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martes, 13 de mayo de 2014

PRÓLOGO A LA OBRA DE JOSÉ RAMÓN MERCADO

LA METÁFORA DEL PADRE Y EL ADVENIMIENTO DEL SUPERYO
                                                     Padre Richard Nieto González
José Ramón Mercado, Poeta Vital
Cuando un poeta prolífico como José Ramón Mercado Romero decide escribir sobre su padre, no lo hace para refrendar su fama de buen o mal hijo; más bien, lo hace como una catarsis literaria de escribir con luz en lo más intrincado de sus sombras. La escritura y la literatura son en sí un acto terapéutico primitivo, sublime y redentor. Es lo más parecido a la espiritualidad. Así lo hizo Mario Vargas Llosa en su libro El pez en el agua, en su primera parte que tituló: «Ese señor que era mi papá». Allí confiesa: 
«—respondió él:—¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti? Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión».Este poemario de José Ramón revela lo que ya Franz Kafka en Carta al padre, en noviembre de 1919, desveló con una enorme creatividad literaria y con una sinceridad a toda prueba: 
«Si bien mi vanidad y mi amor propio sufrían con ese saludo, ya famoso entre nosotros, con que recibías mis libros: ¡Déjalo sobre la mesa de luz! (casi siempre estabas jugando a los naipes cuando llegaba mi libro), en el fondo eso me agradaba, no sólo por mi maldad no saciada todavía, no sólo por el placer de esa nueva confirmación de mi concepto acerca de nuestras relaciones, sino antes que nada porque aquella fórmula me sonaba como si dijeras: ¡Ahora eres libre!». 
Así es este poemario: una metáfora de la libertad…una metáfora del padre. Una metáfora de reminiscencias, reconstrucciones históricas y existenciales de sinsabores paternos encubados desde la niñez. Esta obra es como una especie de autoanálisis del diván, de una autorredención religiosa, o como el autor mismo lo dice, un «desentripar» laberintos amargos y dulces al mejor estilo de las visiones del libro de Daniel y del Apocalipsis en la Biblia. Pero sobre todo, los poemas son una anagnórisis aristotélica, una mayéutica socrática, una catarsis freudiana, y tal vez algo más sublime que todas las anteriores. Todos necesitamos desentrañar las amarguras y las frustraciones que desconocemos de nosotros mismos. Esto es lo que Jung denomina sombra. Y la sombra es todo aquello que desconocemos de nosotros mismos y nos pone en clave de búsqueda permanente. Este es el objetivo de los poemas de Mercado Romero, y así lo deja entrever en el poema «Tala»: 
«Y después de la mítica errancia/ Cuando el poeta murió/Y en las noches perplejo/Me iba descalzo por el patio/De la casa insomne/A buscar la sombra del padre/Reclinada al árbol donde estuvo/Y el tiempo/Había talado el árbol/ Su sombra/Y los recuerdos». 
Padre Richard Nieto
La frecuencia de la utilización de las palabras marca el esquema mental subyacente del poeta: Recuerdos, caballo, sueños, soledades, silencios, muertes, sombras, memoria, amargo, miedo y bestia. Estas son las palabras que más aparecen como claves en cada poema del autor. Pero las palabras significantes de mayor huella mnésica son «recuerdos» y «caballo». Estas contienen a las demás de manera significativa y armónica. Por su parte la palabra «recuerdo» siempre está referida a su padre y a su infancia. Aparece en muchos poemas con un profundo sentido doloroso, así lo manifiesta el autor: 
«Este recuerdo retenido, que desentripo» («Relación de las diferencias»). 
Y en este otro donde reprime sus dolores y sus lágrimas: 
«No voy a derramar una lágrima frente al recuerdo». («Balada del padre ausente»). 
En el caso de la palabra «caballo» es toda una simbología paterna de lo amargo, del silencio, de los olvidos, de la crueldad, de la dureza y de las frustraciones. Así lo expresa el autor cuando dice: 
«El caballo de mi padre era más noble que él/Aunque el padre sentía el caballo en su respiro/La bestia era el viento/Él lo amaba más a que todas las cosas». 
En el poema «Balada del padre ausente» manifiesta lo que siente y lo que percibe de su padre: 
«—el padre era de acero inconmovible—»En el mismo poema sigue manifestando su sinsabor:«Días después me capturó dormido entre matorrales/Hizo su escarnio en la calle sobre su caballo enjaezado». (Balada del padre ausente). 
Y en otro poema afirma la vocación del caballo y de su padre: 
«Mi padre sólo oía el relincho de su caballo/Nadie tuvo tanta vocación por la soledad como él». («Retrato del padre»). 
Como vemos, para el autor no hay otro camino posible, en las mieles amargas y en los sinsabores de la infancia, sino la autorredención de los recuerdos y la auto epifanía de los silencios, las palabras de la culpa, de la angustia y de la depresión se deslizan como significantes de una misma amargura. Cada palabra escrita y pronunciada lleva en su significado lo siniestro y lo ominoso, pero también la exaltación: 
«Uno recoge lo que siembra a tiempo/—El que siembra vientos recoge tempestades—/Nadie se salva por otros vivientes inservibles/Uno se salva por sí mismo/Si disfrutas tus sueños como una realidad/Puedes creer/Que estás salvado para ti mismo sin disquisiciones». («Disquisiciones del padre»). 
Ovejas, Sucre Tierra de Gaitas
En la infancia como en la vida adulta buscamos, por una parte, sacudirnos de nuestras sombras paternas, y por otra, encender una luz entre las sombras. Vivimos una ambivalencia persistente. Una especie de dialéctica existencial entre la iluminación y la difuminación de la oscuridad. Pero en el fondo es quizás un equilibrio dinámico existencial de dulzuras y amarguras, de amores y odios, de alegrías y tristezas, de triunfos y frustraciones, de maldades y bondades, de sabores y sinsabores. Así se manifiesta el autor refiriéndose a su padre en los siguientes versos: 
«Padre/Viejo pastor de búfalos y palomas/Te recuerdo/Soñando las canciones/Desatadas/En amargas mieles» (…) «Te recuerdo/Tragando todos los silencios/Y la llave abierta de tu indiferencia/Cayéndonos/Como una agua amarga» (…) «Oh, padre/Viejo pastor de búfalos/Y palomas/Qué amargo eras» («Mi padre era una agua muy amarga»). 
Para el autor no era fácil dialogar con su padre, lo cual lo angustiaba y perturbaba más. Él mismo lo reconoce en su poema «Un cuento de mi padre»: 
«Yo casi nunca podía hablar con él». 
La manera como el padre lo trataba no era con desamor, sino con dureza pedagógica, casi espartana para hacerlo un luchador en la vida. Pero el poeta, a pesar de su dolor, se mantenía en pie como un guerrero heráldico construyendo la palabra: 
«Dias después me capturó dormido entre matorrales/Hizo su escarnio en la calle sobre su caballo enjaezado/Hizo todo lo que pudo maniatándome como un reo/Con hicos doblados en cuatro cantos de cabuya/No alcanzó su furia a doblegar mi alma indómita/ —Tú tienes el deber de ser valiente/ Me abstuve ante el llanto esa vez/Fui austero ante el castigo injusto entonces/Ahora/No voy a derramar una lágrima frente al recuerdo». («Balada del padre ausente»). 
El dolor no sólo era en la piel, sino en las entrañas. Las ausencias y olvidos del padre eran demoledores, quizás más profundos que los golpes y cabuyas amarradas en las manos. No hay cosa más dolorosa que la indiferencia del padre: 
«Y tú/Recio inconmovible/—Como una roca—/Y tu pecho de búfalo/y tu pelo disuelto/Y tu silencio hablándonos/Nos entretenía de modo extraño/Y no comprendíamos/Tu silencio obsesivo/Y ese largo sueño de olvido». («Mi padre era una agua muy amarga»). 
En los deseos oníricos ambivalentes de la infancia surge como un advenimiento triunfalista destronar el poder del padre. Esta es una amenaza constante. El desafío es refrenar el goce malvado y polimorfo de la sustitución del padre. Esta es la lucha persistente del poeta: 
«El padre se murió de pronto/Y se alegraron las campanas». («Tríptico del amor paterno»). 
El deseo continúa como un goce prohibido del autor: 
«Huimos de la casa al madurar el tiempo/Cuando volvimos fue a enterrar la voz del padre». («El fantasma del padre»). 
Los recuerdos más tiernos que se tienen de la niñez son los abrazos y los besos del padre, sobre todo si somos varones. Cada beso y abrazo del padre es un derroche de identidad, seguridad y felicidad que estructura lo que somos o desestructura lo que nunca seremos. Por ello la búsqueda es insaciable e inefable: 
«Aquel hombre nunca nos besó la frente en el recuerdo/Nunca escuché en el eco de su voz nimbada/El manantial de una frase inasible/Que enjugara el torrente de miedo/De la infancia/¡Hijo amado! ¡Hijo mio!». («Final de la escena paterna»). 
El amor o desamor del padre dejan una huella mnémica en nuestra existencia, la mitigamos incesantemente de muchas maneras, pero ahí queda como una cicatriz en nuestro cuerpo que sólo nos recuerda que el pasado fue real: 
«El padre/Viejo Bocaccio del vino y del amor/Todos los días/—Casi siempre—/Tuvo el prestigio/De ser un hombre/—Cruel y duro—/Como una herida abierta/Y supo amargo/Hasta el amor/De pan dulce que nos repartía». («Tríptico del amor paterno». 
La figura del padre en la poética de Mercado Romero es una experiencia perturbadora pero a la vez redentora. Es esa lucha interna por ocupar el puesto del padre de manera incesante y triunfalista. 
«Era un hombre de palabra dura/Y probada ternura hasta la lágrima». («Retrato del padre») 
Pero también en esa ambivalencia intrincada en el alma, surge un torrente de agua ante un desierto expansivo que empapa con ternura y dulzura la vida del poeta. Todos los pergaminos, coronas de laureles y reconocimientos logrados por el autor en el campo de la Literatura, son inspiración divina del padre enquistado en su memoria y en su corazón. La herencia del padre no fue la Estancia de Naranjal, ni siquiera la Casa entre los árboles, sino las lecturas del Quijote de la Mancha: 
«Según la versión más aceptada/de mi parte/Mi padre leyó dieciséis veces/El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». («Testamento»). 
Y continúa recordando: 
«Mi padre decía de los poetas sólo lo inefable/La labor de la palabra le era imprescindible». («Apología de las predicciones»). 
Con este acervo emocional surge el destello del superyó como imperativo  de goce irónico hacia el padre como estrategia polimorfa de éxito y de triunfo: 
«Mi padre no fue el varón de Vhomdt Humbolt/Mi padre no fue el sabio Mutis ni Copérnico/Mi padre no fue ningún general de la república/Aunque peleó en la Guerra de los Mil días/No llegó a ninguna parte». 
Y continúa gozando el poeta: 
«Mi padre no figura en ningún museo que yo sepa». («Mi padre no figura en ningún museo». 
La ironía es la estrategia contra la tiranía paterna, es un aliciente en la amargura de los sin sabores de la vida: 
«No es que quiera burlarme de ti noble señor/La sal de la sorna no me da para eso/Es que los amigos que te gastabas/Eran también personajes de enciclopedia/Mares de risa lo irreparable de la vida/Jacobo el boca torcida por ejemplo/En vez de ataúdes hacía galpones de muertos/Carlos el cachaco sólo rasgaba tangos de Gardel/El sordo Pacheco no oía ni a su madre/Manuelito Panela gorreaba hasta una lágrima/Montonito dejó los patios sin gallinas/Alfredo cotorra construía las casas torcidas/Berrío el empañateador oficiaba con bostas de vaca/Pedro el matarife lucía una chaqueta sucia todo el año/Neftalí el carpintero no cuadraba ni una mesa/Loncho el domador sólo montaba su mujer/Ñamito el entechador y María veinte la putona/Completaban la nómina de tu decadencia/Bebían como esponjas tragaban como alcatraces/Qué mal bebedor eras con tu corte de caballeros». («Relación de las diferencias»). 
La angustia y la culpa de las dificultades con el padre es agobiante en el poeta, por ello recurre en ciertos poemas a la idealización del padre como una manera de reivindicarse con él. Es como tomar un vaso de agua fresca ante una sed paterna infernal. Es una manera de apaciguar siquiera el incendio que lleva en su pecho y en su memoria desde la niñez. Pero ya es la ocasión de redimir al padre a través de la imaginación poética del hijo. Esa es la poesía: 
«Hijo/Perdona estas lágrimas a esta hora de la vida/Esta carta desnuda mi alma/Voy calculando las rayas debajo de este lápiz/He ido quedando ciego en el Siglo de las Luces/Sin embargo estoy bien de lo de adentro/No lo que se dice bien/Pero ahí vamos con ese montón de penas/A cuestas». («Última carta de mi padre»). 
¿Para qué matar el padre para morir con él? Es mejor resucitar al padre para vivir sin él. Esta es la ley de la ambivalencia y de la dialéctica psíquica. Sin embargo, por mucho que pretendamos eliminar al padre en nuestra dinámica psíquica, siempre estará con nosotros. Somos prolongación del padre, ya sea por su amor o por sus sinsabores, ya sea por su presencia o por su ausencia, ya sea por su palabra o por su silencio. Siempre estará allí como la cola de una lagartija, aunque mutilada, siempre aparecerá tras ella como una bendición. Por ello, es mejor exaltar las virtudes del padre, auscultar la culpa enquistada en las entrañas como una sublimación para apaciguar los sinsabores paternos; así lo vive el poeta en la «Última carta de mi padre». Es una verdadera reivindicación y exaltación de la figura del padre: 
«La peor pérdida de un hombre son los ojos/Es la peor pobreza de uno mismo…(…) «Si conservas la memoria todavía eres un hombre/Esto no me llena de ilusiones/Nada nos regresa el tiempo consumido/Tu padre». («Última carta de mi padre». 
La metáfora del padre y el advenimiento del superyó en los poemas de José Ramón Mercado, podrían entenderse, entonces, como una variante de lo siniestro, en tanto, además de las semejanzas en lo que respecta a la variedad de afectos en juego y, por sobre todo, ambos fenómenos remitirían a un mismo afecto básico, la angustia, y ya en el terreno de ésta, especial, aunque no exclusivamente, a la angustia de castración. Serían, pues, expresiones fenoménicas vivenciales de lo angustioso o angustiante al mejor estilo de Freud. 
Una síntesis psicológica de este poemario sería como sigue: los recuerdos, que encierran el núcleo de lo siniestro, que a su vez remite al «caballo», que es el nucleo de lo angustioso o angustiante (angustia de castración; angustia de desamparo y aniquilamiento). Y en el trasfondo de todos los poemas, aparece como una sentencia lo ineluctable de la muerte. Pero tal vez, la muerte sea un canto musitado aunque triste, deleznable, con el mismo sin sabor de siempre. Sólo es un malestar apenas, a lo mejor se lo lleva el viento. Así lo manifiesta el autor: 
«A esta hora sólo oigo los pájaros de la muerte sobre la almohada cantando mi partida». («Pájaros de muerte»). 
Pero al fin y al cabo la muerte no es el problema vital del poeta, lo realmente desesperanzador es el sin sabor del padre. Un padre que aletea en el silencio y en el susurro del tiempo. Vuela la amargura en el viento y en la historia. Sólo basta reconocerlo de una vez para siempre. ¿Para qué ocultar los dolores? Los dolores son para sentirlos y compartirlos. Aquí está la epifanía de la niñez, el desvelamiento del misterio, la revelación de lo profundo…el fin de la angustia. 
«Lo que fue no lo niego/Un pájaro amargo». («Confesión y desaliento del pádre»).


Cartagena, 25 de marzo de 2013    

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