Don Pepe y el Peluquero
Por Miguel Facio Lince *
A pesar del Diploma de Abogado que colgaba en la pared de la sala, enmarcado en un cuadro de ancha moldura de color caoba oscuro, al doctor José de la Torre nadie en La Villa lo conocía con otro nombre que el de Don Pepe, diminutivo cariñoso cargado del respeto que inspiraba su reconocida rectitud. En medio de la pobreza que sobrellevaba con dignidad, su vida entera la había consagrado a la política, con la aspiración de ser Diputado de la Asamblea Departamental y ocupar luego posiciones administrativas que le permitieran escalar más altos escaños legislativos. Vestido siempre de blanco de pies a cabeza, liberal radical, pasaba horas enteras leyendo en voz alta y repitiendo de memoria con ademanes de tribuno los discursos más famosos pronunciados en el Congreso de la República en ocasiones memorables.
Una tarde en que descansaba en la hamaca del corredor, su esposa Luisa se le acercó con un telegrama en la mano. «Es de Cartagena», le dijo al entregárselo. Él se incorporó, y leyó y releyó entre incrédulo y emocionado, por cinco veces, el telegrama. No quería dar crédito a sus ojos, pero en su fuero interno se sentía con méritos sobrados para la designación que el Gobernador le comunicaba. «Ya era tiempo, le dijo a su mujer. Aquí lo tienes: mi nombramiento de Secretario de Educación. Para que se muerdan el codo los bandidos estos de La Villa». Luisa, mujer discreta y precavida, le pidió que no le contara a nadie lo del telegrama. «Tú sabes cómo es la gente de La Villa. Son capaces de mandar contra ti un memorial calumnioso».
Don Pepe se dedicó a preparar maletas a toda carrera. Se fue al almacén de un amigo y sacó al fiado zapatos nuevos de charol, corbatas y camisas. Don Cayetano, el sastre, copartidario incondicional, le dio a crédito un vestido de paño negro con saco cruzado. En la peluquería, Quique el barbero le cortó con más esmero que nunca el pelo lacio; y después de rasurarlo, le roció Bay-Rum con un atomizador por la nuca y las orejas. El cogote le quedó rojo como de gallo de pelea. En su casa, Luisa le cortó y limó cuidadosamente las uñas.
Al día siguiente Don Pepe se embarcó en «La Vencedora», para seguir por carretera en la madrugada hacia Cartagena. No fue poca la gente que se quedó en La Villa picada de curiosidad y recelosa por tanto misterio del viaje de Don Pepe. En el recorrido en la lancha, en los pueblos ribereños del río, los muchachos invadían la embarcación y asediaban a los pasajeros con sartas de huevos de iguana. A Don Pepe se le revolvieron sus aficiones de la niñez; y a no ser por su vestido negro impecable, no hubiera podido resistir las ganas de volver a comer huevos de iguana.
Hasta las dos de la mañana esperó sentado en una banca de la estación de buses la salida para Cartagena, y cuando al fin abordó el vehículo se desplomó rendido en uno de los asientos delanteros. Apenas se inició el viaje, cerró los ojos y cayó en un sopor en que soñaba entre despierto y dormido. Ya se veía en el momento de la toma de posesión del cargo, exponiendo con elocuencia su programa de realizaciones en el campo de la educación, ya arrellanado en el cojín trasero de un gran carro negro que desfilaba majestuoso por las calles de la capital. Pero en lo que más se recreaba, porque enviaría las fotos a La Villa para que rabiaran sus enemigos, era en verse enfocado por los fotógrafos en medio de la ceremonia de la posesión, al lado del Gobernador, los dos solos, sin mujer ni hijos ni parientes, ya que él no era hombre de esos embelecos y carajadas. Vencido al final por las contingencias del viaje y el peso de los años, lentamente se fue sumiendo Don Pepe en un sueño profundo que borró de su mente las delicias del poder ansiado.
Con gran sobresalto despertó a los gritos de: «¡Arepas!...¡Arepas de huevo!». Y se las embutían por las ventanillas del bus. Se dio cuenta entonces que estaba en Turbaco, en las afueras de Cartagena. El olor de los fritos calientes y la fatiga del viaje no le permitieron dominarse esta vez. Compró una arepa y se la comió con tanto apetito que saltó un chorro de la yema del huevo y le salpicó la camisa y la corbata. Sufrió una profunda contrariedad con el pequeño incidente, de pensar que iba a entrar en tales condiciones a la capital. Pero al reanudar el viaje el bus y aparecer repentinamente ante sus ojos Cartagena y su bahía, la belleza incomparable de la ciudad y del paisaje le hicieron olvidarse de las manchas de la ropa. Cuando el bus paró en la estación final, se quedó en su puesto mientras bajaba la demás gente. «¡El Tiempo!» «¡El Espectador!», gritaba un muchacho que le agitaba los periódicos ante su cara. «Dame los dos», pidió Don Pepe. Abrió uno y se puso pálido, mientras sentía que el cuerpo se le desmadejaba. En grandes titulares decía: «NUEVO GABINETE EN BOLÍVAR». Y por más que leyó y volvió a leer no encontró su nombre por ninguna parte. Acabó de convencerse cuando ojeó el otro diario. Como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza, permaneció largo tiempo sentado en el bus, con la mirada perdida a lo lejos. «Algo ha pasado», se decía. Y lo que más le dolía era pensar en la pobre Luisa. «Ella tenía toda la razón», se repetía una y otra vez.
Ni siquiera se bajó del bus, sino que en el mismo vehículo emprendió el regreso. En el camino miraba indiferente el desfile raudo de cosas que cruzaban por delante de sus ojos, mientras en su mente repasaba casa por casa de La Villa y las gentes que las habitaban. Al recordar la peluquería de Quique se le aclaró repentinamente todo. «El bandido del peluquero fue el del telegrama, se dijo. ¡Ese maldito es una víbora! ¡Con razón que mientras me motilaba tenía una risita que no me gustó nada!».
Del bus pasó a la lancha. En el viaje por el río le dieron ganas de tirarse al agua, pero se acordó de su mujer y empezó a serenarse.
Cuando «La Vencedora» atracó al anochecer en la albarrada, Don Pepe no supo ni quién le bajó la maleta. Atravesó las calles y llegó a su casa, donde Luisa lo recibió asombrada. Él la abrazó y por primera vez lloró con su esposa. Ella había presentido que algo pasaría, pero lo amaba tanto que prefirió callar y dejarlo ir. Ahora nada dijo, sino que lo besó en la frente. Él le comentó todo lo del viaje y lo del peluquero, sin poder dormir, pues lo obsesionaba la idea de reanudar ya la campaña política con más bríos que nunca. La noche la pasó hablando solo. Se haría Diputado en las próximas elecciones, para tener poder y quitarles los puestos públicos a todos sus enemigos. El bellaco del peluquero se las pagaría.
Al día siguiente cayó en la cuenta que Quique era el único barbero de La Villa y que no desempeñaba ningún cargo público, lo que le dolió de verdad, pues nada podía hacer contra él. «¡Qué vaina!», exclamó con cierta tristeza. «¡Pero ese desgraciado tiene que morirse primero que yo!...Mi madre si no lo entierro con un discurso mío!». Y por lo pronto se compró un par de tijeras y una barbera, para que su mujer lo motilara de cualquier modo, pues no volvería a pisarle la peluquería.
Quince años pasaron, durante los cuales Don Pepe vivió pendiente del discurso fúnebre para Quique, hasta que se regó un día en La Villa, la noticia del fallecimiento repentino del peluquero, que fue hallado muerto en la albarrada, donde habitaba en un cuarto oloroso a Bay-Rum y agua de alhucema, adornado con cuadros de mujeres desnudas recortados de almanaques. A la hora del entierro Don Pepe se conmovió con el llanto de las mujeres, que invadieron el cuarto deseosas de conocer por curiosidad cómo vivía un hombre soltero. Arrepentido entonces de sus intenciones, pensó que tal vez Quique no había sido el autor del telegrama. Seguidamente sacó del bolsillo interior del saco de su vestido de paño negro el discurso que había madurado durante tantos años y lo convirtió en pedacitos de papel que echó al río.
Miguel Facio Lince (1928-2004) |
A la hora en que el entierro de Quique llegó al parque, había ya tal cantidad de gentes en el desfile fúnebre, que Don Pepe resolvió pronunciar unas palabras de despedida en el cementerio y meterle enseguida el hombro a la caja mortuoria, con la esperanza de ganar con estos gestos de homenaje al peluquero muchos votos entre los amigos de éste. Cuando le soltaron el palo de las andas sobre el hombro, se frunció y se le escapó un peo silencioso, lo que lo hizo pensar: «¡Carajo! Cómo pesa este miserable, tan chiquito y delgadito…¡Debe ser por la lengua venenosa que tenía!». Desde el parque hasta el cementerio ninguna persona le quitó a Don Pepe la carga del ataúd, así que cuando llegaron hasta la bóveda con el cadáver y bajaron la caja, sintió una fuerte picada en la potra que tenía, y medio rengo, le pareció que se había herniado. El eterno aspirante a Diputado, el político y orador de La Villa, plantado frente a la tumba del peluquero reflexionó: «¡Qué vaina tan rara! ¿Por qué pesará tanto este chiquito? ¡Definitivamente, debe ser por la lengua viperina que tenía, carajo!...Es mejor no decir ya ningún discurso..¡Estoy seguro que este maldito fue el del telegrama!...»
*Miguel Fancio Lince: Fresco y Vital
Nació en Mompós en el año de 1928, entregado primero a la carrera de medicina y más tarde a la política, su obra literaria es escasa y ha pasado desapercibida entre nosotros. Primero fue una novela, Gamonales, publicada por capítulos en el Magazín Dominical de El Espectador; más tarde El Tiempo editó periódicamente su segunda obra: Mi tio Alberto.Ahora, y después de una primera edición que no sobrepasó los muros de Cartagena, Miguel Facio nos ofrece sus cuentos, 12 en total, en donde transcurre la vida real de personajes de su ciudad natal, contados en una prosa llena de gracia y frescura, que con mano de escritor recoge para nosotros los nutrientes de un rico acervo cultural.Instituto Colombiano de Cultura.
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