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jueves, 3 de marzo de 2016

OVEJAS, NO ERA MÁS DE LO QUE ES AHORA
PACHO LLIRENE Y LOS CAMINOS DEL TIEMPO

Por José Ramón Mercado
            
             I            
Ovejas, no era más de lo que es ahora. Algunos hechos han sucedido, sin embargo, que nos sacuden la piel y nos mudan la razón, hacia zonas de lo imposible y lo inexplicable.
Nadie podría creerlo si nuestra memoria no lo hubiese fijado como un hecho lógico y natural. Al pueblo se encontraba por las cuatro puntas de pañuelo que tenía en ese entonces: por la sabana del pavo, cuando se venía del Carmen. Por los cortes, cuando se llegaba de Sincelejo. De Chalán, de Colosó o Naranjal, por los lados de Callenueva. El flanco del oriente estaba expedito a los caminos que venían de La Peña. Flor del Monte. Canutal. Canutalito. Oso y Loma del Banco. Hoy está perforado de vías, como nudo que es de los caminantes que van y vienen del mar y de los caminos de la tierra. No hay un camino que no conduzca a Ovejas, gracias a Dios. 
En ovejas, antes, las cosas caminaban despacio. Por ejemplo, la luz eléctrica era de don Héctor, los postes eran de madera, traídos del Canadá. Las calles de barro y arena. Los naranjuelos, adornaban la playa. Los sitios más frescos de los callejones y los patios amplios a donde llegaban los más sinnúmeros pájaros, de plumas y cantos más variados de la tierra. 
Había casa consistorial, con su aljibe, su cárcel y su árbol de grosellas a donde venían los niños y los pájaros a comer. 
        
         PANORÁMICA DE OVEJAS, SUCRE
Había pozos de brocal a donde se iba a escanciar la sed y desde donde llegaba el agua hasta las tinajeras de las mismas casas, como un acueducto móvil que tenía su encanto, igual que el tropel de las bandadas de baldes que caían en el fondo, y que se cobraban con hicos y cantos de cabuyas que se templaban en el día y la noche, lo mismo que un loco concierto de astucias, estrategias y esperanzas en la concavidad complacida de los arroyos, coronados de caracolíes corpulentos, arizales florecidos, hobos aromosos, cerezos encendidos, uvitos plateados a pleno medio día, y mamoncillos, guanaconos, camajones, guácimos y ceibos lechozos que hacían el camino sombreado y menos sediento el verano. 
La iglesia de Francisco, siempre ha ocupado ese sitio discreto de la plaza. Aunque, a decir verdad, hoy, hacen falta aquellas gentes buenas que venían los domingos a misa de ocho con lentos bastones, sombreros de la región, ropa limpia, fragante a naftalina y abanicos de cola de pavo real. Cuántas cosas habría en esa época que ya no las recuerdo. 
El almacén de Don Tavo, donde había desde un botón, polvo iris para teñir la ropa, clavos martillos, grapas, maíz, panela, azúcar, vino jéréz, agua mineral de Walter Carrol, estampitas del niño Jesús de Praga, bolitas de cristal, arropillas. Bacalao Guivar. Wampole. Cabirol. Ok Gómez Plata. Píldoras de vida del Dr. Ross, esterillas, cabuyas, tabaco, bagre, leche, suero, queso, cubierto de mesa, tela de mantel, encajes, letin, telas de flores, gloria, otomana coltejer, ropa extranjera, papel crespón y de estrasa y de barriletes y todo lo que nosotros pudiéramos imaginar en esa época. 
Cuántas cosas habría en esa época que ya no las recuerdo: la tienda de la niña Elodia. El ventorro de la niña Cata. Las colitas heladas, de las Mendocitas, los helados de Thermos de las Pizarrito. Las bolitas de leche de la niña Ramonita Teherán. El almacén Variedades, de la niña Elvira. Los kioscos de madera con techos de zinc, bellamente pintados con trompos y gallos de lata en la cúspide. El padre García, de humilde condición franciscana. La escuela de la niña Pacha. Las borracheras de Alejo Rivero, que decía que, «el presente es nada y el porvenir es poco». Todo me llega como un claro manantial, como un surtidor de aguas que avivan el recuerdo. El cororo, despernancando su voz en las madrugadas, advirtiendo que, «en el cementerio las calaveras son ñatas: soy cororo toda la vida y tengo más plata  que un banco».
II
Por supuesto, Pablo Llirene, era un hombre bueno. Tenía la estatura de un hombre normal. Abultado de pecho. Cabeza redonda de pelo enredado. Brazos de macho. Manos de tamborilero, «todo poderosas para la algarabía». Cara grande de pómulos anchos. Era arisco como el viento que va saltando entre las miasmas de los arroyos y el copete de los cerros. Los ojos, como la cera de las gaitas nocherniegas, vivaces y centrifugados. 
Se diría que tenía los ojos como una pigua. Ojos de gavilán jabao. De bujío nocturno, bebiéndose una montaña líquida de ron blanco. Tenía un andar monero y zaramullo. Sereno y asentado. Los brazos largos y robustos le habrían dado una mejor disposición anatómica para golpear el centro y el canto del tambor, en el galope del ritmo, en la mitad de los silencios melodiosos. En la loca carrera de los golpes sobre el cuero. Cuando acuñaba roncos sonidos, como los bramidos de los monos en los árboles, con ritmos líricos, entrelazados como pujidos de hembra pariendo macho. Clavaba entonces, los ojos en el suelo. Acomodaba la cabeza, a medio lado. 
Y como si fuera estableciendo una exacta correlación de compases, acompañaba el torso, con el cuerpo del tambor. Los brazos con la turbulencia de las aguas que se despeñan. Los codos, con la altura del tambor y del ritmo. Las manos callosas, de dedos redondos de guineo manzano «todopoderosas para la algarabía» repujaban el brillo de grupa reluciente, de la noche infernal «metida en ron costeño». Como dijera Jorge Artel. Incluso, el sudor grueso y perlado de su cuerpo ardiendo, buscaba la comba del mismo trago que destilaba la noche. 
Ya hubiera querido Papá Montero, haberlo conocido. Juntos, hubieran asesinado todas las madrugadas en el solar insolente de la plaza. En los recovecos de los callejones sin luz. En los largos carnavales de Ovejas, que dejaron sin vida a Ubaldo Racine, en mitad de una selva lujuriosa de infinitos deseos, mientras era Nicanor González, el que mandaba a traer el ron ñeque, en cántaras de vidrio que venían de los lados de Chengue. 
Roncoco, ñeque puro, que vendía picapica, envasado en calabazos que metía debajo de la tierra, según el decir atávico de las gentes. 
Todos lo conocimos. Tomando ron con nosotros. Nadie sabía su edad, ahora creo que no era necesario. Tal vez venía rodando con el siglo. Tal vez. Un poco más acá tal vez. 
Pero venía por ahí el condenado Pacho Llire. Porque traía el fuego de los veranos ardientes de la época del ruido. El amor y el embrujo que se había venido metiendo en estas tierras desde los tiempos del cólera, en que había la necesidad de que todo hombre tuviera media docena de mujeres, como un santo mandato de Dios y de la época, para poder botar el caletre de fuego que madrugaba en la ingle de aquella buena época del tiempo viejo. 
Si María Varilla lo hubiera conocido.
¡Ay! ¡María Varilla! ¡Ah! ¡María Varilla!
Qué gusto te hubieras dado
Desde el talón hasta las rodillas
Desde las caderas aceitadas y epilépticas
Hasta las trenzas, María Varilla. 
Porque Pacho, se venía grueso como un trueno. Después, bajaba, bajito. «Bajito, pero bien bajito» como en una conversación callada con las gaitas. Cóncavas las manos. Planas las palmas endurecidas. Frágiles. Temblorosos los dedos gruesos de las manos ágiles. Golpeaba el cuero y con las mandíbulas mascaba el ritmo galopante. Currucuteaba bajito y esperaba que el llamador asesante y las gaitas lánguidas resucitaran la noche. 
Entonces Pacho, venía y cruzaba el ritmo, igual que si tuviera tejiendo una garabatera con bejuco de cadena o malibú. Restregaba el cuero y levantaba el fondillo al tambor, como el miembro crecido y prehistórico de entre las piernas, buscando que el tambor acunara el eco y la tierra retumbara con el eco de su tambor. Así mismo lo recuerdo. Pujando como una hembra su tambor macho y alegre. Pujando como un tigre en la montaña. De adentro. De su entraña. De los hijares, de los jamelgos, de los sobacos, de los brazos, de las manos, de los dedos, de bien adentro, de la sangre, venía bajando su ritmo hasta la boca de su tambor. 
Que ahora no me digan, que por las noches y en el corazón de los velorios, le quitaba el cuero al tambor y le ponía un trapo rojo y que el tambor se oía más lejos. Que no me digan eso de Pacho Llire. Que eso sería volverlo de mentira. Pues yo mismo doy fe. Y muchos, que están aquí conmigo, también lo conocieron, y vieron su tambor encendido en las noches de cumbiamba, como un vendaval de fuego, como lenguas de candela, lava de volcán erupcionando, quemando el corpiño de las mujeres. 
Aglutinando una babazón en la garganta de los hombres, las ingles inflamadas. Los pezones calientes. La luna concupiscente. La noche, el ron, la rueda del fandango, la plaza en penumbra, la esperma chorreando. Pacho y su tambor y el ritmo, como un potro galopando por los infiernos. Por el mismo cielo de la cumbia. Por los callejones torcidos de Ovejas. Clavando el son de la vida hasta en las espuelas que calzaba a los gallos los domingos. 
Pacho domando los potros salvajes, tascándoles el freno. Pacho tocando el tambor por los lados de almagra. Peluquero en los alares de La cuadra. Pacho tumbando la palma de los caserones viejos, por una moneda de cobre y un trago de ron blanco. Pacho en madrugada con un golpe de perros  ladrándole en los talones. 
       
      José Ramon Mercado, Poeta
Pacho resucitado y redivivo en las embelequerías emocionadas de Toño Cabrera. En la garganta de turpia y de lavandera de pozo de Nacho Paredes. Pacho recordado de todos. 
En el día en que las gaitas de la región van a empezar un largo concierto de cera dulce y de cuero repujado. En este mismo instante del día y de la noche, ya habrá descolgado su tambor, como un sábado por la tarde, en que lanzaba su ritmo al viento, por las cuatro puntas del pueblo. 
Ovejas, Octubre 3 de 1985 

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