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miércoles, 17 de abril de 2013

INCIERTA REALIDAD



CRÓNICA COLOMBIANA
Dirección La Calvaria Literatura

Nuestros políticos son verdaderos oradores  en  las
corporaciones públicas.Tienen una convicción para
enajenar a las masas...
Se observa vociferar al hombre de pie en el escaño. La atmósfera nutrida de perfumes raros y extravagantes surge con la formación, el carácter, y la región que el Senador representa.

Los ambientalistas huelen a río y humedad, el Amazonas, la Sierra Nevada de Santamarta y los parques naturales les preocupa y les llena sus agendas.

Por el contrario, los amigos del progreso a cualquier precio, hacen gala de que el país debe entrar en la comercialización maderera, defienden a pundonor la destrucción de grandes bosques, aunque para atenuar el daño manifiestan la siembra de especies que crezcan en el menor tiempo posible.

El hombre la emprende contra aquellos Representantes que no defienden el bienestar ni la integridad de los colombianos.

Fuera, y antes del debate, el Ministro hizo gala de componendas, de que el Partido de Gobierno es mayoría, que si este o tal Senador vota a favor aténgase a los beneficios burocráticos, pero si no…

El Senador eleva las manos al cielo del Congreso. Un Dios medroso ante tal jauría de lobos no sabe por qué se hallan allí los padres de la patria.

Los cerebros más doctos, como el camaleón se mimetizan pero tras de sus mentiras…

El otro día, ese mismo Senador llegó a un pobre suburbio de una capital costeña.

Cómo impresionaba su fisonomía, su extremada delgadez, su aire de hombre pulcro. El Dios del Congreso le concedió la virtud de la política, y este luzbel se rebeló en contra de sus dogmas, y Dios no supo qué hacer frente a ese hijo renegado de su Congreso Perfecto...

Desde entonces se los observa allí–pues aquél no es el único—destapando ollas podridas, «tirándose los trapitos en la cara», mentándose la madre, pasando por filántropos, realizando todo tipo de milagros y con la convicción de tener la solución para todo tipo de problemas. Aunque para ello recurran a sus dotes de «culebreros», a sus diplomas invisibles en donde consta la carrera de corruptos, de pertenecer a las guerrillas, paramilitares, las mafias del narcotráfico o a la propia clase política.

Es tal la oratoria que convencen a todo el mundo. A la perfección estudian sus ademanes frente a las cámaras, cómo sonreírles a las reinas, y ganarse la adepción de escritores como García Márquez. ¡Qué tal, si han engañado a Dios…!

El hombre que vociferaba dijo que aliviaría la pobreza de los pobres, que la política con él era a otro precio, que no habría más impuestos, que aumentaría la cobertura en salud, y que habría más viviendas y no sé cuántos puestos de trabajo.

Puras chácharas y fanfarronerías porque hoy se siguen muriendo, los pobres en los hospitales, de pobres…

Los egresados de medicina, los ingenieros, los maestros, los escritores y los hombres de m, no hallan trabajos dignos, algunos degradados en su dignidad se agolpan en las esquinas, a vender minutos en celular, a transcribir en algún café en Internet porque si no, te mueres de hambre, carajo.

Ese mismo hombre de los suburbios, se vuelve a levantar, energúmeno, agita documentos para sustentar sus denuncias, se los restriega en la cara a los representantes del Gobierno, recuerda lo que dijo en cierta ciudad costeña, «la pulcritud y la honradez es el eslogan de toda mi vida pública. Yo me debo a mis comunidades...»
Pero entonces, en la soledad del cuarto del estudiante, en el fragor de restaurantes y cafeterías, en el puesto del vendedor ambulante, en el vehículo escolar, en canales de televisión y en los periódicos. Al otro lado del charco, el Papa y el Vaticano, se tragan el cuento que ya no es a lo colombiano sino que amenaza con contagiar el mundo.

El político hace su trabajo, vive a expensas del más tonto, si vive delinquiendo lo premian con una rebaja de pena, y en la cárcel, donde se encierra al individuo para regenerarlo y mostrarlo como ejemplo para la sociedad —de los malos—se halla mejor que en un hotel de cinco estrellas

Ese mismo Senador, «rechoncho moralmente», abandona el recinto, parece ofuscado a punto de un paro cardíaco pero no hay tal, mira por sobre los hombros a los de la oposición, con una sonrisa hipócrita detiene a la prensa asombrada.

Lanza algunas expresiones despectivas, a un lado del umbral un líder de aquella comunidad de cierta ciudad costeña, con el que estableció relaciones fuertes para obtener su Credencial de Representante, espera durante toda la sesión del parlamento la promesa del Senador, «díjo que lo recibe a las cuatro», le había dicho su asistente.

Pero el Senador pasa por encima del pobre líder, ni siquiera lo mira, y manifiesta algo así como «no lo conozco, señor».
Ya fuera del recinto, el Senador sube a su vehículo blindado. Se dirige al sur, donde habita la clase social prestante de la Capital.

El cronista reconoce la casa de un Presidente o de un ex  presidente, lo mismo da. El padre de la patria desciende del vehículo, y en seguida, al asomar en el umbral, estalla una lluvia de aplausos por cinco minutos.

Se hallan allí los miembros del Gobierno, el Presidente o un ex presidente lo mismo da, disidentes, y toda la parafernalia de quienes en el Congreso de Dios montan el Teatro más conmovedor que hasta el mismo William Shakespeare, lo envidiaría.

En la mente del espectador, aún persiste el álgido y rimbombante espectáculo del Debate. El país entero se paraliza, la gente opina mientras el político de turno, el Gobierno, y el gabinete en pleno choca copas, beben y bailan hasta el amanecer.

Y claro, la recepción la pagan los bolsillos de los colombianos.

 LC
















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