CRÓNICA COLOMBIANA
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Nuestros políticos son verdaderos oradores en las corporaciones públicas.Tienen una convicción para enajenar a las masas... |
Los ambientalistas huelen a río y humedad, el
Amazonas, la Sierra
Nevada de Santamarta y los parques naturales les preocupa y
les llena sus agendas.
Por el contrario, los amigos del progreso a
cualquier precio, hacen gala de que el país debe entrar en la comercialización
maderera, defienden a pundonor la destrucción de grandes bosques, aunque para
atenuar el daño manifiestan la siembra de especies que crezcan en el menor
tiempo posible.
El hombre la emprende contra aquellos Representantes
que no defienden el bienestar ni la integridad de los colombianos.
Fuera, y antes del debate, el Ministro hizo gala de
componendas, de que el Partido de Gobierno es mayoría, que si este o tal Senador
vota a favor aténgase a los beneficios burocráticos, pero si no…
El Senador eleva las manos al cielo del Congreso. Un
Dios medroso ante tal jauría de lobos no sabe por qué se hallan allí los padres de la patria.
Los cerebros más doctos, como el camaleón se
mimetizan pero tras de sus mentiras…
El otro día, ese mismo Senador llegó a un pobre suburbio
de una capital costeña.
Cómo impresionaba su fisonomía, su extremada
delgadez, su aire de hombre pulcro. El
Dios del Congreso le concedió la virtud de la política, y este luzbel se rebeló en contra de sus
dogmas, y Dios no supo qué hacer frente a ese hijo renegado de su Congreso Perfecto...
Desde entonces se los observa allí–pues aquél no es
el único—destapando ollas podridas, «tirándose los trapitos en la cara»,
mentándose la madre, pasando por filántropos, realizando todo tipo de milagros
y con la convicción de tener la solución para todo tipo de problemas. Aunque
para ello recurran a sus dotes de «culebreros»,
a sus diplomas invisibles en donde consta la carrera de corruptos, de
pertenecer a las guerrillas, paramilitares, las mafias del narcotráfico o a la
propia clase política.
Es tal la oratoria que convencen a todo el mundo. A
la perfección estudian sus ademanes frente a las cámaras, cómo sonreírles a las
reinas, y ganarse la adepción de escritores como García Márquez. ¡Qué tal, si han engañado a Dios…!
El hombre que vociferaba dijo que aliviaría la
pobreza de los pobres, que la política con él era a otro precio, que no habría
más impuestos, que aumentaría la cobertura en salud, y que habría más viviendas
y no sé cuántos puestos de trabajo.
Puras chácharas y fanfarronerías porque hoy se
siguen muriendo, los pobres en los hospitales, de pobres…
Los egresados de medicina, los ingenieros, los
maestros, los escritores y los hombres de m,
no hallan trabajos dignos, algunos degradados en su dignidad se agolpan en las
esquinas, a vender minutos en celular, a transcribir en algún café en Internet
porque si no, te mueres de hambre, carajo.
Ese mismo hombre de los suburbios, se vuelve a
levantar, energúmeno, agita documentos para sustentar sus denuncias, se los
restriega en la cara a los representantes del Gobierno, recuerda lo que dijo en
cierta ciudad costeña, «la pulcritud y la
honradez es el eslogan de toda mi vida pública. Yo me debo a mis comunidades...»
Pero entonces, en la soledad del cuarto del
estudiante, en el fragor de restaurantes y cafeterías, en el puesto del
vendedor ambulante, en el vehículo escolar, en canales de televisión y en los periódicos.
Al otro lado del charco, el Papa y el Vaticano, se tragan el cuento que ya no
es a lo colombiano sino que amenaza con contagiar el mundo.
El político hace su trabajo, vive a expensas del más
tonto, si vive delinquiendo lo premian con una rebaja de pena, y en la cárcel,
donde se encierra al individuo para regenerarlo y mostrarlo como ejemplo para
la sociedad —de los malos—se
halla mejor que en un hotel de cinco
estrellas…
Ese mismo Senador, «rechoncho moralmente», abandona el recinto, parece ofuscado a
punto de un paro cardíaco pero no hay tal, mira por sobre los hombros a los de
la oposición, con una sonrisa hipócrita detiene a la prensa asombrada.
Lanza algunas expresiones despectivas, a un lado del
umbral un líder de aquella comunidad
de cierta ciudad costeña, con el que estableció relaciones fuertes para obtener
su Credencial de Representante, espera durante toda la sesión del parlamento la
promesa del Senador, «díjo que lo
recibe a las cuatro», le había dicho su asistente.
Pero el Senador pasa por encima del pobre líder, ni
siquiera lo mira, y manifiesta algo así como «no lo conozco, señor».
Ya fuera del recinto, el Senador sube a su vehículo
blindado. Se dirige al sur, donde habita la clase social prestante de la
Capital.
El cronista reconoce
la casa de un Presidente o de un ex presidente, lo mismo da. El padre de la
patria desciende del vehículo, y en seguida, al asomar en el umbral, estalla una
lluvia de aplausos por cinco minutos.
Se hallan allí los miembros del Gobierno, el
Presidente o un ex presidente lo
mismo da, disidentes, y toda la parafernalia de quienes en el Congreso de Dios montan el Teatro más
conmovedor que hasta el mismo William
Shakespeare, lo envidiaría.
En la mente del espectador, aún persiste el álgido y
rimbombante espectáculo del Debate. El país entero se paraliza, la gente opina
mientras el político de turno, el Gobierno, y el gabinete en pleno choca copas,
beben y bailan hasta el amanecer.
Y claro, la recepción la pagan los bolsillos de los
colombianos.
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