Tesis de Grado*
(Cuento)
Por Antonio Mora Vélez
La vieja Torre del Reloj conserva aún su altivez de reliquia consentida. El amplio Camellón de los Mártires está plenamente cubierto de polvo añejo que apenas si se levanta con la suave brisa marina que se filtra por entre las ruinas de los alrededores. Los bustos de los héroes que murieron durante la gesta de la Independencia han perdido la plenitud de sus formas, esquirlas de tiempo les han corroído las siluetas, convirtiéndolos en masas de apariencia surrealista, mudos testigos de un pasado inexplicable pero vital.
Desde lo alto de una pequeña colina, un joven astronauta filma el panorama. La cámara que acciona enfoca la orilla mediata del mar sobre un par de islas y capta las figuras escuetas de los viejos edificios, todos cubiertos de verdín y de malezas y sin la belleza arquitectónica de los tiempos en que los hombres transitaban por sus lados y entraban a sus locales y aposentos con seguridad.
El joven astronauta rota un pequeño botón de su aparato rastreador del tiempo. Primero observa una calle larga atiborrada de gentes que se mueven raudas, con ansias y paquetes debajo de los brazos. Luego la interminable secuencia de los buses que recorren la ciudad de un extremo a otro. Y por la noche la algarabía de los fanáticos en un estadio de pelota, celebrando la jugada del infielder que cubre la tercera base. O los espectadores en un cinema entregados a las caricias del amor, confeccionando como artesanos del oro la hermosa filigrana de la supervivencia.
Pero al joven le interesa más el mar y lo contempla solo y melancólico, abandonando su orgullo sobre la arenilla de las costas solitarias. Y lo mira en la pantalla del pasado, acompañado de sol y de radiantes mujeres al natural, brindándole al hombre no sólo proteínas sino ilusiones. Y lo sigue en su aerogiro, siguiendo la ruta de las costas hacia el sur, hacia la desembocadura del río lleno de vida que hizo exclamar al Inca: «Pobrecito el Perú si se descubre el Sinú» y que ahora lucha por sobrevivir entre las arenas de un desierto en formación. Y más hacia el sur, hacia la vieja ciudad de sus ancestros y contempla de ella la famosa avenida primera, de la que sólo quedaban pedazos de concreto sumergidos, apenas visibles en los estratos abiertos por la última creciente del río.
Con la emoción de quien encuentra parte de su origen, el joven, que ya ha descendido de su aerogiro, digita en la tabla de su aparato de rastreo del pasado y contempla extasiado un fandango frente a la vieja bonga de la calle 30 y a María Varilla danzando hasta el cansancio al compás de un enervante porro pelayero. Y en la terraza de una casa-quinta, sentados alrededor de una mesa, tomando té helado con limón, a los jóvenes del grupo literario que hizo historia con sus obras. A Alexis, a Néstor, a Rubén Darío, a Serafín, a René, a Miguel Ramón, a José Miguel, a Galo y a Martha, y a su tatarabuelo soñador de mundos diferentes.
Eran los tiempos de la civilización terrestre en pleno desarrollo. El aire puro de las montañas derramaba generoso su aliento de vida sobre todos los seres. Todavía la asfixia por la escasez de oxígeno no había aparecido en el horizonte como la nube negra de presagios siniestros que sería más tarde. La fragancia de las flores y la caricia de la brisa vespertina no se habían convertido en nostalgia. La Tierra era vital, plena y hermosa.
El joven investigador recordó entonces la vez que su abuelo le contó la historia del gran viaje que él creyó, por niño, un hermoso cuento de aventuras producto de la imaginación senil del narrador. Le dijo entonces: «Fueron como mil naves con cien hombres cada una escogidos entre los mejores para impedir que la llama de la vida inteligente se apagara en esta parte del cosmos. Las naves partieron un primero de mayo del año 2.124. Dos meses después comenzaron los trabajos en la inhóspita geografía marciana para tratar de reproducir el ambiente soñado de la tierra, para convertir desiertos en bosques y abrirle cauces a las corrientes de agua».
Hoy, para rescatar ese fragmento de su historia y lograr ensamblar el recorrido de su raza, desde los primeros inmigrantes de Tau Ceti que llegaron a La Tierra y se desposaron con las hijas de los hombres del planeta, hasta la etapa actual de su asentamiento en Marte recobrado. Y para evitar que el olvido sepulte los rastros del ancestro, el joven de la cámara toma las vistas de la región. Lo golpea la nostalgia del terruño, saber que en todos esos lugares desolados, amaron y sufrieron, vivieron y murieron, sus antepasados.
Habla ahora en voz alta con la intención de grabar sus palabras en la cámara del tiempo.
«En La Tierra no todo fue erróneo, absurdo y maléfico, también hubo naturaleza pródiga, amor y plenitud de ser. Si bien existieron estadistas que le rindieron culto al fuego de las armas en contra de la vida, también existieron poetas que le cantaron a las plantas y a la risa, al mar y al optimismo, al amor y a la solidaridad. Después de contemplar todo esto, estoy más convencido de la necesidad de revivir ese pasado en nuestras imágenes para aprender de sus experiencias. La vida no es una novela rosa, está hecha de rocío y de sudor, de estiércol y de pan, de cicatrices y de sueños. Los jóvenes antropólogos de Marte debemos fijar nuestros ojos en La Tierra. No podemos permitirnos el tremendo olvido de la amarga experiencia de La Atlántida que padecieron los terrícolas durante tanto tiempo. La gran odisea de las mil naves tiene que ser desmitificada y significar para nosotros algo más que una aventura de la especie humana en busca de nuevos horizontes».
El joven astronauta guarda el pequeño micrófono en su faltriquera y deposita la cámara en el estuche integrado de su vestido espacial. Ahora desciende lentamente sobre una sábana, frente a un golfo, en la que empieza a reverdecer la vida. Se posa sobre el césped de las ruinas de un antiguo parque, aspira el nuevo oxígeno de La Tierra y se queda mirando las nubes rojizas que tachonan el cielo, pensando en la aprobación de su tesis de grado.
En Marte—entretanto—viven y festejan el sesquicentenario de la nueva morada.
1982
*Texto de Antonio Mora Vélez. Tomado de la revista Magazín del Caribe, agosto de 2014.
*Antonio Mora Vélez. 1942. Narrador, poeta, ensayista. Autor de catorce libros de cuentos, poesía, novela y ensayos. Textos suyos figuran en cuatro antologías internacionales y en varias del país. Profesor y directivo universitario. Cofundador de la Universidad CECAR. Uno de los precursores de la ciencia-ficción colombiana. Miembro del Parlamento Nacional de Escritores de Colombia, del cual fue su primer Presidente y hoy uno de sus coordinadores nacionales.
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