Un Lumbalú Para El Árbol De Los Recuerdos
Por Juan V Gutiérrez Magallanes
El árbol agonizaba, el vertimiento de savia blanca dejaba ver la viscosidad de su estructura, parecía que escuchaba el trino de los críos de las Mariamulatas, esperaba el inicio del canto a manera de un Lumbalú que organizaban los que allí vivían gran parte de sus vidas.
Allí estaban los loteros, el zapatero, el vendedor de minutos, el de agua, todos estaban congregados en medio de cantos lastimeros, narraban los momentos que pasaron bajo la égida del árbol de Caucho, el cuadro más dramático lo mostraban las Mariamulatas cobijando a sus pequeños, quedaban estáticas ante la mirada de quienes presenciaban la muerte del árbol, dejaban que las manos caritativas de algunas señoras tomaran a sus críos y, les brindaran protección hasta cuando los aires permitieran el vuelo.
A pocos metros de las raíces entristecidas de aquel gigante derrumbado se hallaba un músico sanjacintero interpretando unas notas del Ave María, de Mozart, quien se dejaba interrumpir por la percusión de un tambor, marcado con las iniciales de la palenquera Graciela.
El mayor esplendor ocurrió cuando participaron los Coros del Colegio de la Perimetral, entonaron una canción compuesta por niños de la enseñanza primaria. Cuando terminaron, entonces se dejó escuchar un grito surgido de entre las aguas de la bahía, lamento de algas que flotaban convulsionándose por la muerte del hermano, porque el caucho era considerado como un hermano, como lo expresaba una señora cartagenera que narraba sus historias alrededor de aquel gigante y acariciaba sus hojas con la ternura de una hermana. Sufría al experimentar el dolor por la muerte de aquel ser que a diario la saludaba con la voz más refrescante de la mañana para afianzar los sueños de la esperanza.
Aún se lograba apreciar la impronta de los recuerdos en el verdor de las hojas agonizantes. La mujer se entristecería por no tener las voces de las hojas ni el canto de las aves que se posaban en el seno de las ramas del Caucho fallecido.
Aquel gigante, era un oasis donde nos abrevábamos en la juventud para mantener la frescura de las palabras y poder soñar con los buenos tiempos que estaban por llegar, él era el ícono de las comunicaciones con el mundo, a través de sus raíces partían los mensajes de la red telefónica de aquel momento. Cuando nos deteníamos allí, la grandeza del mundo se convertía en una pequeña esfera que podíamos dominar, quizás porque la frescura del látex llegaba a nuestras neuronas y dejaba ver la realidad del Cosmos.
Nada extraño había en poder comunicarnos con otras personas, como lo hacían nuestros antepasados.
Llegaron representantes de toda la flora cartagenera, las palmeras resaltaron la labor bondadosa de brindar el oxígeno a los estudiantes que llegaban buscando el refugio de sus hojas y la paciencia de sus ramas para escuchar los sueños de los adolescentes.
Sueños que dejaban la impronta de la vehemencia con que los jóvenes compartían sus esperanzas con el trino de las Mariamulatas.
El frondoso árbol se mostraba tupido de pulmones laminares, conservadores del oxígeno combinado con el verde que regalaban a las mariposas para conformar la policromía de sus alas.
Aquel árbol nunca debía morir, llevaba con alegría el color de la esperanza, sabía guardar los secretos de hombres legendarios que usaban el látex de sus venas en la construcción de flautas que servían para interpretar el canto de Eolo y calmar su furia en bien de la quietud de las olas del Mar Caribe.
Juan Gutiérrez al lado de J Daniels
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