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viernes, 30 de mayo de 2014

RINCÓN DE LA MAGALLANERIA...

                     NADA ERA POLÍTICA…


Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Juan Manuel Santos, Candidato
Óscar Ivan Zuluaga, el Contrincante
A los siete años,

Nada era política,

Era un pensamiento llano sin curvaturas,

De días y noches que se turnaban con justo acuerdo,

Dejábamos que las cosas rodaran como las hojas de papel...

Que quedaban a merced de las brisas de febrero y marzo,
No nos importaba el tiempo,
Nada nos hacía,
No le temíamos y lo dejábamos suelto,
No importaba si corría y se detenía para esperar
Que los más viejos de la cuadra lo alcanzaran con la muerte,
Esta era una señora muy extraña,
Casi nunca la veíamos,
Pero le temíamos,
Y a la vez sabíamos que ella llegaba a distancias muy lejanas de nuestra estada.
Jamás pensábamos en síntomas de enfermedades,
Las podíamos apreciar en los que caminaban con el ceño fruncido,
Renegando de la vida y de las oportunidades no apreciadas
En tiempos muy pasados.
Nada era política.
Tal vez mirábamos el carnaval,
Nos alegrábamos de ver los que se disfrazaban de políticos.
Toribio se ponía su camisa roja y gritaba:
¡Viva el partido!
Valeriano en silencio votaba por su partido.
No se había prendido la violencia
Generada por los que leían letras entre dientes.
Había muerto Gaitán,
Pero los compadres se perdonaban.
Los mayores usaban la palabra por la firma de papeles
Y continuábamos creyendo en la bondad de la Urbanidad
Ahora miramos a los mayores sin la alegría de la política,
De eso que ellos, llaman así.
A los siete años
Jugaba sin el temor de las motos,
Sentía el ladrido del perro
Como la voz del amo
No conocía la política
Y apreciaba el olor de la patilla
Cuando se mezclaba
Con el respiro de los peces
Dábamos papaya al amigo.
Las aguas eran más libres
No se le temía a la lluvia,
Se le cantaba con coros
De barro y cáscaras de arroz.
La lotería jugaba con las manos
Libres y los periódicos jugaban a la peregrina
Sin los tejos de la corrupción.

lunes, 26 de mayo de 2014

DE UN PAÍS EN PUGNA...

LA ESPERANZA URIBISTA

Rafael E. Yepes Blanquicett
Los resultados electorales del pasado domingo 25 de mayo, reviven las esperanzas de Álvaro Uribe Vélez en regresar al poder «en cuerpo ajeno» a través de su candidato títere, Oscar Iván Zuluaga, quien, así lo quiera, no podrá desviarse ni un milímetro de la propuesta de su temible «patrón», «el Señor del Ubérrimo», porque ya sabe lo que le pasará: lo mismo que a Santos o quizás peor. 
El Centro Democrático es el partido de Uribe creado para tal fin y a fe que lo conseguirá si no votamos en la segunda vuelta por el candidato-presidente Juan Manuel Santos. 
Uribe-Zuluaga ya lo dijo: «De llegar a la presidencia, el 7 de agosto suspenderé de inmediato el proceso de paz con las Farc», y es probable que, si el 15 de junio gana «el Zorro», sean las mismas Farc quienes lo suspendan, volviéndose a la situación de violencia de hace más de cincuenta años. 
Por todo lo anterior, se hace necesario que los polistas, los progresistas, los verdes, los upecistas, los indecisos, los votoblanquistas, los abstencionistas y los conservadores no uribistas voten en esta oportunidad por Santos, para asegurar el éxito de los diálogos de paz con los alzados en armas y por la continuidad del sistema democrático en nuestro país. 
No apoyar a Santos, votar en blanco o abstenerse, en estos momentos no tiene razón de ser, pues, o se está a favor de la paz o en contra de ella, a favor del fin de la guerra o de una guerra sin fin, a favor de la democracia o de la autocracia, y es un hecho que quienes se abstengan de votar o voten en blanco otra vez, le estarán haciendo «el favorcito» a Uribe-Zuluaga, es decir, a cuatro años más de falsos positivos, chuzadas, agroingreso inseguro e inseguridad «democrática».
Si ya lo hizo una vez, ¿por qué no ahora?Después, no se quejen.
 
Reflexión Yepesiana: Algunos despistados políticos creen que en Venezuela existe un sistema socialista igual o parecido al de Cuba. Tamaño error, pues Venezuela es un país capitalista gobernado por un partido que se dice «socialista-bolivariano», elegido democráticamente. Allá todavía existe la propiedad privada, esencia del capitalismo. Lo que ha habido son expropiaciones y confiscamientos por parte del gobierno «bolivariano» para «beneficiar» a los más pobres, en un intento por parecerse a Cuba. Es lo mismo que...

martes, 20 de mayo de 2014

DE EL NOVELÓN COLOMBIANO..

En una Esquina, Oscar Ivan Zuluaga y, en la otra…

Por Gilberto García M
 ¿Qué les diremos a nuestros hijos cuando explorando en esta edad difícil de la infancia y con la curiosidad propia de la edad los muchachos aborden al padre queriendo saber por qué unos señores que dicen ser la salvación del país constantemente se están insultando y lanzando dardos de un lado y del otro? 
 «Cómo han cambiado los tiempos», dirán los abuelos. 
Y es que ahora la mala virtud se premia con una vida pública rodeada de jugosos contratos, de codearse con los personajes que ostentan el poder y esperar hasta una próxima «elección» para volver a premiar al mismo mentiroso personaje para que siga fomentando la mentira y la polarización de la sociedad colombiana… 
Los candidatos a la Presidencia deben ser unas personas no solo preparadas profesionalmente sino transparentes a la hora de regir los destinos de una nación. Cualquier hecho anómalo que surgiere en su camino debería castigársele en las urnas ya que la justicia continúa cojeando. ¿Cómo es posible que se utilicen los dineros públicos para comprar adopciones a sacar una ley que beneficie a determinado candidato? Y hablan con propiedad de la mermelada como si se tratara de un chisme de una plaza de mercado. 
¡Hasta dónde hemos llegado! Ya el padre de familia no sabe qué decirle a los hijos. Habría que exhortar a los canales de televisión para que a la hora de transmitir una entrevista con algunos de estos protagonistas del Gran Novelón Colombiano, el canal predisponga a la audiencia diciendo que el menor debe estar acompañado de un adulto o sencillamente que los mensajes no son recomendables para él.  Jamás en cualquier país a un asesor de imagen como J J Rendón se le debe contratar cuando el trabajo que realiza es enlodar la imagen del otro con un mundo de patrañas que lo tienen viviendo fuera de Venezuela y disfrutando de sus acciones mal habidas. 
El término de «Guerra Sucia» no debería aparecer en ninguna campaña de cualquier candidato. Quienes aspiren a llegar a la Casa de Nariño, en cambio, deberían preocuparse, eso sí, de convencer y conquistar con propuestas y debates al posible sufragante. En vez de actuar como personas del montón deberían estar devaneándose los sesos para mejorar no sólo la vida del colombiano sino de potenciar a Colombia en el ámbito internacional, traer inversionistas que creen numerosos puestos de trabajo. 
Da tristeza que un Presidente Candidato como Santos recurra a las estrategias y patrañas de J J Rendón—especialista en la «Guerra Sucia»—para tratar de que los colombianos este 25 de mayo lo reelijan. 
Da grima también que Oscar  Ivan Zuluaga haya caído en el juego. Y si ambos tienen algo que ocultarle al país, ¡ay, pobre de sus ciudadanos…! 
Por ultimo: ¿Qué les responderemos a nuestros hijos cuando en algún canal de televisión anuncien con anterioridad que van a pasar la entrevista de alguno de estos personajes del Gran Novelón Colombiano? 
Los lectores tienen la palabra.  

sábado, 17 de mayo de 2014

RECEPCIÓN DE CUENTOS

EL MUERTO ENDOSADO
Por Gilberto García Mercado
Santos de Los Pobres se encontraba bajo la lluvia.
Cuando el conductor del autobús manifestó, «estamos entrando en Santos de Los Pobres», Alejandro Arriero experimentó una sensación como de alivio.
 
Los demás pasajeros despertaron cuando el conductor de nuevo agregó: «Estamos entrando en Santos de Los Pobres». 
Y fue como si el alma les volviera de nuevo al cuerpo, pues de inmediato se dispusieron a abandonar el vehículo. 
De los viajeros quedarían el conductor y su asistente, pues los demás se fueron bajando en las esquinas, refugiándose del aguacero torrencial en los sitios abiertos a esa hora de la mañana. 
Como fue el último en descender, el conductor venía observándolo por el espejo retrovisor. 
—Y, tú, ¿dónde te quedas? —preguntó el hombre. 
—Me deja en la plaza— respondió Alejandro Arriero. 
El autobús se deslizaba sobre una cinta asfáltica. En dos minutos estuvo en la plaza... 
El hombre descendió y caminó bajo el paraguas. A esa hora los lugares abiertos eran la iglesia, la estación semiderruida de la policía (cosa que ya no asombraba) y uno que otro tendero madrugador. 
Escogió la iglesia. 
Por algunos fieles se enteró que el alcalde y el sacerdote  habían sido secuestrados por la guerrilla. Allí se hallaba la ocasión para escribir una crónica. De tal manera que no importaban las penurias del viaje si conseguía su objetivo. 
Santos de Los Pobres parecía sucumbir ante la tempestad. La lluvia descomponía el ámbito solemne. La iglesia, abiertas sus puertas de par en par, daba una apariencia sombría. Como si los fieles esperaran la súbita aparición de El Mesías cuya misión sería juzgar el mundo. 
Alejandro Arriero indagó si además del alcalde y el sacerdote había otros plagiados, pero nadie le dio una respuesta coherente.
Esperó, quería darle fuerza al relato.
 
Una mano deslizó sobre sus ropas. Desbarató las gotitas acumuladas sobre el pantalón, el paraguas le había ido protegiendo de la cabeza hasta la cintura, por lo cual su húmeda apariencia no le preocupó. Se enamoraría en estas vacaciones de la grabadora y su cuaderno de apuntes. Exigiría al director quince días para investigar. Aquello le rondaba como una idea loca desde la redacción en La Nación. ¿Dónde estaba sepultado el cura De la Torre? Aún recordaba las imágenes en la televisión, decenas de combatientes honrando al gran líder rebelde quien murió de viejo en algún lugar de las indómitas montañas. 
El hombre, sin embargo, piensa una cosa, y Dios dispone otra. No fue sino que descendiera en Santos de Los Pobres, y entonces contemplara una patrulla del Ejército Nacional, para que la idea de encontrar la sepultura de De la Torre se relegara a un segundo plano. 
Los soldados en impermeables bajaron de los vehículos un bulto negro en la plaza. 
Así como llegaron se fueron, sin voltear la cabeza y pedir siquiera una bendición. Cuando los soldados se fueron, la parroquia se sumergió en la visión del Mesías que venía a juzgar el mundo… 
Luego de la toma, según pudo constatar, Santos de Los Pobres adquirió una pesadumbre reflejada en cada casa, cada ladrillo era un monumento a las ruinas, a los escombros, a la pobreza. 
—Me encanta el caso—le había dicho por teléfono al jefe. —Los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen. 
—Tú, y tus ideas locas—murmuró el Director. 
La lluvia caía a cántaros. 
En la oficina los policías bostezaban y jugaban dominó. Un relámpago se reflejó en la vastedad de Santos de Los Pobres, y algunos pensaron que habría lluvia para rato. 
Se compenetraron hasta el punto que olvidaron todo. Cuando otro relámpago anunció las nueve y media, se acordaron otra vez del bulto negro. Y fue como si el corazón que esa mañana era de piedra se estremeciera por el olvido. 
Otro destacamento de soldados pasó por allí y observaron el bulto negro. Esta vez se detuvieron menos tiempo, gritaron obscenidades y se perdieron por una calle de Santos de Los Pobres. 
Fue entonces cuando un sentir supremo se robó la calma. Los fieles orando por la libertad del cura y el alcalde eran amos de una soledad recóndita. Deseaban vencer la petrificación, y dejar de ser estatuas de sal por cinco o diez segundos. 
En ese intervalo vencerían el deseo, aunque se mojaran en el intento, de alcanzar el bulto negro en la plaza, bajo aquella borrasca impetuosa, y con la singular conducta de dos destacamentos de soldados que en sus impermeables, los primeros abandonaron el bulto negro, y los segundos, con rostros severos, se conformaron con abrirlo, lanzar escupitajos a uno y otro lado, y abordar el vehículo no sin antes lanzar frases obscenas contra aquel bulto negro.  
Mientras se esfumaban las esperanzas, de que esa mañana la lluvia aflojara, el mundo caía en el desencanto. 
De un momento a otro las penumbras se abalanzaron sobre las ruinas y escombros, y hubo que hacer un gran esfuerzo para saber que la noche se anticipaba. Y, en la iglesia, los fieles y devotos con el corazón como de piedra. Y, de inmediato la tercera patrulla de los soldados con los potentes reflectores de sus vehículos alumbrando el bulto negro en la plaza, y un sargento formando tremendo alboroto. 
—A este muerto no lo quiere nadie—gritó con gran estruendo—Será mejor que lo echemos al río. 
Lo habían encontrado en los faldones de la Sierra. 
Los soldados lo pasearon por los pueblos circunvecinos para ver si alguien lo identificaba. 
Y al contrario de lo que se imaginaran los soldados todo el mundo lo conocía. 
—Vivió como un año en el pueblo—agregó alguien. —Llévenselo. Ese tipo no merece que lo entierren aquí. 
Así se fueron paseando a su muerto. Encontrándose de repente, en Santos de los Pobres... 
Ahora el bulto negro estaba allí, abandonado en la plaza, sintiéndose la descomposición avanzando con la noche, sin que nadie derrame una lágrima. 
Entonces cuando salga el sol, y ya nadie resista el hedor del cadáver, y cuando octubre señale una tregua, entonces seguro que los habitantes del pueblo dirán a los soldados: 
—Llévense a ese muerto, ese señor no merece que lo entierren aquí. 
Y, Alejandro Arrieros, húmedo, triste, metálico—en la iglesia—preparándose para escribir el relato.    

martes, 13 de mayo de 2014

PRÓLOGO A LA OBRA DE JOSÉ RAMÓN MERCADO

LA METÁFORA DEL PADRE Y EL ADVENIMIENTO DEL SUPERYO
                                                     Padre Richard Nieto González
José Ramón Mercado, Poeta Vital
Cuando un poeta prolífico como José Ramón Mercado Romero decide escribir sobre su padre, no lo hace para refrendar su fama de buen o mal hijo; más bien, lo hace como una catarsis literaria de escribir con luz en lo más intrincado de sus sombras. La escritura y la literatura son en sí un acto terapéutico primitivo, sublime y redentor. Es lo más parecido a la espiritualidad. Así lo hizo Mario Vargas Llosa en su libro El pez en el agua, en su primera parte que tituló: «Ese señor que era mi papá». Allí confiesa: 
«—respondió él:—¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti? Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión».Este poemario de José Ramón revela lo que ya Franz Kafka en Carta al padre, en noviembre de 1919, desveló con una enorme creatividad literaria y con una sinceridad a toda prueba: 
«Si bien mi vanidad y mi amor propio sufrían con ese saludo, ya famoso entre nosotros, con que recibías mis libros: ¡Déjalo sobre la mesa de luz! (casi siempre estabas jugando a los naipes cuando llegaba mi libro), en el fondo eso me agradaba, no sólo por mi maldad no saciada todavía, no sólo por el placer de esa nueva confirmación de mi concepto acerca de nuestras relaciones, sino antes que nada porque aquella fórmula me sonaba como si dijeras: ¡Ahora eres libre!». 
Así es este poemario: una metáfora de la libertad…una metáfora del padre. Una metáfora de reminiscencias, reconstrucciones históricas y existenciales de sinsabores paternos encubados desde la niñez. Esta obra es como una especie de autoanálisis del diván, de una autorredención religiosa, o como el autor mismo lo dice, un «desentripar» laberintos amargos y dulces al mejor estilo de las visiones del libro de Daniel y del Apocalipsis en la Biblia. Pero sobre todo, los poemas son una anagnórisis aristotélica, una mayéutica socrática, una catarsis freudiana, y tal vez algo más sublime que todas las anteriores. Todos necesitamos desentrañar las amarguras y las frustraciones que desconocemos de nosotros mismos. Esto es lo que Jung denomina sombra. Y la sombra es todo aquello que desconocemos de nosotros mismos y nos pone en clave de búsqueda permanente. Este es el objetivo de los poemas de Mercado Romero, y así lo deja entrever en el poema «Tala»: 
«Y después de la mítica errancia/ Cuando el poeta murió/Y en las noches perplejo/Me iba descalzo por el patio/De la casa insomne/A buscar la sombra del padre/Reclinada al árbol donde estuvo/Y el tiempo/Había talado el árbol/ Su sombra/Y los recuerdos». 
Padre Richard Nieto
La frecuencia de la utilización de las palabras marca el esquema mental subyacente del poeta: Recuerdos, caballo, sueños, soledades, silencios, muertes, sombras, memoria, amargo, miedo y bestia. Estas son las palabras que más aparecen como claves en cada poema del autor. Pero las palabras significantes de mayor huella mnésica son «recuerdos» y «caballo». Estas contienen a las demás de manera significativa y armónica. Por su parte la palabra «recuerdo» siempre está referida a su padre y a su infancia. Aparece en muchos poemas con un profundo sentido doloroso, así lo manifiesta el autor: 
«Este recuerdo retenido, que desentripo» («Relación de las diferencias»). 
Y en este otro donde reprime sus dolores y sus lágrimas: 
«No voy a derramar una lágrima frente al recuerdo». («Balada del padre ausente»). 
En el caso de la palabra «caballo» es toda una simbología paterna de lo amargo, del silencio, de los olvidos, de la crueldad, de la dureza y de las frustraciones. Así lo expresa el autor cuando dice: 
«El caballo de mi padre era más noble que él/Aunque el padre sentía el caballo en su respiro/La bestia era el viento/Él lo amaba más a que todas las cosas». 
En el poema «Balada del padre ausente» manifiesta lo que siente y lo que percibe de su padre: 
«—el padre era de acero inconmovible—»En el mismo poema sigue manifestando su sinsabor:«Días después me capturó dormido entre matorrales/Hizo su escarnio en la calle sobre su caballo enjaezado». (Balada del padre ausente). 
Y en otro poema afirma la vocación del caballo y de su padre: 
«Mi padre sólo oía el relincho de su caballo/Nadie tuvo tanta vocación por la soledad como él». («Retrato del padre»). 
Como vemos, para el autor no hay otro camino posible, en las mieles amargas y en los sinsabores de la infancia, sino la autorredención de los recuerdos y la auto epifanía de los silencios, las palabras de la culpa, de la angustia y de la depresión se deslizan como significantes de una misma amargura. Cada palabra escrita y pronunciada lleva en su significado lo siniestro y lo ominoso, pero también la exaltación: 
«Uno recoge lo que siembra a tiempo/—El que siembra vientos recoge tempestades—/Nadie se salva por otros vivientes inservibles/Uno se salva por sí mismo/Si disfrutas tus sueños como una realidad/Puedes creer/Que estás salvado para ti mismo sin disquisiciones». («Disquisiciones del padre»). 
Ovejas, Sucre Tierra de Gaitas
En la infancia como en la vida adulta buscamos, por una parte, sacudirnos de nuestras sombras paternas, y por otra, encender una luz entre las sombras. Vivimos una ambivalencia persistente. Una especie de dialéctica existencial entre la iluminación y la difuminación de la oscuridad. Pero en el fondo es quizás un equilibrio dinámico existencial de dulzuras y amarguras, de amores y odios, de alegrías y tristezas, de triunfos y frustraciones, de maldades y bondades, de sabores y sinsabores. Así se manifiesta el autor refiriéndose a su padre en los siguientes versos: 
«Padre/Viejo pastor de búfalos y palomas/Te recuerdo/Soñando las canciones/Desatadas/En amargas mieles» (…) «Te recuerdo/Tragando todos los silencios/Y la llave abierta de tu indiferencia/Cayéndonos/Como una agua amarga» (…) «Oh, padre/Viejo pastor de búfalos/Y palomas/Qué amargo eras» («Mi padre era una agua muy amarga»). 
Para el autor no era fácil dialogar con su padre, lo cual lo angustiaba y perturbaba más. Él mismo lo reconoce en su poema «Un cuento de mi padre»: 
«Yo casi nunca podía hablar con él». 
La manera como el padre lo trataba no era con desamor, sino con dureza pedagógica, casi espartana para hacerlo un luchador en la vida. Pero el poeta, a pesar de su dolor, se mantenía en pie como un guerrero heráldico construyendo la palabra: 
«Dias después me capturó dormido entre matorrales/Hizo su escarnio en la calle sobre su caballo enjaezado/Hizo todo lo que pudo maniatándome como un reo/Con hicos doblados en cuatro cantos de cabuya/No alcanzó su furia a doblegar mi alma indómita/ —Tú tienes el deber de ser valiente/ Me abstuve ante el llanto esa vez/Fui austero ante el castigo injusto entonces/Ahora/No voy a derramar una lágrima frente al recuerdo». («Balada del padre ausente»). 
El dolor no sólo era en la piel, sino en las entrañas. Las ausencias y olvidos del padre eran demoledores, quizás más profundos que los golpes y cabuyas amarradas en las manos. No hay cosa más dolorosa que la indiferencia del padre: 
«Y tú/Recio inconmovible/—Como una roca—/Y tu pecho de búfalo/y tu pelo disuelto/Y tu silencio hablándonos/Nos entretenía de modo extraño/Y no comprendíamos/Tu silencio obsesivo/Y ese largo sueño de olvido». («Mi padre era una agua muy amarga»). 
En los deseos oníricos ambivalentes de la infancia surge como un advenimiento triunfalista destronar el poder del padre. Esta es una amenaza constante. El desafío es refrenar el goce malvado y polimorfo de la sustitución del padre. Esta es la lucha persistente del poeta: 
«El padre se murió de pronto/Y se alegraron las campanas». («Tríptico del amor paterno»). 
El deseo continúa como un goce prohibido del autor: 
«Huimos de la casa al madurar el tiempo/Cuando volvimos fue a enterrar la voz del padre». («El fantasma del padre»). 
Los recuerdos más tiernos que se tienen de la niñez son los abrazos y los besos del padre, sobre todo si somos varones. Cada beso y abrazo del padre es un derroche de identidad, seguridad y felicidad que estructura lo que somos o desestructura lo que nunca seremos. Por ello la búsqueda es insaciable e inefable: 
«Aquel hombre nunca nos besó la frente en el recuerdo/Nunca escuché en el eco de su voz nimbada/El manantial de una frase inasible/Que enjugara el torrente de miedo/De la infancia/¡Hijo amado! ¡Hijo mio!». («Final de la escena paterna»). 
El amor o desamor del padre dejan una huella mnémica en nuestra existencia, la mitigamos incesantemente de muchas maneras, pero ahí queda como una cicatriz en nuestro cuerpo que sólo nos recuerda que el pasado fue real: 
«El padre/Viejo Bocaccio del vino y del amor/Todos los días/—Casi siempre—/Tuvo el prestigio/De ser un hombre/—Cruel y duro—/Como una herida abierta/Y supo amargo/Hasta el amor/De pan dulce que nos repartía». («Tríptico del amor paterno». 
La figura del padre en la poética de Mercado Romero es una experiencia perturbadora pero a la vez redentora. Es esa lucha interna por ocupar el puesto del padre de manera incesante y triunfalista. 
«Era un hombre de palabra dura/Y probada ternura hasta la lágrima». («Retrato del padre») 
Pero también en esa ambivalencia intrincada en el alma, surge un torrente de agua ante un desierto expansivo que empapa con ternura y dulzura la vida del poeta. Todos los pergaminos, coronas de laureles y reconocimientos logrados por el autor en el campo de la Literatura, son inspiración divina del padre enquistado en su memoria y en su corazón. La herencia del padre no fue la Estancia de Naranjal, ni siquiera la Casa entre los árboles, sino las lecturas del Quijote de la Mancha: 
«Según la versión más aceptada/de mi parte/Mi padre leyó dieciséis veces/El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». («Testamento»). 
Y continúa recordando: 
«Mi padre decía de los poetas sólo lo inefable/La labor de la palabra le era imprescindible». («Apología de las predicciones»). 
Con este acervo emocional surge el destello del superyó como imperativo  de goce irónico hacia el padre como estrategia polimorfa de éxito y de triunfo: 
«Mi padre no fue el varón de Vhomdt Humbolt/Mi padre no fue el sabio Mutis ni Copérnico/Mi padre no fue ningún general de la república/Aunque peleó en la Guerra de los Mil días/No llegó a ninguna parte». 
Y continúa gozando el poeta: 
«Mi padre no figura en ningún museo que yo sepa». («Mi padre no figura en ningún museo». 
La ironía es la estrategia contra la tiranía paterna, es un aliciente en la amargura de los sin sabores de la vida: 
«No es que quiera burlarme de ti noble señor/La sal de la sorna no me da para eso/Es que los amigos que te gastabas/Eran también personajes de enciclopedia/Mares de risa lo irreparable de la vida/Jacobo el boca torcida por ejemplo/En vez de ataúdes hacía galpones de muertos/Carlos el cachaco sólo rasgaba tangos de Gardel/El sordo Pacheco no oía ni a su madre/Manuelito Panela gorreaba hasta una lágrima/Montonito dejó los patios sin gallinas/Alfredo cotorra construía las casas torcidas/Berrío el empañateador oficiaba con bostas de vaca/Pedro el matarife lucía una chaqueta sucia todo el año/Neftalí el carpintero no cuadraba ni una mesa/Loncho el domador sólo montaba su mujer/Ñamito el entechador y María veinte la putona/Completaban la nómina de tu decadencia/Bebían como esponjas tragaban como alcatraces/Qué mal bebedor eras con tu corte de caballeros». («Relación de las diferencias»). 
La angustia y la culpa de las dificultades con el padre es agobiante en el poeta, por ello recurre en ciertos poemas a la idealización del padre como una manera de reivindicarse con él. Es como tomar un vaso de agua fresca ante una sed paterna infernal. Es una manera de apaciguar siquiera el incendio que lleva en su pecho y en su memoria desde la niñez. Pero ya es la ocasión de redimir al padre a través de la imaginación poética del hijo. Esa es la poesía: 
«Hijo/Perdona estas lágrimas a esta hora de la vida/Esta carta desnuda mi alma/Voy calculando las rayas debajo de este lápiz/He ido quedando ciego en el Siglo de las Luces/Sin embargo estoy bien de lo de adentro/No lo que se dice bien/Pero ahí vamos con ese montón de penas/A cuestas». («Última carta de mi padre»). 
¿Para qué matar el padre para morir con él? Es mejor resucitar al padre para vivir sin él. Esta es la ley de la ambivalencia y de la dialéctica psíquica. Sin embargo, por mucho que pretendamos eliminar al padre en nuestra dinámica psíquica, siempre estará con nosotros. Somos prolongación del padre, ya sea por su amor o por sus sinsabores, ya sea por su presencia o por su ausencia, ya sea por su palabra o por su silencio. Siempre estará allí como la cola de una lagartija, aunque mutilada, siempre aparecerá tras ella como una bendición. Por ello, es mejor exaltar las virtudes del padre, auscultar la culpa enquistada en las entrañas como una sublimación para apaciguar los sinsabores paternos; así lo vive el poeta en la «Última carta de mi padre». Es una verdadera reivindicación y exaltación de la figura del padre: 
«La peor pérdida de un hombre son los ojos/Es la peor pobreza de uno mismo…(…) «Si conservas la memoria todavía eres un hombre/Esto no me llena de ilusiones/Nada nos regresa el tiempo consumido/Tu padre». («Última carta de mi padre». 
La metáfora del padre y el advenimiento del superyó en los poemas de José Ramón Mercado, podrían entenderse, entonces, como una variante de lo siniestro, en tanto, además de las semejanzas en lo que respecta a la variedad de afectos en juego y, por sobre todo, ambos fenómenos remitirían a un mismo afecto básico, la angustia, y ya en el terreno de ésta, especial, aunque no exclusivamente, a la angustia de castración. Serían, pues, expresiones fenoménicas vivenciales de lo angustioso o angustiante al mejor estilo de Freud. 
Una síntesis psicológica de este poemario sería como sigue: los recuerdos, que encierran el núcleo de lo siniestro, que a su vez remite al «caballo», que es el nucleo de lo angustioso o angustiante (angustia de castración; angustia de desamparo y aniquilamiento). Y en el trasfondo de todos los poemas, aparece como una sentencia lo ineluctable de la muerte. Pero tal vez, la muerte sea un canto musitado aunque triste, deleznable, con el mismo sin sabor de siempre. Sólo es un malestar apenas, a lo mejor se lo lleva el viento. Así lo manifiesta el autor: 
«A esta hora sólo oigo los pájaros de la muerte sobre la almohada cantando mi partida». («Pájaros de muerte»). 
Pero al fin y al cabo la muerte no es el problema vital del poeta, lo realmente desesperanzador es el sin sabor del padre. Un padre que aletea en el silencio y en el susurro del tiempo. Vuela la amargura en el viento y en la historia. Sólo basta reconocerlo de una vez para siempre. ¿Para qué ocultar los dolores? Los dolores son para sentirlos y compartirlos. Aquí está la epifanía de la niñez, el desvelamiento del misterio, la revelación de lo profundo…el fin de la angustia. 
«Lo que fue no lo niego/Un pájaro amargo». («Confesión y desaliento del pádre»).


Cartagena, 25 de marzo de 2013    

sábado, 10 de mayo de 2014

VENTANA POÉTICA

HOMENAJE A LAS MADRES
Por Aquiles Trespalacios Navarro          
 








       


                I
Hoy traigo mi fantasía
Y pisando fuerte el suelo
Para que Dios desde el cielo
Les bendiga cada día
Y con esa misma alegría
Pueda yo aquí recitar
Y se pueda concretar
Con la fe y constancia
La madre es la fragancia
Que perfuma nuestro hogar
               II
Como un manojo de estrellas
Que brilla en el firmamento
La madre es el sentimiento
Que la convierte en flor bella
y estar juntito a ella
Es como abrazar el sol
Que con ardiente fervor
Nos estrecha en su regazo
y estar entre sus brazos
Es sentir todo su amor
               III
La madre, es la pureza
Con la que la tierra se adorna
Y al amor le ha dado forma
De los pies a la cabeza
En sus labios se profesa
Toda palabra de amor
Y si hubiere un mentor
Para el hijo que ella cría
Todo un mundo le daría
Pa’ salvarlo del dolor
               IV
Se convierte en escombro
Un hogar que no tiene madre
Pues es quien junto al padre
Lo sostiene hombro a hombro
Sin ella, muere el asombro
El amor sería infecundo
Y un ocaso profundo
Cubriría la humanidad
Todo sería soledad
Y el mundo no sería mundo

domingo, 4 de mayo de 2014

HECTOR ROJAS HERAZO


«UNA MEZCLA INQUIETANTE DE INMOVILIDAD BIZANTINA Y TURBULENCIA BARROCA»: José Clemente Orozco. 
Por Rafael E Yepes Blanquicett
El Maestro, Rojas Herazo
El pasado 11 de abril, seis días antes del fallecimiento de «Gabito», se cumplieron 12 años de la muerte del escritor y artista Héctor Rojas Herazo, uno de los mayores iconos de nuestra cultura, quien nació en Tolú, Sucre, en 1921, y murió en Bogotá en 2002, siendo compañero de Gabriel García Márquez en El Universal de Cartagena hacia mediados de 1949. 
Rojas es considerado por la crítica como un portento de las artes y las letras nacionales, en su condición de pintor, poeta, ensayista, periodista y narrador. 
Su obra literaria ha sido traducida al inglés, francés, ruso y alemán, por lo que sus poesías y novelas son reconocidas en el ámbito latinoamericano y mundial. 
Según Eduardo Márceles Daconte, escritor y crítico literario barranquillero, radicado en Nueva York, «Rojas Herazo es un artista a carta cabal que se resistió a hacer una pintura cosmopolita, en su lugar, se nutre de recuerdos de su infancia y de los personajes que pasaron por el patio de su casa como la vendedora de frutas o de pescado, los músicos, la niña con cometa, espantapájaros, flautistas, arlequines y otras figuras de la Comedia dell'Arte. Desde joven, alternó la literatura y el periodismo con una pintura de trazo vigoroso que alude a la naturaleza costeña, su fauna y sus mitos y leyendas». 
Como narrador y poeta, recibió influencias de Walt Whitman, Franz Kafka, Marcel Proust, William Faulkner, Fédor Dostoyevski y León Tolstoi; y, como artista plástico, se nutrió del muralismo mejicano, el expresionismo y el cubismo, siendo definida su obra pictórica por José Clemente Orozco como «una mezcla inquietante de inmovilidad bizantina y turbulencia barroca». Su obra literaria también ha sido relacionada con el realismo mágico, el grupo de la Revista Mito y el realismo social. 
Durante sus más de cincuenta años de actividad creativa, recibió varias distinciones y premios entre los que se destacan: Primer Premio en el Salón Nacional de Pintura, Cúcuta (1961), Premio Nacional de Novela Esso (1967), Medalla ProArtes al Mérito Literario (1995), Doctor Honoris Causa de la Universidad de Cartagena (1997), Medalla Cruz de Boyacá (1998), Premio Nacional de Poesía José Asunción Silva, Bogotá (1999), Honor al Mérito por su vida y obra, IV Centenario de la Universidad Santo Tomás (2000) y Medalla del Congreso de la República. 
Su obra literaria, compuesta por novelas, poesías y ensayos es la siguiente: 
1. Novelas: Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1966) y Celia se pudre (1985). 
2. Poesía: Rostro en la soledad (1952), Tránsito de Caín (1953), Desde la luz preguntan por nosotros (1956), Agresión de las formas contra el ángel (1961) y Las úlceras de Adán (1995). 
3. Ensayo: Señales y garabatos del habitante (1976).    
Que sea esta la oportunidad para rendirle un sentido homenaje a uno de los más connotados escritores y artistas de Colombia y el mundo del siglo pasado. Para algunos, eclipsado por la fama desbordante de García Márquez y para otros, plagiado por éste, según lo sostenía el difunto crítico y escritor Jorge García Usta en un trabajo de investigación suyo que no alcanzó a terminar. 
Paz en su tumba, por los siglos de los siglos.

EL CUENTO ES UNA PÁGINA

 
ESA CALLE DE MIS AMORES
 Por Gilberto García Mercado
Una calle polvorienta y estéril. Una calle que pareciera siempre morir. Una línea recta—que mirándose desde una toma aérea—se confunde con la huella que dejan los pájaros en el cielo. A lado y lado hay casas de tablas. Todas mohosas por la polvareda inmisericorde. Todas con árboles pelados en el frente. 
Cuando llega el bus escolar—con sus racimos de estudiantes—entonces sucede algo sorprendente: Nadie quiere quedarse—así sea para ver a las quinceañeras—en el frente de una casa. Entonces éstas, apenas el bus penetra a la población, abandonan su disfraz de niñas bien educadas, y se visten con el atuendo que aquí en el pueblo, es muy conocido: el de las «polleritas» cortas, que exportan camufladas en sus bolsos a la ciudad, desde esta Sodoma o Gomorra. 
Se bajan todas en la plaza de la población, trayendo consigo, la alegría del progreso, pero también el desgano de tener que cerrar—todos los días—las ventanillas del vehículo. «Este polvo va a acabar con nosotros», dice la vieja Lorenza, quien pretende ver, más entre el polvo, a las jovencitas bien educadas, pero se niega a creer que Bellavista tenga dos caras. Y una de ellas se ésta: La de Sodoma y Gomorra. 
Déjenme decirles que Bellavista es un pueblo militarizado por el polvo. Por esa calle de mis amores, se han suscitado centenares de historias. Unas de amor. Otras de odio y venganza. Pero todas tienen el mismo final: El polvo. Que no me diga nadie que no es verdad lo que les digo. Si hasta hace poco resucitamos, porque fuimos enterrados por el polvo. A las tres de la madrugada tuvimos la sensación    —después del estropicio de la polvareda—que hacía frío. Era que estábamos delirando por la fiebre. Por ese mal que anegaba todo el cuerpo. Que se metía por las fosas nasales, por los ojos y la boca. Y amenazaba con asfixiarnos. 
No sé qué motivó a las jóvenes del bus escolar, a exportar, desde aquí, el atuendo de las polleritas cortas. Tampoco sé por qué ellas tienen doble personalidad. Allá son juiciosas y atentas, pero cuando regresan se despojan del vestido de colegiala   —pegado muy bien al cuerpo—y se colocan el atuendo, el de las polleritas cortas. Acto seguido se despojan de la blusita—que lleva el nombre del colegio—y quedan con sus pechos al aire, pero nadie las ve. Es tal la proporción de la brisa y el polvo, que quien proceda a  mirarlas, quede ciego, o tal vez se convierta en estatua de sal, como la mujer de Lot. 
Yo no me explico por qué esos señores—Matías y Víctor León—sean el hecho sorprendente, apenas ingresa el bus escolar a la población: Son los únicos que se quedan en las puertas de una casa conversando de todo y de nada, ajenos al maldito polvo que cuando está el sol templado derrite mis manos y hace que destruya no una, sino cinco hojas tratando de averiguar por qué Matías y el señor Víctor no los amedranta nada. 
Por las mañanas—cuando se van las colegialas—Matías y el señor Víctor León, desaparecen. Nadie sabe qué hacen, dónde están, pero por las tardes, en la tregua que entre tanto da la polvareda, cuando por un instante desaparece la borrasca, emergen ellos de no se sabe dónde, liando descomunales tabacos, para fumarse la tarde, el pueblo entero y ser los únicos testigos de la moda de las polleritas cortas, que las estudiantes pretenden imponer en la ciudad. 
Si el escritor errante—esa que huele en el viento, el aroma de una historia por contar—pasara por aquí, yo le diría: «Necesito Señor Escritor, que usted me enseñe a escribir». Entonces me iría muy lejos, fuera de esta población, en busca del progreso, de las calles pavimentadas y de la lluvia, para que, primero llueva sobre Bellavista, y después los ingenieros, furibundos—con el cartón que los acredite como principiantes—pavimenten la calle de mis amores. Y podamos observar el bus escolar, saludando—las quinceañeras desde el interior—a todo el mundo con el gesto de una mano que se mueve de aquí para allá, sin el mínimo vestigio  de polvo. 
Lo cierto es que Bellavista—sólo tiene una sola calle—vive perdido entre la mayor soledad del mundo. Decirles que no sé si duermo o me alimento, porque óiganlo ustedes—asombroso—recuerdo que he abierto la ventana y me he encontrado una vez más con el bus escolar que entra a esta calle de mis amores, con Matías y el señor Víctor León fumando sus descomunales tabacos ajenos a la borrasca del polvo, pero…otra vez, asombroso, no me he tropezado con nadie (mi madre o mis hermanos)—si es que los tengo—y tengo que cerrar la puerta por la tempestad, pero no sin antes imaginar a las quinceañeras despojándose del vestido de colegiala y colocarse el atuendo el de las polleritas cortas para hacerme recordar a Sodoma y Gomorra, porque sí señor cuando mis ojos han osado desafiar el polvo borrascoso, he visto por breves segundos, a las muchachas más hermosas del mundo. 
Una vez las vi así: Había una con un vestido de india. Con una pluma enorme sostenida por una tira que le surcaba la frente. Con una piel parecida a la que se broncea en la playa. Y una caribeña tan linda que alcancé a ver en la breve tregua que dio la tempestad, que parecía una Diosa. Era alta. Con una cabellera que le llegaba a la cintura. Y con un cuerpo como estatua. Con unos pechos descubiertos, al aire, y que me incitaban a salir corriendo—y desafiar a la borrasca apocalíptica—no importara que quedara ciego o estatua de sal que no lo era porque permanecía paseándome de un lugar para el otro tratando de comprender por qué nos era prohibido, tan siquiera un instante, salir a «la calle de mis amores». 
¡Y esas polleritas cortas, Dios mío! Tan cortitas, tan ceñida al cuerpo. Tan pecaminosas. Tan incomprensibles y a la vez tan deliciosas a la vista. Que uno no se explica por qué Matías y el señor Víctor León, siguen como si nada. Hablando de todo y de nada. Aunque a veces—cuando la borrasca amaina—y el bus escolar sale del pueblo, y se lleva el último vestigio de polvo y nos rodea la oscuridad, creo ver a la pareja de ancianos abrazarse y besarse como unos homosexuales. Y perderse en las penumbras hasta el retorno de nuevo de las quinceañeras que tienen doble personalidad: allá en la ciudad, juiciosas y bien educadas. Y aquí, donde reina el polvo y hay que mantener las puertas de  las casas cerradas, muestran sus senos al aire. Y se colocan el atuendo el de las polleritas cortas que ya han seducido a más de uno, como al conductor del vehículo que lleva la sonrisa de aquel que no le importa entregarse a otra persona de su mismo sexo. 
Si el escritor errante regresara por aquí, le pediría que cambiara  el relato de esta historia. Y me diera la libertad. Que se fuera la borrasca de polvo de bellavista. Y que se nos permitiera salir de estas casas. Que si yo mismo a través del viento no he aprendido a escribir, y he fabricado mal esta historia, usted mismo, amigo mío, enséñeme. Entonces tendría la facultad para cambiar toda la narración. Quitaría la tempestad de Bellavista. Y pavimentaría esa calle por donde antaño transitaba aquel bus escolar llevándose a las quinceañeras, rumbo a la ciudad. Por las que hoy—ahora que cumplo cincuenta años—la nostalgia es una enfermedad, porque no pude conocer a mis «noviecitas», de las polleritas cortas, en esa calle de mis amores. 
Donde hoy las espero.

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