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viernes, 22 de enero de 2016

UN CUENTO DE EDGARD ALLAN POE 
Berenice
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas. Ebn Zaiat 
La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido. 
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia. 
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón. 
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia. 
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. 
La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice. 
Edgar Allan Poe
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. 
Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes. 
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación. 
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. 
En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación. 
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus CurioDe Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación. 
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. 
En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. 
Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal. 
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio. 
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice. ¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro. 
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto! 
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. 
Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón. 
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro. 
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era? 
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas? 
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía. 

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos,marfilinos, que se desparramaron por el piso.

martes, 19 de enero de 2016

Y EL PARQUE APOLO, SIN UNA GLORIA INMARCESIBLE…
Por Juan V Gutiérrez Magallanes 
Aquí en estos lares, donde hoy está el Parque Apolo, se conformó parte del paisaje  que observaba Rafael Núñez en las madrugadas, cuando el golpe de las olas en la punta de las Tenazas, le recordaba la cita con las hijas de Poseidón para tomar su lira poética y engarzar las oraciones del Himno. Hoy el Parque Apolo, está dejando de ser parte de la «Gloria inmarcesible» para convertirse en la «Horrible noche», por los que asechan  y  emergen de los mangles sin ninguna vigilancia, con la posibilidad  de la tragedia, siendo entonces válido parodiar al pensador de El Cabrero: 
«Se colma de «bostas»
 De sangre y llanto  un «mar»«a orillas del Caribe»
 
Un Parque raído por la desidia muestra su osamenta ferrosa y clama por las miradas de los que en otros tiempos recrearon sus mentes en la búsqueda de la paz espiritual. 
De Núñez  en su pedestal, se observa el Bien que aportó a la Constitución del 86, para  volver la mirada a la igualdad en la conservación del Parque y el Museo de ayer, su morada. 
Hoy al pasar por el frente del Parque Apolo para entrarse en la Ermita de Nuestra Señora de las Mercedes, «La Virgen  sus cabellos / Arranca en agonía»/… mira los alrededores y busca los árboles  de Uvita de Playa, casi marchitos y los escaños de carcomidas tablas.  
El Parque Apolo, en sus diferentes secciones, muestra el redondel donde están  los rostros de El Cacique Carex, jefe de la  gran  isla (Codego-Tierrabomba) cercana a Cartagena, en principio enfrentado a don Pedro de Heredia. 
Benkos Biohó, líder libertario del pueblo de Palenque, su estudio nos da la noción de cómo se ha gobernado la nación. 
A Sebastián de Eslava y Lazaga, Virrey de Nueva Granada en los momentos del ataque y derrota del Almirante Edward Vernon, se le concedió por parte de España, el título de «Marqués de la Real Defensa de Cartagena de Indias». 
Juan José Nieto, nacido en Baranoa ( hoy población del departamento de Atlántico), político, escritor, militar y estadista. Fue presidente de la Confederación Granadina en 1861.  
Vicente Celedonio Gutiérrez de Piñeres, junto con sus hermanos Gabriel y Germán, participaron activamente en el Grito de Independencia del 11 de Noviembre de 1811. 
Miguel Antonio Caro, hizo parte de la redacción de la Constitución de 1886.José María Campo Serrano, samario, político, fue presidente de Colombia y gobernador del Estado Soberano del Magdalena. Le tocó sancionar la Constitución de 1886. 
Pedro Zapata de Mendoza, gobernador de Cartagena por los años de 1649, continuó el proyecto de la construcción del Canal del Dique, que permitiría la comunicación entre el río Magdalena y la bahía de Cartagena. También  Inició la construcción del Castillo de San Felipe de Barajas. 
El escenario de  columnas con capiteles neoclásicos creado para la presentación de obras de teatro y conversatorios literarios. Por efecto de los vándalos, el salitre  y el golpe del tiempo, presenta las graderías fracturadas mostrando el esqueleto descascarado como un pergamino abandonado. 
El Parque Apolo, con su ermita y otros espacios de encuentros donde se muestra la historia como parte del Museo Casa Rafael Núñez, debe ser intervenido para su conservación. La Efigie del Pensador del Cabrero, como símbolo intelectual de la Costa Caribe, cuatro veces presidente de Colombia y autor de la letra del Himno Nacional, se torna en un ser vigilante y acusatorio de la desidia de los gobernantes  y de las entidades que permanecen indiferentes ante el deterioro de este  Jardín ecológico plasmado de historia.  
Todavía llegan los niños acompañados de sus padres  y las mascotas que huelen el verdor de la hierba que crece, ahora sin el cuidado que tuvo en otra época, con un jardinero que cuidaba el esplendor del Parque. No hay un estado  Inmarcesible pues las máculas están invadiendo los senderos transitados por los niños en busca de recreación. El aire está perdiendo el aroma de los árboles de Uvita de Playa, mangos y almendros. 
El Parque Apolo, es un símbolo del pensamiento ecuménico de Rafael Núñez, éste monumento, tiene cualidades de Museo, en él se puede volver a contar la historia que hace parte de la ciudad y de  la nación, como se muestra en uno de sus compartimientos, allí se  encuentran los bustos de personalidades que participaron en la conformación de la historia de la nación.
Juan V Gutiérrez Magallanes, Docente y Escritor

                                                


                     

 






           

lunes, 18 de enero de 2016

Leer a Roberto Montes Mathieu*
Una Mujer Exquisita

La primera vez que la vio entrar a la oficina de cobranzas del Banco lo deslumbró.  No apartó su mirada de ella, que en compañía del jefe fue presentada a cada uno de los empleados como la nueva economista que haría parte del grupo de trabajo. Tenía una falda roja de pliegues y una blusa blanca de seda, un collar de falsas perlas, el cabello castaño corto. Era blanca, delgada, de piernas largas. Le llamó la atención la gracia con que caminaba dando la impresión de que modelaba. 
A ella le gustó desde el primer momento, tanto que no le preocupó conocer su estado civil. Hicieron buenas relaciones y empezaron a salir juntos, primero a almorzar todos los días, de lunes a viernes que permanecían en la oficina; después, los sábados, se veían y caminaban un rato por un centro comercial. Un día, casi sin darse cuenta, estuvieron en la oscuridad de una sala de cine. Se buscaron y acariciaron, se dijeron cosas de amor eterno y otras que se dicen en esos momentos. Él trató de alcanzarla debajo de su falda. Puso la mano en sus rodillas y al querer ascender se encontró con el fuerte obstáculo de su rechazo; se la agarró y la retiró al tiempo que apartaba sus labios de los de él. 
—¿Por qué?—preguntó. 
Lo miró y moviendo la cabeza le dijo: 
—No está bien. 
—Pero por qué, si yo te quiero. 
—No—dijo terminantemente. 
Se recostó en la silla y miró la pantalla. Hasta ese momento no había prestado atención a la película, y no entendió nada. Se volvió hacia ella que permanecía casi indiferente. 
—Tú me gustas—le dijo. 
—Y tú a mí—respondió ella. 
—¿Y entonces por qué no dejas que te acaricie? 
—Sí dejo, pero ahí donde tú quieres no. No está bien. 
—Pero algún día… 
—Eso es otra cosa. Ahora no. 
Siguieron juntos. Sabía que poco a poco ella iría cediendo, como en afecto sucedió. Fueron con más frecuencia a cine, y ya era un triunfo acariciarle los senos, hasta sacárselos del brasier y besarlos. Disfrutaba pasándole la punta de la lengua por el pezón erecto. Tuvo la precaución de no preguntarle nunca si había tenido otra relación, no podía caer en esa ingenuidad, ella tenía veintiocho años, probablemente treinta, era difícil saberlo con una mujer, además eso no importaba. 
Aunque en la oficina podía pensarse que conocían esa relación amorosa, nadie parecía darse por enterado, probablemente porque otras parejas estaban en la misma situación. Cuando él recibía llamadas de su casa lo hacía con la mayor naturalidad, sin comentarios y sin que nadie se entrometiera. 
Ella, discreta, no le preguntaba nunca sobre su familia que parecía ignorar que existiera; ni por qué tenía que irse temprano o no podían verse en determinados días. Disfrutaba de su compañía, de su amor o lo que pareciera que fuera; además sabía que podía contar siempre con él. 
Ocasionalmente iban con otros amigos a discotecas y si bien se turnaban bailando todos con todas, aprovechaban cuando bailaban los dos, se alejaban en la penumbra inundada de música y se besaban, ella sentía contra su cuerpo el pene erecto que parecía señalarla y la apretaba más para que quedara como una impronta en el recuerdo. Sin duda ella también disfrutaba, porque se zampaba buscándolo. 
Una vez en cine, al ver que ya avanzaba la mano entre las piernas y bordeaba los interiores, decidió posarla en su centro. La mantuvo ahí y constató que la respiración de ella se aceleraba, pareció rendirse ante él que deslizó un dedo por los bordes buscando sus labios mayores, luego los menores, y el ascenso feliz hasta encontrar el deseado punto que ella facilitó abriendo las piernas. 
La confianza entre los dos era casi total. No sólo le agarraba el pene por encima del pantalón sino que abría la cremallera, lo sacaba y ungía con sus caricias. Así pasaba en la oscuridad del cine prendida a su miembro encendido, hasta el día que en el baño de una discoteca lo masturbó gozosa como él hacía con ella. Aquello se convirtió en un hábito y mutuamente se proporcionaban el esperado placer. Se pegaban de sus labios en besos furiosos y desesperados mientras él agitaba su clítoris y ella le sacudía el pene. En alguna ocasión manchó su falda con el chirrete viscoso por lo que tomaron la preocupación de ponerle el pañuelo encima, como un encapuchado o un fantasma, para que fuera a repetirse ni le tocara, aunque lo celebraron con risas, lavar la parte afectada antes de salir. 
El momento que iría a cambiar las cosas se presentó. Ella estaba decidida a todo, a lo que faltaba, pues poco a poco había ido cediendo hasta que pensó que estaba lista. El sitio fue una discoteca el día de sus cumpleaños. Los dos solos, un viernes por la noche en que no cabía una persona más. Las luces sicodélicas pasaban como ramalazos. La gente bailaba y saltaba. Empezaron a beber. Ella, igual que él, lo desafiaba a que bebiera más, que la superara. Había llegado con un traje liviano, rosado, y encima una gabardina. Se dejó quitar el vestido y lo guardó apeñuscado en el bolso. Bailaban y se besaban. El cuerpo de ella contra el de él, en la pista, desnuda bajo la gabardina entreabierta. Sus manos la recorrían buscando siempre su vértice central. Gozaban. En la madrugada salieron bajo una ligera llovizna. 
Tomaron un taxi y se dirigieron a un motel. La noche parecía crecer por la soledad de las calles con lámparas que escupían una luz turbia. En el radio del carro sonaba la voz de Pedro Vargas en un programa de evocaciones. La brisa de la noche le borraba la vista. Estaba borracho, había bebido demasiado y de manera seguida, casi sin pausa. 
En la habitación en penumbras se desnudaron. Por primera vez estaban los dos sin ropas, uno frente al otro. Se besaron y acariciaron, él pensó que iba a caerse. Ella se arrodilló frente a él e inesperadamente, empezó a chupárselo; su miembro permanecía flácido y solo después de una intensa succión logró reponerse un poco. Vacilante trató de metérselo cuando ella se tendió de espaldas en la cama, con las piernas abiertas, pero no pudo. No lograba erguirlo, lo intentó varias veces y nada. Sintió desespero y angustia. 
Se hizo a un lado. Ella se inclinó hacia él, recorrió su cuerpo con sus besos mientras lo manipulaba con la mano. Nuevamente lo buscó con su boca ávida para confirmar que seguía como una gelatina, pero continuó chupando hasta un momento antes de que se viniera lánguidamente para medio pegotearle la cara. Él empezó a llorar y a decir que nunca le había sucedido eso, tal vez por tanto trago que había ingerido; que ella sabía que él no era impotente, varias veces lo había comprobado. Y nombró a su esposa por primera vez en todos esos meses que habían pasado juntos, que la quería, y a sus hijos, que se sentía mal. Se  levantó y se sentó en la cama. Con la sábana secaba sus ojos. Hablaba incoherencias. Ella, acostada bocarriba, buscaba algo con su mirada en el cielo raso de la habitación a oscuras.  
No decía nada, solo se inquietó cuando algo como un gruñido salió de él, lo miró y se despreocupó, pero sintió asco al verlo cómo se vomitaba en el piso. Se puso de pie y entró al baño para salir vestida. No lo miró, solo dijo que la acompañara a buscar un taxi. 
El día siguiente se levantó con un fuerte dolor de cabeza y moralmente afectado. No recordaba cómo había llegado pero se encontraba en su casa. Entró al baño y permaneció largo rato bajo el chorro de agua de la regadera. Trató de reconstruir la terrible noche del viernes y recordó la historia triste de un amigo que se había emborrachado cuando no debía hacerlo, y al querer poseer a la mujer que había cortejado largo tiempo se había quedado dormido, abrumado por el alcohol. Al día siguiente y el resto de su vida nunca pudo saber si había consumado el acto. 
Algunas piezas no encajaban en su noche. Tenía muchas lagunas, aún en el tiempo que había permanecido en la discoteca. Vagamente recordaba haber tomado un taxi en la noche fría y húmeda. Sabía que había entrado a un motel, recordaba la oscura habitación y luego sobrevenían unos vacíos que no lograba llenar. ¿Había vomitado? No precisaba nada, ni siquiera el momento en que había salido o si había acompañado a su amiga. Todo era confuso. 
         
        Roberto Montes Mathieu, Escritor
Decidió llamarla por teléfono. Eran las 7 de la noche. Salió a la calle, entró a la cafetería cerca de su casa, pidió una bebida fría. Sentía que el estómago le daba vueltas. Tomó el teléfono e introdujo la moneda. Contestó ella, que vivía con una prima en un apartamento de solteras. Le dijo cómo se sentía de mal, sin hacer mayores referencias a la noche anterior. Tuvo el presentimiento que no había nadie al otro lado. 
—Eres una mujer exquisita—dijo, para terminar la conversación que fue un auténtico monólogo. 
Ella no respondió enseguida. El silencio se prolongó tanto que le pareció eterno, al final dijo: 
—Eso no lo puedes decir tú.
          * Tomado del Magazín del Caribe. Bogotá, Noviembre y Diciembre de 2015 
   
    

domingo, 17 de enero de 2016

EL TIRE Y AFLOJE 
ENTRE FEDEGÁN Y EL GOBIERNO   
                                                          Por Rafael E Yepes Blanquicett       

                         
         
             José Félix Lafaurie, Presidente de FEDEGAN
Según el presidente ejecutivo de FEDEGÁN, José Félix Lafaurie Rivera, la decisión de quitarle a  esa organización la administración de los recursos del Fondo Nacional del Ganado es una retaliación del Gobierno Nacional por sus críticas al proceso de paz que se lleva a cabo con las Farc. 
Concretamente, sostiene el dirigente gremial, que el Decreto 2537, «está hecho a la medida para atacar a FEDEGAN", y que la decisión del Gobierno «es un lunar en la historia institucional del país, pues nunca un gremio había sido perseguido por expresar sus desacuerdos ante la política pública y los grandes temas que lo acompañan». 
         
            Juan M Santos, Presidente de Colombia
Por otro lado, de acuerdo con un artículo de la Revista Semana, firmado por el analista político León Valencia, un grupo de ganaderos asociados en CONFEGÁN, una organización disidente de FEDEGÁN, ha denunciado que miles de millones de pesos han sido dilapidados por una «rosca» que acompañó primero a Jorge Visbal Martelo y ahora a José Félix Lafaurie. 
Por su parte, el Presidente Santos, según el mismo autor, acusó al Fondo Ganadero de Córdoba, filial de FEDEGÁN, de apropiarse de miles de hectáreas despojadas a los campesinos de Urabá y de adelantar una «férrea campaña» en contra de la restitución de tierras y del proyecto de desarrollo agrario que promueve la administración actual. 
En conclusión, mientras que «Lafaurie y su combo» se sienten atacados por Santos, éste afirma lo contrario, pues las medidas tomadas por el Gobierno Nacional obedecen a los malos manejos que FEDEGÁN le ha dado a los fondos parafiscales y no a una persecución política como lo afirma Lafaurie Rivera y su partido, el Centro Democrático. 
Y usted: ¿a quién le cree?

lunes, 11 de enero de 2016

DEL CIELO PROMETIDO
LOS PRIMEROS EN PARTIR EN ESTE 2016

Por Rafael E Yepes Blanquicett
El Actor, Carlos Muñoz. (Q.E.P.D)
El primero en partir fue el gran trompetista cubano Alfredo «Chocolate» Armenteros, quien falleció el pasado jueves 6 de enero en la Gran Manzana, luego de una fructífera carrera musical de más de sesenta años, durante la cual puso a bailar y a gozar a medio mundo en más de 70 países. Recordado por su magistral interpretación de «El Manicero» con el Sexteto Latino Moderno, ha sido calificado como el «Louis Armstrong» latinoamericano y considerado, además, como el mejor trompetista de salsa y jazz latino de todos los tiempos.  
Su discografía abarca principalmente el son cubano, el jazz y el soul de Nueva Orleans, adaptados estos últimos a la sabrosura del ritmo latino. 
César Miguel Rondón, autor de «El Libro de la Salsa», dijo que él es el más cubano e innovador trompetista de todos los que pudieron llegar a Nueva York desde los años cincuenta hasta la fecha. Y, a pesar de que muchos lo han imitado o han intentado hacerlo, nadie ha podido superarlo ni lo superará jamás.  
Alfredo "Chocolate" Armenteros (Q.E.P.D)
El segundo en abandonarnos fue el gran actor Carlos Muñoz, quien falleció este lunes 11 de enero en la ciudad de Bogotá a sus 72 años. Muñoz, santandereano de nacimiento y bogotano por adopción, sobresalió por la interpretación de varios personajes ligados a la comedia, entre ellos, el del padre «Pío Quinto» en la telenovela «San Tropel», «Adán Corona» en «Pero sigo siendo el rey» y «Epifanio del Cristo» en «Caballo Viejo».  
A lo largo de su carrera artística de más de 54 años, obtuvo numerosos premios y múltiples reconocimientos que lo apuntalaron como uno de los mejores actores del cine, la radio y la televisión. 
El mundo artístico latino, en general, y el colombiano, en particular, están de luto por la desaparición de estos dos grandes exponentes de la música y la actuación, respectivamente.
Paz en sus tumbas.

sábado, 9 de enero de 2016


Radiografía de lo que somos 
El Caribe es un estado de conciencia
Por Ramiro de la Espriella

Me han propuesto un tema escandalosamente comprometedor:el espíritu del hombre caribeño, y sus antecedentes históricos y políticos. ¿Qué se le va a hacer?, los hombres del Caribe somos así, presuntuosos, he dicho presuntuosos y no presumidos. 
Demasiado vasto el tema, y complicado, como para que yo pueda desenredarlo. Me voy a quedar en el momento actual, y un poco atrás: a partir de la independencia, o de aquellos episodios de nuestra historia que por conocidos afloran de modo espontáneo.  
La conducta política del Caribe, cómo es el Caribe y ha venido siendo en cuanto va corrido de su historia registrada.  
¿Por qué el Caribe ha encontrado por simple evolución sociológica su síntesis espiritual en la música y la pintura, por ejemplo, y no acierta a encontrar, en cambio, su síntesis política?  
Lo primero que habría que decir es que no hay un solo Caribe, que los pueblos de este mar nuestro, Mare Nostrum, dijeron del Mediterráneo los latinos, no son uno solo. Inclusive no lo son en el aspecto musical, aunque la síntesis se vaya produciendo en el sincretismo del común denominador africano, que recoge y expande los acordes del blanco español y la nostalgia indígena. Y así como África se impone en nuestra música, y produce esa síntesis auditiva, y corporal, porque en este caso la música es también euritmia corporal, es la luz, ante todo la luz, lo que define nuestra pintura. Lo mismo en los primitivistas haitianos, verbigracia, que en las acuarelas de Cartagena. Es bien fácil comprobarlo de una vez: no hay una sola de nuestras acuarelas que nos revele la noche: tan solo la luz, el mar, los mil colores cambiantes del cielo: allí está nuestra alegría de vivir.  
Pero la política no. Porque la política no es nuestra, sino importada. Vamos un poco hacia atrás, en la historia, en el pasado. En tanto los ingleses arrebatan a Juan sin Tierra la Carta Magna, después de haber pasado por una tenebrosa historia de crímenes horrendos, muchos más horrendos que los secuestros de ahora: ahí siguen deambulando en la Torre de Londres los espíritus cercenados de los príncipes infantiles; y los franceses después de haber oído exclamar a Luis XIV: «L’ Etat e’ est moi» han incendiado la Bastilla; lo cierto es que España no lega a sus colonias un derecho público. El imperio español está centrado en la autoridad incontrastable del monarca, y su sola apertura hacia el mundo externo se sintetiza en los cabildos, ocasionalmente en los cabildos abiertos, y de esos centros de resonancia emergen, para no ir muy lejos, la declaración de independencia de Cartagena y el 20 de julio de Bogotá. Ustedes verán, así, que nuestra independencia no es un acto razonado, sino pasional, no es una filosofía del espíritu, sino una necesidad del cuerpo, o privativamente eso. Nuestra libertad viene de la asonada, es una libertad intrépida, una manera de desbordarse e invadirlo todo, casi que un fenómeno de la naturaleza, como la tempestad, por ejemplo. Por eso no hay que extrañar ahora cuanto sucede en el Caribe, en Centroamérica, por eso y por otras razones históricopolíticas a las que aludirse después.  
Pues bien. Si se retrotrae un poco la historia se verá que desde los comienzos de la conquista el nuestro, el mundo Caribe, es un mundo en combustión, y que su signo humano es la resistencia a la opresión. Basta un ejemplo: el indio caribe desaparece virtualmente en su tierra, es aniquilado, no se deja someter. Por eso no creo yo mucho en la seudo leyenda de la India Catalina acostándose con un español, o vendiendo sus secretos. La verdad es que quedan para contarnos su historia muy pocos rastros del indio caribe, en tanto que el indio, el azteca, el inca sobreviven a su sometimiento. Esto da la medida del ambiente creador de la naturaleza, y su influjo sobre el espíritu humano. El mar es una lección de rebeldía, una invitación hacia delante. No olvidemos eso, nosotros los hombres del mar Caribe, y no olvidemos tampoco que en un momento dado Bolívar nos ha dejado dicho que estos países serán caribes y no andinos. Lo digo más que como una advertencia como un vaticinio.  
Pero todavía la historia nos cuenta algo más. Toussaint Louverture enciende la rebelión de todos los esclavos de Haití allá por 1791 y ese eco se prolonga hasta Petión, en cuya Carta Constitucional, con el correr de los días, va a abrevar Bolívar cuando intenta dar a Bolivia la armazón jurídica de un estado nuevo. Betances ha dejado oír su grito en Lares para proponer la confederación de las Antillas con Cuba, la República Dominicana y Haití, tal como más tarde el mismo Bolívar, que también es un hombre del Caribe, se agota en el sueño inconcluso de la Gran Colombia. Pero como lo afirmara el ensayista inglés Carr en New Left Review, «la historia raramente produce soluciones teóricas pulcras». Y todo aquello se va perdiendo en el polvo del pasado.  
He dicho antes que no hay un solo Caribe, sino varios. Y esto reza, principalmente, para el plano político. Mientras Colombia y Venezuela realizan su independencia hace más de 200 años, los pueblos de las islas caribes sometidos a Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, Holanda, apenas comenzaron a andar ese camino después de la segunda gran guerra mundial. Cabe aquí, además, otra observación: Esos dos pueblos, Colombia y Venezuela, que han hecho su propia independencia partiendo del hombre hacia la sociedad, echan sobre sus hombros la inmensa tarea de independizar, casi que contra su voluntad, al Perú y Ecuador, cuyas costas se encuentran en el mar Pacífico, y ese no es en modo alguno un dato aislado, sino una confrontación geopolítica de la historia.  
Me iba desviando del tema, y bien, ahora es imprescindible decir que la nuestra, la independencia de Venezuela y Colombia, sobre las costas del mar Caribe, ha sido hecha y se resuelve en la alegría, en tanto las reciente independencia de las islas caribes pertenecientes a los imperios europeos y norteamericanos es una independencia hecha, principalmente, en el papel, por escrito, como si se tratara de un otorgamiento notarial. Por eso, si se mira de cerca el fenómeno, bien fácil es notar que se trata de una independencia temerosa, casi que nostálgica, amedrentada por la inconsciencia de su debilidad, como cuando Bolívar, valga la similitud, temía la presencia de la Santa Alianza y los hijos de San Luis en la reconquista de las antiguas colonias. Pero la historia sigue dando sus pasos y no descansa. Esos mismos pueblos de las islas perdidas en el mar Caribe van integrándose, aquí se está viendo a través de la música, el temperamento y la amistad con nuestros pueblos, y parece necesario decir que esa integración en el lento devenir de los tiempos se produce a través del crisol de las razas, y que el aporte fundamental de esa síntesis es el aporte africano, sin que esto quiera servir para negar que el blanco y los restos indígenas tienen allí también su cuota invaluable.  
Fidel Castro, Expresidente de Cuba
El otro aspecto fundamental del fenómeno socio político surge de Centroamérica. Desde Panamá hasta a Honduras y Guatemala, incluyendo las Antillas: Cuba, Santo Domingo, Haití, su apariencia de libertad apenas comienza a materializarse en los tiempos que corren, y eso: esquilmada por orientaciones ajenas. Son las llamadas, despectivamente, «banana republics». Allí asentó su bota el imperio estadinense. Y sobra rememorar los hechos, que por otra parte constan narrados más que en la historia política en la novela, desde «Tirano Banderas» y «El Señor Presidente» en adelante. Hay una tortuosa depredación humana en este vasto proceso de degradación política, y una gran similitud en cuanto allá ha sucedido y lo que acontece ahora aquí, en el Caribe nuestro, en nuestra costa atlántica. No daré más que un ejemplo. La Cuba anterior a Castro se asemejaba mucho a la Cartagena, o a la Barranquilla, o a la Santa Marta de hoy, para no hablar más que de tres grandes ciudades notorias. Nuestro derecho es un derecho escrito que ni siquiera alcanza a rasgar el papel que lo contiene. De la Enmienda Platt en adelante: Gerardo Machado, Batista, Prío Socarrás, Summer Wells, Jefferson Caffery, Cuba lo mismo que Santo Domingo, Nicaragua y Honduras, es un intenso campo de inmoralidad y destrucción anímica. No hay delito que no se cometa ni prostitución corruptora que no se conozca. Los contratos, las «botellas», que es lo aquí llamamos «corbatas», la mano dadivosa de la mafia, los enredos presupuestales, las ganancias ocasionales, están al orden del día, como aquí: como en Barranquilla, como en Cartagena, como en Santa Marta, para no hablar más que de tres grandes ciudades notorias. Eduardo Chibás ha propuesto el lema «vergüenza contra dinero», desoído, termina suicidándose de un pistoletazo frente a un micrófono de la radio. El madrugón de Batista encuentra a Prío Socarrás bailando con unas coristas italianas, y cualquier similitud es simple coincidencia. Detrás de todo eso viene Castro, y ahí está Castro en el poder…  
¿Para qué volver a repetir, entonces, que nuestra costa caribe es también así? 
Vuelvo a mi punto de partida. Inglaterra hizo su revolución a través del derecho consuetudinario y bajo la presión de los barones que reclamaban el buen uso de sus dineros más que la libertad. Francia se encomendó al espíritu luminoso de los enciclopedistas. España no tuvo jamás derecho constitucional ninguno, y el himno de Riego se quedó olvidado en las radas de sus puertos. No nos legó el indígena ninguna organización jurídica del estado, porque fue abatido, sojuzgado, hecho prisionero de su propia alma adolorida. Los negros llegaron aquí encadenados, y venían de tribus y sociedades que debían parecerse mucho al talante y caminado de Idi Amín. Las Leyes de Indias se quedaron escritas, aunque sedicentes profesores de derecho constitucional nuestro entonen otra cantaleta. La verdad es que el criterio predominante fue el contenido en aquella síntesis verbal que dice «las leyes se obedecen pero no se cumplen».  
Es precisamente por eso: porque nuestro derecho no es nuestro, y nuestras ideas no son nuestras, por lo que los pueblos del Caribe no hemos encontrado aún nuestra síntesis política. En cambio, repito, existe y va decantándose en el sincretismo musical y en la luz de la pintura. La independencia se hizo como una aventura pasional importando textos ajenos. De nada valió en nuestros lares el empeño de Bolívar en busca de unas instituciones que reflejaran nuestra conducta social. Ahora mismo la independencia de los pueblos del Caribe y Centroamérica se está haciendo con banderas y rótulos extraños. Es natural que así sea, porque el imperio que pesa sobre su orfandad es el imperio estadinense. Sí. Es natural que así sea. Pero eso no justifica históricamente nuestra conducta como pueblo, porque el vacío que se está produciendo a través de la política es el peligroso vacío del despojo de nuestra auténtica personalidad.  
A pesar de todo, es aquí en el Caribe donde se está produciendo la síntesis geopolítica que nuestros pueblos reclaman. No voy a tomar aquí más que un ejemplo degradante, que se nos enrostra casi que hasta la humillación. El de la compra venta de los votos. Mirado, así, al trasluz, no constituye manifestación distinta a la del repudio de la falsa democracia demo burguesa. Sabe bien nuestra gente que en términos electorales las palabras, las promesas, les han sido dadas a los aspirantes para esconder sus pensamientos. Y es así como la astucia colectiva convierte un acto de la voluntad individual en una retribución inmediata que se adelanta al engaño. Así va cavando su tumba el viejo y estrepitoso sistema, y la lucha por la libertad se precipita a lo largo de los caminos de la violencia.  
Nuestra esperanza es un acto histórico de integración o síntesis, y tiene que ver, naturalmente, como la música o la pintura, con nuestra integración racial. Será de allí de donde nazca nuestro derecho, el derecho que se parezca a nosotros mismos, producto del nuevo hombre hispanoamericano, troquetado en sus tres razas.

miércoles, 6 de enero de 2016



JORGE ELIÉCER GAITÁN
La Dimensión Humana de un Líder

Por Roberto Sanabria Gómez*

Hace 67 años fue asesinado el dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán. Hoy todavía resuena su voz enfebrecida proclamando unos postulados sociales que mantienen su vigencia. Su pensamiento político permanece y su dimensión humana ciclópea.
Todos los domingos, hacía las 10 A.M., un señor de mediana estatura, moreno y muy aindiado; paseaba por el Parque Nacional, con una linda niña. Era el líder con su hija Gloria. A diferencia de la gran mayoría de los hombres, él había anhelado con locura una primogénita. Una bella niña que fuera el vivo retrato de su madre; de aquella maestra de escuela de Cucunuba, que había sufrido mucho para darle todo cuanto él era. Por ello Gaitán la mencionaba en algunos de sus discursos. Como el que pronunció al tomar posesión en el Ministerio de Educación, en el que dijo: «Y si algo me faltara, ahí está lo primero, la sombra de quien fue mi todo, aquella humilde maestra de escuela que me enseñó que lo imposible no es sino lo difícil mirado por ojos donde no ha nacido la fe y ha muerto la esperanza».
Los días pasaban en el hogar Gaitán y la niña no llegaba. Pero impaciente ya Jorge Eliécer le había comprado un coche y en una oportunidad fue sorprendido por su esposa, paseando el coche vacío por el corredor de la casa; meditabundo y ansioso.
—¿Te estás volviendo loco Jorge Eliécer?
—No, solo quiero que tengamos una hija.
El jefe caminaba pausadamente con su niña. La ilustraba, la convidaba a comer crispetas. Comprábale bombas y oían La Banda del Parque Nacional.
—Tienes que ser la mejor en todo, la más culta, la mejor atleta, la mujer más moral de esta tierra. (Solía decirle).
Gloria estudiaba en un colegio de niñas de clase media, pero su madre quería que estudiara inglés. Entonces, tomaron la determinación de ponerla en un colegio de niñas aristocráticas: El Mary Month. Justamente el 8 de abril Glorita llegó cabizbaja donde su padre. Lloraba mucho, Gaitán estaba estudiando el expediente del teniente Cortés. Pero los llantos lo interrumpieron.
—¿Qué te pasa hija?
—Es que una niña Samper me dijo que ojalá te mataran.
No obstante haber insistido el líder en que su hija debía sobreponerse a los sufrimientos…ese día, se llenó la copa; cambiaron de colegio a la niña.

EL HOMBRE PÚBLICO

Esa tarde un grupo de gaitanistas se entrevistaron con él. Los ánimos estaban muy tensionados, debido a la violencia bipartidista que vivía el país. Ospina Pérez esperaba pacientemente el desarrollo de los acontecimientos. Los gaitanistas acudieron a la oficina de Jorge Eliécer—pienso hacer una marcha del silencio, una marcha de la paz, les dijo. Allí (dicen algunos), fue cuando Gaitán firmó su sentencia de muerte. Los adherentes al movimiento, debían organizar una gran marcha, cada persona tenía que portar una antorcha. Un río de gente iluminada, se veía en las calles de Bogotá. El jefe iba a pronunciar uno de sus más elocuentes discursos. Pero nadie podía aplaudir, los hombres enmudecieron, los niños ahogaron su llanto. Solamente se oía su voz, la voz del hombre que seguía cautivando multitudes con sus famosas consignas: «El pueblo es superior a sus dirigentes», «Existe un país político y un país nacional», «Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo».
La marcha del silencio fue un rotundo éxito, ese día se enseñoreó de gloria el hombre público, pues se vio, que sin duda alguna el próximo presidente de Colombia tenía un nombre propio: Jorge Eliécer Gaitán.

EL JURISTA

Un muchacho nacido en Cucunubá, de la clase más humilde, tenía muchas ilusiones…que fueron lentamente alimentadas por su madre. Fue así, como se doctoró en Derecho en la Universidad Libre. Y se fue a Italia donde tuvo como profesor al maestro Ferri.

Brillante alumno; hizo su tesis de grado  sobre el socialismo en Colombia. Este hombre estaba predestinado a ser el político más popular de la República.
El 8 de abril de 1948, él lo calificó como un día de grandes triunfos profesionales, pues el teniente Jesús Cortés fue absuelto. Cortés había matado a un periodista llamado Galarza Ossa, pues éste había insultado al ejército, Cortés lo mató defendiendo el honor militar. Esa fue la tesis que esgrimió Gaitán. Tesis innovadora para el derecho penal de la época. La audiencia fue transmitida por la radio. Y los gaitanistas lloraron de emoción al conocer el veredicto: Cortés es absuelto.
Esa tarde fue sacado en hombros, cambió impresiones con su gente y arribó a su casa a las 4 A:M., lleno de dicha. Su esposa le esperaba con angustia, pues, había soñado con su muerte. Pero no le quiso comentar nada. A las 11 A.M., la señora de Gaitán llamó a la secretaria para dejarle una razón: «Dígale a Jorge, que tenga mucho cuidado con los Plinios».
Hacia a las 12 A.M., llegaron Jorge Padilla, Eliseo Cruz, Plinio Mendoza Neira. Todos los felicitaron efusivamente por el triunfo de ese día. Sostuvieron una charla muy animada sobre derecho penal. Plinio Mendoza los invitó a todos a almorzar. Antes de salir Gaitán comentó jocosamente: «Te advierto Plinio, que yo soy muy costoso».
Bajaron por el ascensor, cuando este se abrió, Plinio siguió adelante con el doctor Gaitán. Alcanzando la calle lo tomó del brazo. En ese momento sonaron los disparos. El caudillo se desplomó, Mendoza Neira y los otros amigos corrieron y…el asesino tuvo tiempo de  retroceder. Plinio Mendoza se reincorporó…trató de seguir al asesino pero este lo apuntó y le hizo el último disparo al doctor Gaitán. En cuestión de segundos lo metieron a un taxi, lo llevaron a la Clínica Central. Allí varios médicos lo atendieron, duró vivo unos quince minutos.
Entre tanto, los gaitanistas estaban esperando la recuperación de su gran hombre. Era como si el pueblo al unísono repitiera esas frases que Sancho decía al Quijote cuando este moría: «No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más..»

Texto tomado de la extinta revista Coralibe, Edición 52.

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