(TRILOGIA
DE CUENTO)
Por Gilberto García Mercado*

«Váyanse», les
grita.
Y el perro apareado
y Traviesa sienten el dolor de su
copulación animal. Y así, unidos, y acosados por otros perros, se pierden por
callejones sombríos mientras se escuchan nuevas voces de los vecinos
despiertos por el alboroto.
«Qué se vayan»,
gritan.
La abuela entonces,
despierta. Y se espanta las moscas que se han posado sobre su boca. Y que han velado todo su sueño. La
anciana un poco ciega por la vejez, llama a mi madre, y le pregunta que a qué
hora le van a dar el almuerzo. O si prefieren que, en verdad, la abuela se
muera. Y se quede sola allá en el cementerio. Y que cualquier día la van
encontrar tiesa, medio muerta, pero con vida.
«Para poder
denunciarlos a todos, porque pediré limosnas, y aunque no camine a rastras me
iré hasta la inspección, para poder denunciarlos a todos», murmura.
A la casa la llevó
un familiar con engaños diciéndole que a
Cartagena sólo venían de visita. Y entonces la visita se transformó en
escándalos y discusiones, (entre mi madre y la abuela), porque la trajeron para
que se quedara. Y ella no se quería quedar. Y la abuela finalmente terminó
muriéndose en paz. Y Boston rompió la tregua pactada entre las pandillas,
precisamente la que había logrado la anciana, con aquel espíritu devoto que
jamás los del barrio de mala muerte conocieron, pero a quienes la abuela tenía
siempre presente, cuando pedía por toda
la barriada en sus oraciones.
(No salía ni se
asomaba nunca ala puerta de la calle).
Mi eterna presencia
en Boston, la divido en tres periodos: Antes de la abuela, presencia de la
abuela entre nosotros, y después de la abuela.
Pero a la abuela mi
madre le ha llevado el almuerzo. Y la anciana dice que le consigan un trapo
para no quemarse con la olla caliente.
«¿Quién dijo que la
olla está caliente?», protesta mi madre, «A usted si le gusta joder, ¿no?».
Yo tengo grabado en
la mente, cada escena, cada discusión en que se enfrascaban la abuela y su
hija. No sé quién tendría la razón, pero sí me daba cuenta que ambas estaban
cansadas de sí mismas. Por una parte mi madre acosada por los males de la
menopausia, atendiendo a sus hijos
solteros y a algunos separados, pero con
la firme convicción de preservar a la especie. Mi padre ya le había dicho:
«Ahora después de
vieja, en vez de descansar, te has dedicado a criar nietos».
Y estas eran las
palabras que le echaban más leña al fuego de sus discusiones. Por otra parte la
abuela religiosa: yo la recuerdo en Sampués
con esa altivez con que enfrentaba el mundo. A su esposo muerto
prematuramente en un accidente de tránsito nunca lo conocimos. Pero ella siguió
recordándolo como la primera vez.
Y en ese momento de
una cosa ella estaba segura: Se había quedado sola con ocho hijos. A la
intemperie de la soledad, enfrentando la vida con entereza, digna, sin bajar la
frente, y nunca tuvo otro marido…
Pero entonces la
distancia puso fin a nuestros sentimientos de nietos, y nos olvidamos de la
abuela.
Ella se quedó con la
soledad de una familia menos. Y sólo los recados de quienes iban para Sampués o
venían para Cartagena, se convirtieron en los únicos lazos familiares que nos
ataban a la vieja.
La fuimos olvidando
poco a poco. Despacito.
A principio fue duro
no contar con los consejos de la anciana. Porque cuando mi madre enfermaba, la
abuela tenía la llave mágica para abrir el candado de la enfermedad.
Y sacar el dolor por
muy fuerte que aquel fuera.
Sus tomitas de
toronjil y hierbabuena, nos daban sueños tranquilos y felices.
La vieja se toma la
sopa. Como está medio ciega a veces evade la cuchara que lleva su mano a la
boca, y por boca entonces tiene un pómulo, la nariz, o la frente. Se baña toda
la cara de sopa. Yo entonces le seco la cara, y a mí me parece que ella es una
niña grande, a quien hay que enseñarle a hablar, caminar y comer.
Pero la realidad es
otra: Esto es la antesala a la muerte.
El tiempo y la
distancia cubren de herrumbre los recuerdos.
Porque no de otra
manera podía calificar la lucecita vaga, titilante, de la anciana en mi
memoria. Yo quise al ver al familiar cargar a la abuela, rescatar aquellos
momentos de la infancia en el pueblo, pero cuando escudriñé en el fondo de mí,
y quise rehabilitar la imagen de la anciana en nosotros, el tedio de la memoria
hizo injusto el sentimiento. Me sentí incómodo, mal, porque sólo la lástima era
el dueño de aquel momento.
La abuela lo daba todo
por sus nietos. Cuando niño-en su casa de Aracataca-ella siempre me llamaba,
para que yo observara cómo se le salían las lágrimas mientras me dictaba con
voz temblorosa los pormenores de su carta para Lucía: su hija que vivía en
Venezuela. Después se hacía releer la carta. Y si faltaba algo lo agregaba en
la posdata: «No me cansaré de escribirte, hija. A pesar de que el papel se ha
terminado, y porque no tenemos fluido eléctrico, pero mañana te escribo otra».
Entonces dejaba de jugar con mi cabello. Me daba la bendición, y me decía que
me fuera directo a casa, y que cogiera el autobús, «sin distraerte en las esquinas, hijo...»
Yo vivía en un
corregimiento pobre de Aracataca. Allí estaban regadas todas mis fantasías
pueriles. Y Sampués, nombre del corregimiento, era una parodia a la vida. Una
imitación a todo lo que estuviera de moda por esos años: los personajes de las
tiras cómicas: Superman, Batman, Linterna Verde, Aquamán. Entonces el que hacía
un alto en el camino-cuando el autobús se detenía para reabastecerse-se
asombraba por la gritería de los vendedores de butifarras, chicharrones,
frituras y gaseosas, quienes se llamaban entre sí, por un personaje de las
tiras cómicas.
«Aquí estoy Robin»,
decía Linterna Verde, «¿Te cambio la moneda?».
Entonces, fascinados,
los adormilados pasajeros salían de su letargo, porque al fin habían podido conocer a sus personajes favoritos.
De Sampués a
Aracataca, hay cuatro o cinco kilómetros. Y quienes tienen bicicletas, se van
en grupo de ocho o diez muchachos hasta esa población. Pero los que tienen
menos prisa lo hacen a pie.
Cuando la abuela
supo que sus hijos pensaban marcharse de allí, ella los previno.
«Ustedes no saben»,
les dijo, «Que por octubre ese pueblo se aniega».
Pero de nada
valieron sus súplicas y malos agüeros.
«Allí el único
empleo», volvió y les dijo, «Es el trapiche».
Entonces los hijos
gritaron en coro que eso a ellos no les
importaba. Pero la abuela volvió a la carga.
«Ese no es el
problema», les dijo ahora enigmática, «Lo que pasa es que en el trapiche
espantan».
La abuela entró en
Sampués entre el estrépito de un chevrolet antiguo, y la bulla de sus nietos
que venían a recibirla. Era un agosto tenaz, porque el verano era intenso. Y la
mayoría de los sampuesanos estaban en el río. Yo, a quien mi madre sacaba
piojos del cabello, al escuchar el ronroneo estrepitoso del chevrolet, y al
reconocer a la abuela, me desprendí bruscamente, de las manos de mi madre, y
salí a recibir a la anciana.
Entonces el aprecio
por la abuela Amalia, era puro. Como el sentimiento que sólo aflora en los
niños y que uno ahora grande no lo sabría explicar. Pero lo sentía ahí. En esa
personita de siete años a quien la abuela mandaba buscar desde Aracataca para
que le escribiera sus cartas para mi tía Lucía. Después la anciana me decía:
«Toma para el
autobús, pero no te me distraigas en las esquinas».
La casa era de techo
de palma con paredes de barro y estiércol. La habían construido sus hijos que
por ese entonces vivían con sus cónyuges, enamorados, poseedores de un humor
sano, y más contentos todavía porque en Sampués, para adquirir tierras y un
lugar para vivir, bastaba sólo con señalarlo con el dedo. A la abuela la casa
le encantó a primera vista. Y el rumor de un riachuelo que pasaba por detrás
del patio, la extasiaba. Y las horas se les iban atendiendo a sus nietos que se
cagaban en cualquier parte, hasta que ellos-domados por la flexibilidad de la
anciana-aprendieron a hacerlo en el excusado.
Y Fundación está
allí, al otro lado del río.
Sólo se pasa el puente metálico o el de
madera, para hallarse en Fundación. Allí estudiaban los estudiantes más
holgados de Sampués. Porque los más pobres-los que estudiábamos por las tardes,
porque por la mañana lavábamos tornillos y tuercas y piezas de carros en algún
taller de mecánica-lo hacíamos en los colegios de Buenos Aires, también
corregimiento de Aracataca, al otro lado de la carretera.
La abuela Amalia
accedió vivir en Sampués no tanto porque la población no le gustara, sino
porque quería que sus hijos no fueran a coger por malos caminos. Ellos nunca le
habían desobedecido alguna vez. Y si se obstinaban en dejar Aracataca-sólo yo
vivía con mi familia desde hacía años en Sampués-era porque les estaban
doliendo sus regaños. Y ella no les quería perder. «Entonces es eso», se dijo.
Se instaló en la nueva casa, que bautizó como Siempreviva, tan sólo para que sus relaciones clandestinas con sus
santos, no la cogieran desprevenida, porque si acaso la muerte un día la
viniese a buscar. Nadie supo jamás los poderes de santa que tuvo la abuela.
Porque desde que ella llegó, las lluvias torrenciales, que inundaban el
corregimiento, se hicieron cada vez más lejanas. Ella con sus oraciones paraba
enfermos, resucitaba muertos. Y esto nunca nadie lo supo. Ni siquiera mi madre
quien era la que más se preocupaba por la anciana. Porque la abuela se
encerraba en su cuarto, pasaba la tranca contra la puerta, llenaba sus pulmones
de aire, y se agarraba a pedirle-con un lenguaje extraño-a sus santos de su
devoción. (Qué yo nunca supe cómo se llamaban). Porque la vez que borracho me
había quedado dormido en su cuarto, buscando su olor debajo de la cama-mientras
que ella y la Junta Comunal realizaban conciliábulos para protestar contra el Gobierno,
y que erigieran en municipio a Sampués-no le entendí lo que decía. Así como
entré salí. Los años la estaban venciendo, y otra vez apagué el foco. Salí.
Los primeros días la
abuela derrochaba un fervor admirable. Dueña del tiempo en Sampués, cabalgaba
sobre el viento y daba instrucciones sobre cuándo tenía que llover y cuándo no.
Al menos en mis fantasías pueriles, ella era la dueña del mundo. Yo tenía miedo
de mirarla directo a los ojos, pues
temía de que ella alguna vez descubriera mi falta.
«Los niños no deben
beber ni en épocas especiales», me dijo, «Ah, esos hijos de la vecina».
No sé si ella lo
sabía o no. Y por más que intenté vulnerar la muralla que separaba al niño de
los secretos de la abuela, nunca lo pude lograr. La anciana vivía bajo un
régimen totalitario en el que el poder era su infinita bondad. Parecía que en
vez de tener dos manos, poseía diez. Y se multiplicaba cuando llegaba una fecha
especial como la de las primeras comuniones. Entonces todos sus nietos que en
esos años podíamos contarnos hasta el treintaidos, desfilábamos por su casa Siempreviva. Y ella nos tomaba las medidas de las camisas y los
pantalones, y entonces los días subsiguientes con una labor abnegada, se
entregaba toda en la confección de las mejores camisas y pantalones del
corregimiento, que, orgullosos, lucíamos, los nietos de la abuela Amalia.
Llegó a ser tan
importante la abuela en Aracataca, que algunos funcionarios de la Alcaldía , llegaron a
Sampués, para que la abuela regresara, así fuera por la fuerza, a aquella
población.
«Porque desde que
usted se marchó», palabras textuales de un funcionario, «La desidia ha invadido
al municipio. Y ahora resulta que todo está al revés. El Gobierno ha dicho que
Aracataca pasará a ser corregimiento, y, en cambio, erigirá en municipio a
Sampués».
Pero la abuela se
mantuvo en su sitio. Miró a los funcionarios directo a los ojos. Y estos, como
si no hubieran dicho nada, sumisos, regresaron por donde vinieron.
Cuando el camión que
transportaba los enseres penetró en Boston, boby ladró apenas que tocamos la
puerta de aquella casa de madera a la que mi padre acababa de comprar. Mientras
el conductor y su ayudante bajaban los muebles, hicimos el segundo intento, y
entonces escuchamos una voz grave- tal vez la despertábamos de un sueño
profundo-que gritó:
«Qué es lo que pasa,
carajo».
Al instante como el que gritaba se negaba a
salir, los vecinos del lugar quienes habían acudido ante los desaforados gritos, comenzaron, también, a gritar:
«Sal de ahí. Huevón.
Esa no es tu casa».
Fue una sorpresa
mayúscula. Mi padre acababa de comprar la casa. Y ahora allí había un tipo que
no quería salir de ella. Entonces ya yo la sabía. La mariposa de la paz-esa a
la que el país buscaba minuciosamente para protegerla-se había quemado las alas
en un foco de este barrio del mal. (Y por eso se intensificaban más las luchas
entre el Ejército y las Guerrillas). Y Boston se vistió de más y más violencia.
Tuvo mi padre que
hablar con la que fuera dueña de la casa, y traer un policía, para que el
sujeto aquel- un drogadicto que dormía de día y atracaba de noche-por fin
saliera de la vivienda. Entonces el individuo en mención, que se sentía dueño
de la casa, esgrimió una rula Collins, y tuvo que emplearse a fondo el policía
para inmovilizarlo, y entonces obligarlo a que desarmara la pequeña cama, para
que el mismo camión que nos trajera, lo regresara a cualquier parte de la
Cartagena de Indias, aunque le tocar a mi padre también pagar el trasteo.
Antes de la abuela,
Boston era un barrio sin ley. El sol era intenso, y algunas veces se
encontraban flotando entre los desechos, y las aguas negras de sus caños,
cadáveres de perros y gatos. O alguna que otra ave de corral. Y sobre ellos,
disputándose la carroña, los gallinazos vetustos removiéndolo todo. Husmeando
con sus patas y picos la descomposición cuyo olor nauseabundo ya era costumbre
verlo entrar amablemente, como un habitante más de casa. Todo era tan incierto
y ya nada asombraba, porque estábamos acostumbrados a ver la muerte cada día
jugar por las calles, en serio y en broma. Y uno nunca sabía cómo identificar
uno de sus rostros. Porque todos los días había abaleados, y eso, según
nosotros eran las bromas de la muerte. Aunque a veces los heridos murieran
desangrados en los hospitales.
Entonces la muerte
no había jugado esta vez, porque…
Nos habíamos mudado
a Boston, pero antes la vecina de la casa donde vivíamos arrendados en el 13 de
Junio, les había dicho a mis padres:
«Vecinos no se muden
para allá. Boston es un barrio marginado. Y sus hijos pueden coger malos pasos».
Se refería la señora
Olga Torres al profundo olvido en el que estaba sumido el barrio. Y el silencio
de los gobernantes de la ciudad, que se hacían los sordos, y nunca invertían en
centros de salud, ni en escuelas.
Por lo que el barrio
anduvo a la deriva, sin capitán, haciendo agua a babor, hasta que la nave zozobró.
Entonces vivíamos
sobresaltados a toda hora.
Y ya nadie confiaba
en nadie. Porque el que uno menos pensaba era un delincuente. Boston se volvió
invivible. Una tarde en la que ya el sol se ocultaba en el horizonte, la
familia estaba sentada a la mesa, era un domingo tórrido de febrero, y el
barrio era un monumento a la música del Caribe. De pronto, la puerta totalmente
abierta, escuchamos una algarabía que venía de la calle. Pero no nos
preocupamos. Continuamos con los ritos de la cena. Y fue entonces cuando
escuchamos los disparos. Al levantarnos para observar lo que pasaba, una
muchacha entró corriendo a la sala, lanzó un quejido, y se derrumbó sobre el
piso no sin antes vomitar una sangre espesa, entre sus últimos estertores de
muerta.
Era Diana Palomino.
Había llegado de Moñitos, una población de Córdoba, rica en agricultura y
ganadería. Se vino de esas tierras lejanas, no porque Cartagena le pareciera
bella, sino porque había discutido con su marido. Muchacha ingenua e ignorante,
lo único rescatable en ella, era su belleza. Llegó asombrada por el ritmo de
vida en Boston. Y se dejó fascinar por el ambiente, la bulla de los sábados y
domingos, y por ciertas amigas fáciles que se drogaban con marihuana y cocaína,
y que salían de un baile y entraban en otro, donde los picó eran los dueños del
mundo. Se sintió bien en ese ambiente, explorado, tenue, delicadamente, y a los
quince días ya se sabía los pases de los bailes de moda. Y entonces todo aquel
que la veía pasar contoneándose con sus amigas, perplejo se preguntaba:
«Y, ¿esa es la
muchacha de Moñitos?».
Entonces el que se
sentía aludido sonreía, irónico. Porque en quince días la muchacha cambió. Se
cortó el cabello, recortó más sus faldas sobre las rodillas, y se puso un
pantaloncito caliente, y entonces nadie pensaba que mientras ella era otra en
el fascinante mundo de Boston, un hombre se moría de celos y amor en Moñitos, quien le pedía por teléfono
que lo perdonara, que había sido una ligereza de él el haberse enfadado con
ella, y que regresara pronto, porque si no se iba a morir de amor. Pero la
muerta fue ella.
A pesar de diez años
de no ver a la abuela, nosotros la imaginamos como siempre la habíamos visto:
Como una matrona que nunca dejaba descansar la escoba. Y que mantenía siempre
reluciente su casa. Apenas amanecía estiraba los brazos para alejar la pesadez
del sueño. Y se concentraba en sus ejercicios místicos que consistían en
pronunciar que «todo está bien, si Dios está conmigo». Tal práctica divina la hacía inmune a las enfermedades. Un
día un médico le dijo: «Usted lo que tiene es un cáncer uterino. Le quedan
pocos días de vida». Ella lo tomó tan en broma, que se burló del médico. Y para
probarlo le dijo que «aquí estaré por Navidad el próximo año para asistir a un
chequeo general con usted». El médico sorprendido por el entusiasmo de ella, la
animó, pero se despidió con frases fúnebres: «Cuando yo muera quiero que me
entierren debajo de un palo de almendra, y me den la absolución, ¿usted no?». Y
salió entre la algarabía de los loros y el perro José que le mordió un zapato,
(cosa que tan sólo en ese momento hicieron) y el médico interpretó esto como un
presagio, que avisaba que la muerte visitaría Sampués. Y que él era el portador
de la mala noticia.
Este es el relato de
la matrona que vino a morir en Boston. Después de diez años que no la veíamos.
Paralítica. Casi ciega. El familiar que la trajo no esperó la bienvenida que en
estos casos las familias se dan. Y más que por un hecho embarazoso que por un
acto de conmiseración, se excusó diciendo que regresaba, que tenía una cita con
un especialista. Y que cuidaran a la abuela.
«Pues la abuela es una
santa y los quiere a todos….»
Pero entonces más
tarde comprendimos por qué habían abandonado a ala anciana. Se había vuelto
terca, obstinada. Parecía que de un momento a otro la demencia senil le
llegaría con los años. Y que su protesta por todo lo malo que le hacíamos era
un síntoma de ello.
Pero nosotros lo que
hacíamos era quererla.
--Me quieren
envenenar-gritaba en medio de sus crisis-Pero primero les denuncio.
Nosotros tratamos de
hacerle la vida menos amarga a la anciana. Porque entonces ante sus crisis.
Edith, nuestra hermana menor, se le acercaba sin que la vieja se diera cuenta,
y comenzaba a peinarle los cabellos siempre revueltos, diciéndole que «abuelita
no diga eso. Usted no sabe cuánto la queremos».
Y el último recurso
para desarmarla: Un beso dado en la frente de la abuela Amalia.
Entonces Boston
parecía una mierda. (Con la salud deteriorada de la abuela). Y la mariposa que
se había quemado las alas en algún foco de este barrio, yacía entre dos
destinos funestos: El que alguno la pisara, y Boston se cagaría entre su propia
mierda. O que la mariposa diera sus
últimos estertores de muerte, en el regazo de la abuela Amalia. Y entonces
Boston y todo lo malo de Boston, que contagiaba el resto del país tendrían una
tregua. Uno de los destinos, entonces, era menos funesto. Pero como yo
comprobara aquella vez en su casa de Sampués que la abuela hablaba un lenguaje
extraño con sus santos. Que había asistido a la Navidad señalada por ella al
consultorio del médico pesimista. ¿Qué podría pasar si algún día halláramos a
la abuela muerta?
Es lo que ahora me
pregunto. Desde este mi refugio desde donde ahora escribo. La zona se halla
acordonada, el alcalde ha decretado el toque de queda. (Y la abuela Amalia está
muerta). Y Boston y el país, tristemente, después de no hallar un sitio
escondido dónde aliviar un poco el estómago, cruzaron los límites por los
cuales la abuela tanto pedía en sus plegarias, se cagaron en la tierra
imparcial, y ahora tendrá que aparecer otra abuela Amalia para que la guerra no
sea inminente.
LC
LC
FIN
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