Leer a Roberto Montes Mathieu*
Una Mujer Exquisita
La primera vez
que la vio entrar a la oficina de cobranzas del Banco lo deslumbró. No apartó su mirada de ella, que en compañía
del jefe fue presentada a cada uno de los empleados como la nueva economista
que haría parte del grupo de trabajo. Tenía una falda roja de pliegues y una
blusa blanca de seda, un collar de falsas perlas, el cabello castaño corto. Era
blanca, delgada, de piernas largas. Le llamó la atención la gracia con que
caminaba dando la impresión de que modelaba.
A ella le gustó
desde el primer momento, tanto que no le preocupó conocer su estado civil. Hicieron
buenas relaciones y empezaron a salir juntos, primero a almorzar todos los
días, de lunes a viernes que permanecían en la oficina; después, los sábados,
se veían y caminaban un rato por un centro comercial. Un día, casi sin darse
cuenta, estuvieron en la oscuridad de una sala de cine. Se buscaron y
acariciaron, se dijeron cosas de amor eterno y otras que se dicen en esos
momentos. Él trató de alcanzarla debajo de su falda. Puso la mano en sus
rodillas y al querer ascender se encontró con el fuerte obstáculo de su
rechazo; se la agarró y la retiró al tiempo que apartaba sus labios de los de él.
—¿Por
qué?—preguntó.
Lo miró y
moviendo la cabeza le dijo:
—No está bien.
—Pero por qué,
si yo te quiero.
—No—dijo
terminantemente.
Se recostó en la
silla y miró la pantalla. Hasta ese momento no había prestado atención a la
película, y no entendió nada. Se volvió hacia ella que permanecía casi indiferente.
—Tú me gustas—le
dijo.
—Y tú a
mí—respondió ella.
—¿Y entonces por
qué no dejas que te acaricie?
—Sí dejo, pero
ahí donde tú quieres no. No está bien.
—Pero algún día…
—Eso es otra
cosa. Ahora no.
Siguieron juntos.
Sabía que poco a poco ella iría cediendo, como en afecto sucedió. Fueron con
más frecuencia a cine, y ya era un triunfo acariciarle los senos, hasta sacárselos
del brasier y besarlos. Disfrutaba pasándole la punta de la lengua por el pezón
erecto. Tuvo la precaución de no preguntarle nunca si había tenido otra
relación, no podía caer en esa ingenuidad, ella tenía veintiocho años,
probablemente treinta, era difícil saberlo con una mujer, además eso no
importaba.
Aunque en la
oficina podía pensarse que conocían esa relación amorosa, nadie parecía darse
por enterado, probablemente porque otras parejas estaban en la misma situación.
Cuando él recibía llamadas de su casa lo hacía con la mayor naturalidad, sin
comentarios y sin que nadie se entrometiera.
Ella, discreta,
no le preguntaba nunca sobre su familia que parecía ignorar que existiera; ni
por qué tenía que irse temprano o no podían verse en determinados días. Disfrutaba
de su compañía, de su amor o lo que pareciera que fuera; además sabía que podía
contar siempre con él.
Ocasionalmente iban
con otros amigos a discotecas y si bien se turnaban bailando todos con todas,
aprovechaban cuando bailaban los dos, se alejaban en la penumbra inundada de
música y se besaban, ella sentía contra su cuerpo el pene erecto que parecía
señalarla y la apretaba más para que quedara como una impronta en el recuerdo. Sin
duda ella también disfrutaba, porque se zampaba buscándolo.
Una vez en cine,
al ver que ya avanzaba la mano entre las piernas y bordeaba los interiores,
decidió posarla en su centro. La mantuvo ahí y constató que la respiración de
ella se aceleraba, pareció rendirse ante él que deslizó un dedo por los bordes
buscando sus labios mayores, luego los menores, y el ascenso feliz hasta
encontrar el deseado punto que ella facilitó abriendo las piernas.
La confianza
entre los dos era casi total. No sólo le agarraba el pene por encima del
pantalón sino que abría la cremallera, lo sacaba y ungía con sus caricias. Así pasaba
en la oscuridad del cine prendida a su miembro encendido, hasta el día que en
el baño de una discoteca lo masturbó gozosa como él hacía con ella. Aquello se
convirtió en un hábito y mutuamente se proporcionaban el esperado placer. Se pegaban
de sus labios en besos furiosos y desesperados mientras él agitaba su clítoris
y ella le sacudía el pene. En alguna ocasión manchó su falda con el chirrete
viscoso por lo que tomaron la preocupación de ponerle el pañuelo encima, como
un encapuchado o un fantasma, para que fuera a repetirse ni le tocara, aunque
lo celebraron con risas, lavar la parte afectada antes de salir.
El momento que
iría a cambiar las cosas se presentó. Ella estaba decidida a todo, a lo que
faltaba, pues poco a poco había ido cediendo hasta que pensó que estaba lista. El
sitio fue una discoteca el día de sus cumpleaños. Los dos solos, un viernes por
la noche en que no cabía una persona más. Las luces sicodélicas pasaban como
ramalazos. La gente bailaba y saltaba. Empezaron a beber. Ella, igual que él,
lo desafiaba a que bebiera más, que la superara. Había llegado con un traje
liviano, rosado, y encima una gabardina. Se dejó quitar el vestido y lo guardó
apeñuscado en el bolso. Bailaban y se besaban. El cuerpo de ella contra el de
él, en la pista, desnuda bajo la gabardina entreabierta. Sus manos la recorrían
buscando siempre su vértice central. Gozaban. En la madrugada salieron bajo una
ligera llovizna.
Tomaron un taxi y se dirigieron a un motel. La noche parecía
crecer por la soledad de las calles con lámparas que escupían una luz turbia. En
el radio del carro sonaba la voz de Pedro Vargas en un programa de evocaciones.
La brisa de la noche le borraba la vista. Estaba borracho, había bebido
demasiado y de manera seguida, casi sin pausa.
En la habitación
en penumbras se desnudaron. Por primera vez estaban los dos sin ropas, uno
frente al otro. Se besaron y acariciaron, él pensó que iba a caerse. Ella se
arrodilló frente a él e inesperadamente, empezó a chupárselo; su miembro
permanecía flácido y solo después de una intensa succión logró reponerse un
poco. Vacilante trató de metérselo cuando ella se tendió de espaldas en la
cama, con las piernas abiertas, pero no pudo. No lograba erguirlo, lo intentó
varias veces y nada. Sintió desespero y angustia.
Se hizo a un lado. Ella se
inclinó hacia él, recorrió su cuerpo con sus besos mientras lo manipulaba con
la mano. Nuevamente lo buscó con su boca ávida para confirmar que seguía como
una gelatina, pero continuó chupando hasta un momento antes de que se viniera lánguidamente
para medio pegotearle la cara. Él empezó a llorar y a decir que nunca le había sucedido
eso, tal vez por tanto trago que había ingerido; que ella sabía que él no era
impotente, varias veces lo había comprobado. Y nombró a su esposa por primera
vez en todos esos meses que habían pasado juntos, que la quería, y a sus hijos,
que se sentía mal. Se levantó y se sentó
en la cama. Con la sábana secaba sus ojos. Hablaba incoherencias. Ella,
acostada bocarriba, buscaba algo con su mirada en el cielo raso de la
habitación a oscuras.
No decía nada, solo se inquietó cuando algo como un
gruñido salió de él, lo miró y se despreocupó, pero sintió asco al verlo cómo
se vomitaba en el piso. Se puso de pie y entró al baño para salir vestida. No lo
miró, solo dijo que la acompañara a buscar un taxi.
El día siguiente
se levantó con un fuerte dolor de cabeza y moralmente afectado. No recordaba
cómo había llegado pero se encontraba en su casa. Entró al baño y permaneció
largo rato bajo el chorro de agua de la regadera. Trató de reconstruir la
terrible noche del viernes y recordó la historia triste de un amigo que se
había emborrachado cuando no debía hacerlo, y al querer poseer a la mujer que
había cortejado largo tiempo se había quedado dormido, abrumado por el alcohol.
Al día siguiente y el resto de su vida nunca pudo saber si había consumado el
acto.
Algunas piezas
no encajaban en su noche. Tenía muchas lagunas, aún en el tiempo que había permanecido
en la discoteca. Vagamente recordaba haber tomado un taxi en la noche fría y
húmeda. Sabía que había entrado a un motel, recordaba la oscura habitación y
luego sobrevenían unos vacíos que no lograba llenar. ¿Había vomitado? No
precisaba nada, ni siquiera el momento en que había salido o si había
acompañado a su amiga. Todo era confuso.
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Roberto Montes Mathieu, Escritor |
Decidió llamarla
por teléfono. Eran las 7 de la noche. Salió a la calle, entró a la cafetería
cerca de su casa, pidió una bebida fría. Sentía que el estómago le daba
vueltas. Tomó el teléfono e introdujo la moneda. Contestó ella, que vivía con
una prima en un apartamento de solteras. Le dijo cómo se sentía de mal, sin
hacer mayores referencias a la noche anterior. Tuvo el presentimiento que no
había nadie al otro lado.
—Eres una mujer
exquisita—dijo, para terminar la conversación que fue un auténtico monólogo.
Ella no
respondió enseguida. El silencio se prolongó tanto que le pareció eterno, al
final dijo:
—Eso no lo
puedes decir tú.
* Tomado del Magazín del Caribe. Bogotá, Noviembre y Diciembre de 2015
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