Jamás imaginé que esto terminara así. Todavía lo recuerdo. Claritico. Mi madre se ha levantado. Y ha abierto las ventanas de la casa. Menos la de mi cuarto. De alguna manera la luz se la ha arreglado para penetrar en él. Es un día veraniego, pero eso poco importa. Porque desde que trajeron a la abuela, es el caos. Nosotros éramos felices. Sin ella, claro. Éramos una familia modelo. Pero apenas llegamos aquí—a esta ciudad del mal— la familia sucumbió. Pero a pesar de todo, conservábamos la calma.
En mi cuarto siempre anidaba el buen clima. No es que fuéramos ricos. Ni que viviéramos en la mayor opulencia. Pero uno es pobre, y como tal no debe vivir arrastrado. Hay que vivir en la pobreza, pero con dignidad. Fue así que para que antes de que trajeran a la abuela, toda la casa tenía acondicionadores de aire. Y no teníamos apuros económicos.
Antes de mi abuela, dormíamos hasta las ocho. Y los sábados y domingos íbamos a misa. Después, un poco más tarde, la familia se descomponía. Y cada quien tomaba un rumbo distinto.
Mi padre, quien gozaba de una pensión de la Empresa de Puertos, se iba a pescar con Teófilo Beltrán, amigos desde la infancia. Eran «dos gallos jugaos» como les llamaban sus amigos porque no revelaban sus secretos, para afrontar, sin dificultad, cualquier vicisitud de la vida. El deporte favorito, era subir de madrugada—todos los domingos—el Cerro de la Popa. Ambos hacían sus predicciones, para Año Nuevo. Y para finales de año las dos familias—la de mi padre y la de Teófilo Beltrán—apostaban sobre quién coronaría el alto del Cerro de la Popa.
Mi madre, siempre dedicada al hogar, aprovechaba, los domingos, para visitar a sus amigas. Y siempre hablaban de telenovelas. De moda. De cuál o tal actor, era el más, o la más guapa.
Yo me la daba de intelectual. Y ya me habían puesto un alias. Me decían «El Sabio», porque todos los temas—someramente pensaba yo—los dominaba: política, literatura, deportes, etc.
Mis dos hermanos, Patricio y Jonás se iban a jugar fútbol, mientras Dayana tomaba sus clases de guitarra, en la Academia de la Calle San Juan de Dios, en el centro de la ciudad. Dayana era una muchacha tierna. Y nosotros la queríamos, porque era la única hermana. Aunque a veces nos revelábamos contra ella, porque decía que los futbolistas de nuestra familia jamás alcanzarían la gloria. Que era la de jugar en el Real Cartagena. De mí, encerrado casi siempre en mi cuarto, decía que era un iluso. Y que me pondría viejo buscando ganarme un concurso de cuentos. Que fuéramos realistas. Y que pensaran como ella. Y no viviéramos de grandezas.
Dayana tenía ambiciones, pero sabía medir sus posibilidades. Quería ser cantante de baladas y componerlas ella misma.
Todavía recuerdo. Claritico.
A pesar de que mi madre no ha abierto la ventana, un rayo de luz— que entró no sé por dónde— acabó por espantarme el sueño. Entonces—de repente— nos hemos encontrado, todos, en la sala espaciosa de la casa.
No han dormido en un siglo. Uno se acuesta y duerme feliz, si no hay ruidos. Cuando la abuela no estaba, nos levantábamos a las ocho. Y nos poníamos—después de desayunar— a estudiar, porque íbamos a la Universidad por las tardes. Eso era al principio. Porque ahora hemos sucumbido ante la abuela. Y ella es un Fidel Castro. Y nosotros el país de Cuba, a quien ella gobierna.
Vino muerta de vejez: ochenta y siete años. Pero nos engañó a todos. Se ha sentado en esa poltrona—al principio— y no hubo poder alguno que la haya hecho parar de allí. Claro, nosotros no sabíamos. Ahora, hay que llevarla al baño, rodando la poltrona. Bañarla en la poltrona. Y sacarla en la poltrona.
Pero de noche todo cambia. La casa ha sido invadida por fantasmas. De pronto sentíamos que alguien corre por los corredores. Violentan y abren con gran estropicio las puertas y ventanas. Y nosotros—presurosos—prendemos las luces, pero la casa está más sola que nunca. Corremos, afanados, hacia el cuarto de la abuela. Y ella duerme, apacible, como un angelito. Así han aprendido a vivir. Sin pegar los ojos.
Dos meses, antes del desenlace, no pensé que esto terminara así. Durante los dos meses, la abuela mostró, una vitalidad asombrosa. Se levantó de la poltrona que la aprisionaba, y caminó ella sola al baño. Arrojó a un rincón de su cuarto el bastón obsoleto con el cual caminaba antes de llegar a la casa. Y recorrió los aposentos golpeando las puertas y ventanas.
No dejaba dormir a nadie.
—«Hay que llevarla al médico»—dijo mi madre—«Terminaremos locos, si no lo hacemos».
Entonces la abuela sonreía. Y se perdía de la casa. Cuando ya la habíamos olvidado, resurgía con su estropicio de puertas y ventanas. Y riéndose a carcajadas y muchas veces tarareando canciones, de un tra, la, la desconocido.
En la sala, todos nos hemos mirado a la cara. ¿Quién tiene la culpa de que tengan el rostro descompuesto y pálido—profundas ojeras por las noches de insomnio— y de que no seamos la familia de hacía poco?
Ahí están mis padres. Y nosotros, menos Dayana, quien no quiso correr la misma suerte y se marchó adonde una amiga, hasta que pasara la borrasca. Y la abuela, sonriendo —feliz—porque era el preludio de que de toda esta familia, sólo quedaran vivos, Dayana y yo.
Todavía recuerdo la escena. Todos mirándonos a la cara. Sin musitar una palabra. De pronto—con dolor en el alma—la abuela suelta la carcajada. Y, demente, ordena: «Suban todos a sus aposentos, carajo». Y suben todos, menos yo. La abuela agarra el bastón obsoleto de cualquier rincón de la casa, y me persigue por toda la vivienda, buscando golpearme con él. No sé por qué conmigo no funcionó su temperamento.
Aquella noche no dormí en casa. Tengo que decir que a mí nunca me molestaron los estropicios de las puertas y ventanas. Tenía el sueño pesado. Y dormía como un lirón.
Hoy, hace un mes que encontraron a la abuela, a mis padres y hermanos, pendiendo, del techo de cada cuarto—ahorcados— hoy, no logro comprender, quién era aquella anciana. Pues que yo sepa nunca escuché decir a mis padres si ellos tenían la madre viva o no. La que destrozó la vida de Dayana y la mía, por la que hoy—pasado cinco años— odiamos la palabra abuela.
Y cuando una viejecita se nos acerca en alguna avenida de Cartagena y nos dice: «Joven, ¿me cruza la calle?». Entonces Dayana mira fijamente a la anciana. Y le dice: «Es que somos ciegos, abuela». La anciana extrañada los ve cruzar la acera. Y hace un comentario. Pero ya nosotros vamos lejos.
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