa en su lugar, desenchufó algunos aparatos eléctricos, contó minuciosamente el dinero de las ventas del día y, como si yo no estuviera presente, aventuró la frase que me heriría por siempre en el corazón: 
—Espero que no seas como los chicos revoltosos de la Universidad. Inventan cualquier pretexto para faltar a clases. Un día dicen que tienen conflictos en casa, otro que sus padres no tienen en donde caerse muertos, en fin, como ahora que llueve y muchos optaron por no ir a clases. 
—No soy como ellos—protesté—Hay algo en tus ojos que me ha obligado a mirarte. 
Quizás nadie en la vida le había hablado francamente como yo. La expresión tuvo el efecto de unir a dos seres que se querían mucho, pero que, paradójicamente, no se conocían. Algo me dijo que tenía que salir de la Tienda Girasol antes de que el enojo en la chica pasara a mayores. Abandonarme a las contingencias de un aguacero en el que comenzaría a fraguarse una serie de experiencias que girarian en torno a la vida de Emily Ferrer. Comprendiendo entonces el significado del sortilegio, me asomé a la ciudad exangüe, las gotas frías que salpicaron mi rostro me devolvieron a la realidad de una Emily Ferrer que me contemplaba anhelando una agradable despedida. Fue entonces cuando entré de nuevo al local y, armándome de valor, la besé intempestivo en la mejilla, al tiempo que gritaba: 
—No soy como los demás y me encantaría ser tu amigo. 
La lluvia y una sutil oscuridad, por aún no haberse encendido el alumbrado público, me acompañaron por la avenida en donde estaba la casa de mis padres. En el recorrido, reflexioné sobre los extraños fenómenos de la vida. Muy a pesar de vivir en una ciudad, desde siempre, nunca me había tropezado con unos ojos verdes de una Emily Ferrer y, ahora, bajo una borrasca impetuosa, me reprochaba de mil maneras distintas, no haber conocido a tan hermosa criatura, sino hasta estos momentos. «Son las trampas del destino que le encanta jugar con la gente», me decía desconcertado, «A veces tenemos nuestro complemento a unos cuantos pasos de nosotros mismos, y somos ciegos, sordos y mudos, frente a una realidad». Cuántas veces no llegué hasta la Tienda Girasol, cuántos años me negué a su existencia, cuántas veces, ante la invitación de un amigo, le decía con sorna y desprecio, «¡no, en ese lugar, no! ¡Mejor veámonos en otra parte!». Estamos aquí y no, vivimos inmersos en nosotros mismos, sin saber que, a nuestro lado, separados por muros invisibles, se halla nuestro complemento. Una Emily Ferrer como la protagonista de esta historia, engañada también por el destino, haciéndola creer que todos los chicos que concurren a su tienda son unos revoltosos sin remedio. 
Estuve por una semana indeciso, pasaba por el sitio y, un miedo a descubrir que jamás había estado en aquella tienda de mi invierno, me entristecía. Por la época había descubierto mis dotes de escritor y no sería extraño que esas virtudes estuvieran forjando en mi entorno la imaginación de un novelista. No era entonces descabellado que lo sucedido en aquella tarde de octubre no fuera más que la ficción de un escritor maquinando su propio relato para no sucumbir ante una hoja en blanco. Quizás yo me estuviera paseando por las líneas de mi propia novela. Tal vez estaba atrapado entre la Tienda Girasol y mi vida. Me angustiaba el solo hecho de ver gente agolpada en el local que regentaba Emily Ferrer, a veces me detenía a veinte o treinta metros del lugar, y si veía salir a alguien lo abordaba atosigándolo con alguna pregunta: 
—Dime, amigo. ¿Hay alguna chica de ojos verdes atendiendo en el mostrador? Tiene el cabello rubio y es bonita… 
—Pero ¿por qué no lo comprueba usted mismo? —me decía el interlocutor, cuando la inquietud y la calma en mi rostro, dependían de lo que me pudieran contar sobre la hermosa administradora del lugar. Sin embargo, algunas veces, alguien parecía seguirme el juego y se desbordaba en descripciones sobre lo que sucedía a cuarenta o cincuenta metros de mí. A veces, respuestas como, «sí, es una joven de cabello rubio en compañía de su novio. Se ve que se quieren mucho», contribuían a entristecerme. 
Desde que conocí a Emily Ferrer, la vida no sería la misma, si no contemplaba a la hermosa criatura. Aún recordaba la mansedumbre de sus ojos, cuando la besé en la mejilla, aquel día de mi naufragio. 
Ganar entonces la colina se convertiría en mil excusas de parte mía para no perder de vista a la muchacha. Por lo demás, a la gente le agradó la iniciativa de subir constantemente la pendiente, si con eso el cuerpo se ejercitaba y era ejemplo para los demás chicos de la zona. Lejos estaban de imaginar que el cambio producido en mi vida se debía a los ojos verdes de Emily Ferrer. No sé cuántas veces estuve viendo mi rostro en sus ojos fulgurosos. No sé cuántas veces llegué con un miedo enorme, sospechando que en algún momento ella apagara la felicidad de esos días, con la frase lacónica: «Tú eres un chico revoltoso, Efraím». 
Ahora, allá abajo, se vislumbra, a un lado de la Avenida Principal, la Tienda Girasol. Ardo en deseos de llegar al local, como la primera vez y, observar desde el rincón de mi silencio, a la bella Emily Ferrer. El calor de agosto me tortura y en el suéter se observan algunos mapas de humedad. Sin embargo, sé que desde el mismo instante en que contemple a la chica, toda tortura y desasosiego por no verla desaparecerán. 
— ¡Otra vez por aquí, abuelo Efraím! —se escucha una voz al interior de la tienda—Le he dicho que la señora Emily Ferrer si vivió aquí, pero de eso hace más de cincuenta años. A propósito: hoy me han traído noticias de que la pobre vieja murió en un asilo en Bogotá. Olvídese de ello, viejo Efraím. ¡Sé que fueron grandes amigos, pero hasta ahí, olvídelo! 
—He de acatar tu consejo—le digo al propietario de la Tienda Girasol.
Y mientras me devuelvo por la pendiente, creo escuchar la voz del propietario, quien comenta: 
«Pobre, el señor Efraím, mañana otra vez preguntará por Emily Ferrer…»

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