Translate

La Donación de nuestros Lectores nos motivan a seguir hacia adelante. ¡Gracias!

lunes, 18 de enero de 2016

Leer a Roberto Montes Mathieu*
Una Mujer Exquisita

La primera vez que la vio entrar a la oficina de cobranzas del Banco lo deslumbró.  No apartó su mirada de ella, que en compañía del jefe fue presentada a cada uno de los empleados como la nueva economista que haría parte del grupo de trabajo. Tenía una falda roja de pliegues y una blusa blanca de seda, un collar de falsas perlas, el cabello castaño corto. Era blanca, delgada, de piernas largas. Le llamó la atención la gracia con que caminaba dando la impresión de que modelaba. 
A ella le gustó desde el primer momento, tanto que no le preocupó conocer su estado civil. Hicieron buenas relaciones y empezaron a salir juntos, primero a almorzar todos los días, de lunes a viernes que permanecían en la oficina; después, los sábados, se veían y caminaban un rato por un centro comercial. Un día, casi sin darse cuenta, estuvieron en la oscuridad de una sala de cine. Se buscaron y acariciaron, se dijeron cosas de amor eterno y otras que se dicen en esos momentos. Él trató de alcanzarla debajo de su falda. Puso la mano en sus rodillas y al querer ascender se encontró con el fuerte obstáculo de su rechazo; se la agarró y la retiró al tiempo que apartaba sus labios de los de él. 
—¿Por qué?—preguntó. 
Lo miró y moviendo la cabeza le dijo: 
—No está bien. 
—Pero por qué, si yo te quiero. 
—No—dijo terminantemente. 
Se recostó en la silla y miró la pantalla. Hasta ese momento no había prestado atención a la película, y no entendió nada. Se volvió hacia ella que permanecía casi indiferente. 
—Tú me gustas—le dijo. 
—Y tú a mí—respondió ella. 
—¿Y entonces por qué no dejas que te acaricie? 
—Sí dejo, pero ahí donde tú quieres no. No está bien. 
—Pero algún día… 
—Eso es otra cosa. Ahora no. 
Siguieron juntos. Sabía que poco a poco ella iría cediendo, como en afecto sucedió. Fueron con más frecuencia a cine, y ya era un triunfo acariciarle los senos, hasta sacárselos del brasier y besarlos. Disfrutaba pasándole la punta de la lengua por el pezón erecto. Tuvo la precaución de no preguntarle nunca si había tenido otra relación, no podía caer en esa ingenuidad, ella tenía veintiocho años, probablemente treinta, era difícil saberlo con una mujer, además eso no importaba. 
Aunque en la oficina podía pensarse que conocían esa relación amorosa, nadie parecía darse por enterado, probablemente porque otras parejas estaban en la misma situación. Cuando él recibía llamadas de su casa lo hacía con la mayor naturalidad, sin comentarios y sin que nadie se entrometiera. 
Ella, discreta, no le preguntaba nunca sobre su familia que parecía ignorar que existiera; ni por qué tenía que irse temprano o no podían verse en determinados días. Disfrutaba de su compañía, de su amor o lo que pareciera que fuera; además sabía que podía contar siempre con él. 
Ocasionalmente iban con otros amigos a discotecas y si bien se turnaban bailando todos con todas, aprovechaban cuando bailaban los dos, se alejaban en la penumbra inundada de música y se besaban, ella sentía contra su cuerpo el pene erecto que parecía señalarla y la apretaba más para que quedara como una impronta en el recuerdo. Sin duda ella también disfrutaba, porque se zampaba buscándolo. 
Una vez en cine, al ver que ya avanzaba la mano entre las piernas y bordeaba los interiores, decidió posarla en su centro. La mantuvo ahí y constató que la respiración de ella se aceleraba, pareció rendirse ante él que deslizó un dedo por los bordes buscando sus labios mayores, luego los menores, y el ascenso feliz hasta encontrar el deseado punto que ella facilitó abriendo las piernas. 
La confianza entre los dos era casi total. No sólo le agarraba el pene por encima del pantalón sino que abría la cremallera, lo sacaba y ungía con sus caricias. Así pasaba en la oscuridad del cine prendida a su miembro encendido, hasta el día que en el baño de una discoteca lo masturbó gozosa como él hacía con ella. Aquello se convirtió en un hábito y mutuamente se proporcionaban el esperado placer. Se pegaban de sus labios en besos furiosos y desesperados mientras él agitaba su clítoris y ella le sacudía el pene. En alguna ocasión manchó su falda con el chirrete viscoso por lo que tomaron la preocupación de ponerle el pañuelo encima, como un encapuchado o un fantasma, para que fuera a repetirse ni le tocara, aunque lo celebraron con risas, lavar la parte afectada antes de salir. 
El momento que iría a cambiar las cosas se presentó. Ella estaba decidida a todo, a lo que faltaba, pues poco a poco había ido cediendo hasta que pensó que estaba lista. El sitio fue una discoteca el día de sus cumpleaños. Los dos solos, un viernes por la noche en que no cabía una persona más. Las luces sicodélicas pasaban como ramalazos. La gente bailaba y saltaba. Empezaron a beber. Ella, igual que él, lo desafiaba a que bebiera más, que la superara. Había llegado con un traje liviano, rosado, y encima una gabardina. Se dejó quitar el vestido y lo guardó apeñuscado en el bolso. Bailaban y se besaban. El cuerpo de ella contra el de él, en la pista, desnuda bajo la gabardina entreabierta. Sus manos la recorrían buscando siempre su vértice central. Gozaban. En la madrugada salieron bajo una ligera llovizna. 
Tomaron un taxi y se dirigieron a un motel. La noche parecía crecer por la soledad de las calles con lámparas que escupían una luz turbia. En el radio del carro sonaba la voz de Pedro Vargas en un programa de evocaciones. La brisa de la noche le borraba la vista. Estaba borracho, había bebido demasiado y de manera seguida, casi sin pausa. 
En la habitación en penumbras se desnudaron. Por primera vez estaban los dos sin ropas, uno frente al otro. Se besaron y acariciaron, él pensó que iba a caerse. Ella se arrodilló frente a él e inesperadamente, empezó a chupárselo; su miembro permanecía flácido y solo después de una intensa succión logró reponerse un poco. Vacilante trató de metérselo cuando ella se tendió de espaldas en la cama, con las piernas abiertas, pero no pudo. No lograba erguirlo, lo intentó varias veces y nada. Sintió desespero y angustia. 
Se hizo a un lado. Ella se inclinó hacia él, recorrió su cuerpo con sus besos mientras lo manipulaba con la mano. Nuevamente lo buscó con su boca ávida para confirmar que seguía como una gelatina, pero continuó chupando hasta un momento antes de que se viniera lánguidamente para medio pegotearle la cara. Él empezó a llorar y a decir que nunca le había sucedido eso, tal vez por tanto trago que había ingerido; que ella sabía que él no era impotente, varias veces lo había comprobado. Y nombró a su esposa por primera vez en todos esos meses que habían pasado juntos, que la quería, y a sus hijos, que se sentía mal. Se  levantó y se sentó en la cama. Con la sábana secaba sus ojos. Hablaba incoherencias. Ella, acostada bocarriba, buscaba algo con su mirada en el cielo raso de la habitación a oscuras.  
No decía nada, solo se inquietó cuando algo como un gruñido salió de él, lo miró y se despreocupó, pero sintió asco al verlo cómo se vomitaba en el piso. Se puso de pie y entró al baño para salir vestida. No lo miró, solo dijo que la acompañara a buscar un taxi. 
El día siguiente se levantó con un fuerte dolor de cabeza y moralmente afectado. No recordaba cómo había llegado pero se encontraba en su casa. Entró al baño y permaneció largo rato bajo el chorro de agua de la regadera. Trató de reconstruir la terrible noche del viernes y recordó la historia triste de un amigo que se había emborrachado cuando no debía hacerlo, y al querer poseer a la mujer que había cortejado largo tiempo se había quedado dormido, abrumado por el alcohol. Al día siguiente y el resto de su vida nunca pudo saber si había consumado el acto. 
Algunas piezas no encajaban en su noche. Tenía muchas lagunas, aún en el tiempo que había permanecido en la discoteca. Vagamente recordaba haber tomado un taxi en la noche fría y húmeda. Sabía que había entrado a un motel, recordaba la oscura habitación y luego sobrevenían unos vacíos que no lograba llenar. ¿Había vomitado? No precisaba nada, ni siquiera el momento en que había salido o si había acompañado a su amiga. Todo era confuso. 
         
        Roberto Montes Mathieu, Escritor
Decidió llamarla por teléfono. Eran las 7 de la noche. Salió a la calle, entró a la cafetería cerca de su casa, pidió una bebida fría. Sentía que el estómago le daba vueltas. Tomó el teléfono e introdujo la moneda. Contestó ella, que vivía con una prima en un apartamento de solteras. Le dijo cómo se sentía de mal, sin hacer mayores referencias a la noche anterior. Tuvo el presentimiento que no había nadie al otro lado. 
—Eres una mujer exquisita—dijo, para terminar la conversación que fue un auténtico monólogo. 
Ella no respondió enseguida. El silencio se prolongó tanto que le pareció eterno, al final dijo: 
—Eso no lo puedes decir tú.
          * Tomado del Magazín del Caribe. Bogotá, Noviembre y Diciembre de 2015 
   
    

No hay comentarios:

Seguidores

HAY QUE LEER....LA MEJOR PÁGINA...HAY QUE LEER...

Hojas Extraviadas

El Anciano Detrás Del Cristal Por Gilberto García Mercado   Habíamos pasado por allí y, no nos habíamos dado cuenta. Era un camino con árbol...