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domingo, 18 de octubre de 2015



 El Candado     
 Por Miguel Facio Lince

 Sinforoso Mendoza vio la luz del día por primera vez en una de las veredas de La Villa. Una fresca casona de palma sombreada por almendros fue testigo mudo de su niñez sin preocupaciones. 
Encaramado en el corral de varetas levantado a una veintena de metros de la casa, hacia las cinco de la tarde se divertía diariamente mirando cómo entraban al encierro una a una las vacas lecheras, mansas y acostumbradas al ritual infalible del ordeño por la madrugada. Allí el aire fresco del campo inundaba los pulmones con olor de boñiga mezclado con el de los árboles y las flores de taruya que cubrían la ciénaga cercana a la casa. Concluido el desfile de las vacas, con frecuencia le gustaba escuchar a continuación a su padre, don Toño, quien recostado en un taburete contra la pared, charlaba con alguno de los amigos que siempre lo visitaban por las tardes, para hablar de animales, tierras y negocios: 
—«Este muchacho, decía don Toño agitando el brazo zurdo en dirección a Sinforoso, será médico. Sí señor, será el mejor médico de La Villa. Este no se criará como yo, chapaleando barro en invierno y tragando polvo en verano en medio del ganado. A mi muchacho lo van a respetar, porque además de médico será profesor del colegio». 
Y para demostrar la aguda inteligencia de su hijo repetía el sonsonete de siempre: 
—«Sinfo, ¿cómo hace el toro?». 
Y Sinforoso mugía como el animal. 
—«Sinfo, ¿cómo hace el perro?». 
Y el muchacho ladraba y aullaba a la maravilla. 
—«Y ahora, mijo, ¿cómo hace el turpial?». 
Y el trino de Sinforoso competía con el de esos pájaros.

Y así imitaba a la perfección la variada fauna regional, hasta que por fin el padre exclamaba satisfecho: 
—«Fíjense cómo sabe de todo. Este hijo mío será grande, de lo que no hay vaina». 
  
Cuando estuvo en edad para estudiar, lo mandaban en burro todas las mañanas a la escuela rural. Pero como se le dio por pasarse el tiempo pintando animales en el tablero e imitando sus voces y sonidos, don Toño decidió contratar un maestro particular para que viviera en la finca. «De esta manera Sinfo no desperdiciará el tiempo en tantas pendejadas de esa escuela», decía el viejo. 
Cuando ya era piernipeludo y el maestro empezó a perder dominio sobre él y a desesperarse, su padre lo envió a cursar bachillerato en La Villa. Instalado en el internado del plantel, el muchacho añoraba su finca y lloraba en los primeros días al atardecer. Por eso el padre le permitía que en cuanta oportunidad se presentara invitara a los profesores y compañeros a la finca, «para comerse un sancocho con todas las de la ley», como decía el mismo don Toño, que irradiaba felicidad en tales ocasiones, al admirar a su hijo departiendo de tú a tú con profesores sabidos y cultos, a quienes se esmeraba en prodigarles todas las atenciones de su jerarquía educativa. 
Por este modo, a punta de paseos, comilonas y tragos, Sinforoso recorrió sin tropiezos, brillantemente, como era de esperarse, el bachillerato, desde el primero hasta el último año, pues sus profesores, agradecidos, no podían menos que exaltar su inteligencia. 
Logrado el título de bachiller y festejado durante dos días el trascendental acontecimiento, con las más elogiosas cartas de recomendación de políticos y del Rector y los profesores del colegio, del Cura y del Obispo de La Villa, Sinforoso arregló su baúl con destino a la capital, rumbo a la Facultad de Medicina de la Universidad. 
Desde ese día la fortuna de don Toño comenzó a mermar visiblemente, pues en los restaurantes y cabarets de la ciudad las cosas eran a otro precio, y las invitaciones colectivas de su hijo a los profesores universitarios resultaban costosas. 
Cada periodo de exámenes significaba para el viejo la venta de varias vacas. Pero Sinfo era bruto de nacimiento y de nada le valieron los agasajos académicos y dos años de universidad, pues del primero de medicina no había logrado pasar. Triste y abatido por el fracaso, Sinfo fraguó una nueva táctica para poder continuar sus estudios con buen éxito. Según decía después, fue la idea más genial concebida en su existencia. Sinforoso resolvió casarse. Pero con una mujer blanca, hermosa, sana y fuerte como para poder darle lo que demandaba la realización de su «genial» estrategia. Él sabía muy bien que en la universidad había ocho profesores rígidos e inexorables. Entonces, si se dedicaba a tener hijos y a medida en que fueran naciendo iba nombrando padrinos de los niños a esos profesores implacables, con seguridad que los ablandaría con un vehículo superior a las exigencias de la cátedra. 
Durante ocho años consecutivos la pobre mujer de Sinfo se vio alternativamente inflada y vaciada, para que su marido pudiera al fin culminar su carrera de médico, lenta y angustiosamente, con el honroso compadrazgo de ocho profesores insignes y el rimbombante festejo de ocho bautizos, que casi terminan con la abundante vacada de don Toño. Con el diploma de médico embaulado, la mujer enflaquecida al lado y la recua de hijos detrás, el Doctor Sinforoso Mendoza Santamaría emprendió el regreso a la vereda, donde lo aguardaba un padre orgulloso y tembloroso de emoción. El pueblo entero lo recibió con cabalgatas y bandas de músicos y ron por cántaras. Fue una sola parranda de una semana completa, durante la cual el doctor Mendoza no dejó un solo día de imitar todos los animales de la región, como en sus mejores tiempos de la niñez. 
El doctor Mendoza colgó su diploma en la sala de la casa. En hilera desfiló todo el pueblo por delante del título de médico. Luego que la gente terminó de saciar su curiosidad y admiración, el doctor partió en el mejor de sus caballos, vestido de blanco íntegro, como correspondía a un galeno, rumbo a La Villa, para departir con sus colegas. Allí, al calor de unos rones, lo acosaron a preguntas capciosas y malévolas, que los médicos de La Villa le tenían cuidadosamente preparadas. Lo pusieron a tragar en seco, pues el pobre Mendoza no sabía ni de lo que le estaban hablando. Cuando más incapaz de responder se mostraba, más aturdido y borracho se veía. Sin poder contener las lágrimas, montó su caballo y regresó a su vereda. En el camino iba reflexionando: 
—«Estos pendejos se las tiran de sabios. Lo que han aprendido son términos rebuscados y nombres raros de cosas insignificantes, para simular ciencia. De todos modos, no me quedaré en La Villa, porque se dieron cuenta de que yo no sé nada. ¡Pero ellos también son unos ignorantes, carajo! 
De acuerdo con el padre decidió dejar la familia en la casa e irse solo para ejercer en un pueblo donde no lo conocieran. Uno de sus compadres de la universidad le consiguió un puesto de médico rural en un pueblito que hasta entonces supo que existía. 
Empacó su diploma junto con los demás chécheres de la profesión y se encaminó al sitio destinado, donde se instaló en el Puesto de Salud, al lado de la iglesia, diagonal a la esquina de la botica de Felipe Serpa. Inmediatamente inició el ejercicio de la profesión, pero con tan mala suerte que hombre que recetaba, hombre que moría. Los viejos del pueblo, aquejados con los achaques de salud propios de la edad, empezaron a desparecer como por encanto en cuanto iban cayendo en manos del doctor Mendoza. 
Felipe, el boticario, reclinado sobre el mostrador cuando no estaba machacando maquinalmente polvitos en su mortero de loza, no hacía otra cosa que mirar incansablemente hacia el Puesto de Salud, mientras no se hallaba ocupado en vender algún remedio. No le gustaba ese médico nada, pero nada… Aconsejados por él y por la propia experiencia que dan los años, los viejos que aún quedaban resolvieron no dejarse ni ver del galeno. Se escondieron y no se atrevían ni a quejarse de los males que sentían. Pero entonces comenzó la mortandad de la población infantil, después que pasó una más de las anuales inundaciones del pueblo por el río. 
Niño que pisaba el Puesto de Salud, niño listo para el entierro. Felipe veía desfilar cajoncitos blancos y oía doblar las campanas de la iglesia  día tras día; y mientras seguía machacando en su mortero, no dejaba de pensar: «¡Este médico es una vaina! Algo extraño tiene…» Cuando ya casi el cura no alcanzaba a enterrar a todos los pequeños que morían, el boticario llegó a la conclusión de que era necesario acabar con «Herodes», como apodaban al doctor Mendoza. Inmediatamente puso en práctica el plan madurado por él. Pagó unos pesos a una pandilla de muchachos y los mandó a desfilar a toda hora por delante del Puesto de Salud y a gritar:
«¡Herodes!...¡Tegua!...¡Mediquito!...» 
Sinforoso se escondió en el Puesto de Salud. Ni siquiera se asomaba a ver la plaza, ni echaba una ojeada a la iglesia, ni se atrevía ir al cine del pueblo. y mucho menos volteaba a mirar hacia la botica, porque adivinaba que Felipe era el instigador de la maquinación contra él. 
A pesar de todo lo previsto, Sinforoso no se marchaba. Entonces el boticario, el Cura, los notables de la población acordaron que era necesario terminarlo como médico, inmovilizarlo en el Puesto de Salud: 
«Si no lo encerramos, acaba con el pueblo». 
Por ello al día siguiente por la mañana el doctor Mendoza no pudo abrir la puerta del Puesto de Salud. Se asomó por la ventana y observó un par de argollas con un gran candado que le impedía la salida. Con un martillo rompió la puerta y se libró del encierro, mientras pensaba rabiosamente: «¡Esto tiene que ser obra del maldito boticario!». 
Pero no había terminado bien de abrir el Puesto de Salud cuando el desfile de muchachos lo hizo encerrarse de nuevo a los gritos  de:«¡Herodes! ¡Matasanos…¡Lárgate de aquí!». 
Sudoroso, con sensación de frío y desvanecimiento, el médico se dejó caer en una mecedora. «Este pueblo es malo, se decía. No sé por qué, tengo la seguridad de que el culpable de todo es Felipe. Desde que lo conocí le noté la predisposición en contra mía. Pero no puedo ni recetarlo, porque el maldito es inteligente y no me acepta nada…»  
Al siguiente día amaneció otro candado más grande pegado en la puerta del Puesto de Salud. El boticario, con una risita de satisfacción, sin dejar de moler mecánicamente algo en su mortero, por encima de las antiparras miraba fijamente hacia el Puesto de Salud, pendiente del candado. 
A medida que el tiempo transcurría, de rato en rato interrumpía su monótona tarea tras frotarse las manos con entusiasmo. Parecía que el medicastro se daba por vencido, porque no mostraba señales de vida. 
Sin embargo, para mayor seguridad del bien éxito de sus propósitos pensó que era menester dar un empujón final y que había llegado la hora de enfrentar a los dos poderes del pueblo: la religión y la ciencia, el Cura y el médico. 
Se buscó el folleto que Sinforoso había elaborado sobre medicina preventiva, copiado quién sabe de qué libro extranjero, y se lo remitió al párroco. Este no terminó de leerlo cuando lo arrojó con desprecio en el canasto de los papeles: 
«¡Habrase visto!», decía excitado y paseándose de un extremo a otro de la pieza. ¡Cómo si estuviéramos en Estados Unidos o en Suecia! ¡Ya me huele a cacho eso de motivación de las gentes, factibilidad, cobertura y el palabrerío de esnobismo que usan para todo! ¡Cobertura!...el único que cubre en este pueblo soy yo, porque soy el pollo!...¡Aquí lo que nos hace falta es un albañil para que haga un pozo público para acabar con las diarreas y los médicos! ¡En seguida voy para donde este Mendocita». 
Atravesó la plaza solicitaría y polvorienta y se encaminó hacia la botica, donde pidió la llave del candado a Felipe, que se relamía de satisfacción al ver al párroco tan exaltado, y que con tanta prisa se dirigía al Puesto de Salud.  
Al abrir la puerta el Cura encontró a Sinforoso arrinconado en la mecedora, pálido y silencioso: «Mendoza, vamos a hablar, pero no como ministro de Dios yo, ni tú como médico. Me quito la sotana (y la tiró sobre una silla) porque ahora vamos a hablar de hombre a hombre». Sinforoso permaneció mudo, sin fuerzas ni para asentir ni para negarse. El Cura se condolió del hombre y sintió compasión de verdad.
«Mira mijo, dijo cambiando de tono. Yo no soy una santa paloma. A las mujeres de este pueblo me las parrandeo cuando quiero. ¡Pobres maridos!...Para decirte más: no sé ni cómo rezar, ni entiendo latín, ni creo en Dios ni en el diablo. Creo más bien que no hay pecado que no haya cometido en mi vida. Pero tú cargas con el peor de todos: estás matando a los niños…» 
Sinforoso se soltó a llorar y se reclinó en el hombre del cura. «Tiene razón en cuanto está diciendo, Padre. No soy médico a pesar de mi título. Soy un tegua, Padre…¿Pero qué quiere usted que haga?.…» Al observarlo tan empequeñecido, el Cura experimentó una profunda lástima por Sinforoso. 
«Hermano: quiero que te encuentres a ti mismo y halles tu felicidad, pero en lo futuro y en otro sitio. No debes continuar más tiempo aquí, porque tu vida misma correría peligro. Nadie sabe de qué es capaz un pueblo desesperado…Te voy a dejar el Puesto de Salud con el candado abierto…» Y se alejó con lágrimas en los ojos. 
El médico, abandonado de todos, en cuclillas por delante de su baúl, buscó en el fondo y sacó su diploma enmarcado. En letras góticas que parecían bailar ante sus ojos empañados por la tristeza, releyó una más de tantas veces desde el día en que dejó la universidad: Sinforoso Mendoza Santamaría-Doctor en Medicina y Cirugía General. 
Inmóvil, durante largo tiempo rememoró su vida de estudiante de bachillerato y de profesión. Salió de su mundo del pasado cuando una llamarada verdosa y un estampido seco estallaron repentinamente, al tiempo que pesados goterones de agua se dejaban oír al caer de lleno sobre el techo de zinc del Puesto de Salud. 
El torrencial aguacero que se desgajó duró toda la noche, hasta bien entrada la tarde del día siguiente, cuando en la misma forma como comenzó, de repente paró de llover y el sol lució con toda su brillantez. 
Con chirrido de viejos bisagrones el Cura abrió de par en par las puertas de la iglesia. Salió del atrio, escudriñó con mirada inquisitiva el cielo límpido y examinó con vista complacida la plaza del pueblo, cubierta de arena amarilla reluciente, todavía sin hollar por la planta de los hombres ni las bestias. 
         
         Miguel Facio Lince, Fresco y Vital
De pronto sus ojos tropezaron con las puertas abiertas del Puesto de Salud, y el Cura bajó la mirada con un ligero estremecimiento. ¿Milagro?, pareció preguntarse a sí mismo. Pero sin dar las gracias siquiera, se acordó fue del boticario. 
Felipe también se había apresurado a descorrer las trancas de la puerta de la sala en cuanto dejó de llover. Pero su mirada no hizo sino dirigirse inmediatamente hacia el Puesto de Salud. El corazón le saltó de contento cuando lo observó abandonado, aunque al contemplar solitarias las argollas de las puertas, su alegría se trocó en una sorda irritación que lo hizo exclamar: 
«¡El maldito tegua se cogió mi candado!»           

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