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sábado, 17 de mayo de 2014

RECEPCIÓN DE CUENTOS

EL MUERTO ENDOSADO
Por Gilberto García Mercado
Santos de Los Pobres se encontraba bajo la lluvia.
Cuando el conductor del autobús manifestó, «estamos entrando en Santos de Los Pobres», Alejandro Arriero experimentó una sensación como de alivio.
 
Los demás pasajeros despertaron cuando el conductor de nuevo agregó: «Estamos entrando en Santos de Los Pobres». 
Y fue como si el alma les volviera de nuevo al cuerpo, pues de inmediato se dispusieron a abandonar el vehículo. 
De los viajeros quedarían el conductor y su asistente, pues los demás se fueron bajando en las esquinas, refugiándose del aguacero torrencial en los sitios abiertos a esa hora de la mañana. 
Como fue el último en descender, el conductor venía observándolo por el espejo retrovisor. 
—Y, tú, ¿dónde te quedas? —preguntó el hombre. 
—Me deja en la plaza— respondió Alejandro Arriero. 
El autobús se deslizaba sobre una cinta asfáltica. En dos minutos estuvo en la plaza... 
El hombre descendió y caminó bajo el paraguas. A esa hora los lugares abiertos eran la iglesia, la estación semiderruida de la policía (cosa que ya no asombraba) y uno que otro tendero madrugador. 
Escogió la iglesia. 
Por algunos fieles se enteró que el alcalde y el sacerdote  habían sido secuestrados por la guerrilla. Allí se hallaba la ocasión para escribir una crónica. De tal manera que no importaban las penurias del viaje si conseguía su objetivo. 
Santos de Los Pobres parecía sucumbir ante la tempestad. La lluvia descomponía el ámbito solemne. La iglesia, abiertas sus puertas de par en par, daba una apariencia sombría. Como si los fieles esperaran la súbita aparición de El Mesías cuya misión sería juzgar el mundo. 
Alejandro Arriero indagó si además del alcalde y el sacerdote había otros plagiados, pero nadie le dio una respuesta coherente.
Esperó, quería darle fuerza al relato.
 
Una mano deslizó sobre sus ropas. Desbarató las gotitas acumuladas sobre el pantalón, el paraguas le había ido protegiendo de la cabeza hasta la cintura, por lo cual su húmeda apariencia no le preocupó. Se enamoraría en estas vacaciones de la grabadora y su cuaderno de apuntes. Exigiría al director quince días para investigar. Aquello le rondaba como una idea loca desde la redacción en La Nación. ¿Dónde estaba sepultado el cura De la Torre? Aún recordaba las imágenes en la televisión, decenas de combatientes honrando al gran líder rebelde quien murió de viejo en algún lugar de las indómitas montañas. 
El hombre, sin embargo, piensa una cosa, y Dios dispone otra. No fue sino que descendiera en Santos de Los Pobres, y entonces contemplara una patrulla del Ejército Nacional, para que la idea de encontrar la sepultura de De la Torre se relegara a un segundo plano. 
Los soldados en impermeables bajaron de los vehículos un bulto negro en la plaza. 
Así como llegaron se fueron, sin voltear la cabeza y pedir siquiera una bendición. Cuando los soldados se fueron, la parroquia se sumergió en la visión del Mesías que venía a juzgar el mundo… 
Luego de la toma, según pudo constatar, Santos de Los Pobres adquirió una pesadumbre reflejada en cada casa, cada ladrillo era un monumento a las ruinas, a los escombros, a la pobreza. 
—Me encanta el caso—le había dicho por teléfono al jefe. —Los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen. 
—Tú, y tus ideas locas—murmuró el Director. 
La lluvia caía a cántaros. 
En la oficina los policías bostezaban y jugaban dominó. Un relámpago se reflejó en la vastedad de Santos de Los Pobres, y algunos pensaron que habría lluvia para rato. 
Se compenetraron hasta el punto que olvidaron todo. Cuando otro relámpago anunció las nueve y media, se acordaron otra vez del bulto negro. Y fue como si el corazón que esa mañana era de piedra se estremeciera por el olvido. 
Otro destacamento de soldados pasó por allí y observaron el bulto negro. Esta vez se detuvieron menos tiempo, gritaron obscenidades y se perdieron por una calle de Santos de Los Pobres. 
Fue entonces cuando un sentir supremo se robó la calma. Los fieles orando por la libertad del cura y el alcalde eran amos de una soledad recóndita. Deseaban vencer la petrificación, y dejar de ser estatuas de sal por cinco o diez segundos. 
En ese intervalo vencerían el deseo, aunque se mojaran en el intento, de alcanzar el bulto negro en la plaza, bajo aquella borrasca impetuosa, y con la singular conducta de dos destacamentos de soldados que en sus impermeables, los primeros abandonaron el bulto negro, y los segundos, con rostros severos, se conformaron con abrirlo, lanzar escupitajos a uno y otro lado, y abordar el vehículo no sin antes lanzar frases obscenas contra aquel bulto negro.  
Mientras se esfumaban las esperanzas, de que esa mañana la lluvia aflojara, el mundo caía en el desencanto. 
De un momento a otro las penumbras se abalanzaron sobre las ruinas y escombros, y hubo que hacer un gran esfuerzo para saber que la noche se anticipaba. Y, en la iglesia, los fieles y devotos con el corazón como de piedra. Y, de inmediato la tercera patrulla de los soldados con los potentes reflectores de sus vehículos alumbrando el bulto negro en la plaza, y un sargento formando tremendo alboroto. 
—A este muerto no lo quiere nadie—gritó con gran estruendo—Será mejor que lo echemos al río. 
Lo habían encontrado en los faldones de la Sierra. 
Los soldados lo pasearon por los pueblos circunvecinos para ver si alguien lo identificaba. 
Y al contrario de lo que se imaginaran los soldados todo el mundo lo conocía. 
—Vivió como un año en el pueblo—agregó alguien. —Llévenselo. Ese tipo no merece que lo entierren aquí. 
Así se fueron paseando a su muerto. Encontrándose de repente, en Santos de los Pobres... 
Ahora el bulto negro estaba allí, abandonado en la plaza, sintiéndose la descomposición avanzando con la noche, sin que nadie derrame una lágrima. 
Entonces cuando salga el sol, y ya nadie resista el hedor del cadáver, y cuando octubre señale una tregua, entonces seguro que los habitantes del pueblo dirán a los soldados: 
—Llévense a ese muerto, ese señor no merece que lo entierren aquí. 
Y, Alejandro Arrieros, húmedo, triste, metálico—en la iglesia—preparándose para escribir el relato.    

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