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sábado, 2 de mayo de 2015

LECTURAS OBLIGADAS

EL GATO NEGRO
Edgar Allan Poe 
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. 
Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales. 
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. 
Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre. 
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato. 
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla. 
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle. 
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. 
Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor. 
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. 
Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad. 
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido. 
Edgar Allan Poe
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. 
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. 
¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? 
¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? 
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. 
Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible. 
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza. 
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. 
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. 
El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal. 
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. 
Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver. 
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. 
Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. 
Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar. 
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. 
Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. 
Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho. 
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él. 
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer. 
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. 
Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. 
Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste. 
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros. 
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. 
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. 
En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal. 
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. 
Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. 
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen delpatíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte! 
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! 
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! 
De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón. 
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. 
La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba. 
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. 
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies. 
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. 
Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. 
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso. 
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. 
Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano". 
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. 
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma. 
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. 
Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada. 
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. 
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. 
Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia. 
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez. 
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón. 
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. 
Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación. 
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. 
Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. 
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
 


viernes, 1 de mayo de 2015

LAS CRÓNICAS DE JOCE G DANIELS G*

Tras la huella de Artel 
Viernes 20 de noviembre de 1998
Desde hace poco más de tres años Álvaro Suescún, un entusiasta poeta y acucioso investigador sigue tras la huella del aeda Jorge Artel y así recoger los aspectos más relevantes de su vida desde el día en que nació en el histórico y heroico barrio de Getsemaní, hasta cuando se produjo su deceso en Malambo, siguiendo naturalmente la ruta desde su niñez, sus amigos de barriada, sus estudios de primaria y secundaria, su paso por la Universidad de Cartagena donde su tesis para optar el título de abogado nunca fue laureada, sus círculos literarios, su enfrentamiento intelectual con José Morillo, sus tórridos y juveniles romances, su efímero paso por la burocracia, su participación en política y después lo que sería la hégira o el largo periplo de más de cincuenta años por diferentes países suramericanos y antillanos en los que fue dejando un verso y un adiós  como prueba imperecedera de su estro poético. 
Artel, que fue un niño mimado de las Musas, sigue siendo un desconocido en su ciudad natal y cuyo olvido ineludible está muy cerca a pesar de los intentos que han hecho muchos de sus amigos y admiradores y de haberse creado un concurso de poesía que lleva su nombre. 
Posiblemente resucitará en el trabajo que viene realizando el infatigable escritor Álvaro Suescún, quien al sufrir una de sus grandes frustraciones en su vida al no encontrar un solo libro de Artel en las librerías ni en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, ni mucho menos referencia de su nombre en los estantes de su departamento, se propuso reivindicar el nombre del poeta. 
«Me sentí humillado y ofendido, sentí tristeza y rabia, me dijo con el corazón en la mano y la voz quebrada de la emoción, pues no llegaba a concebir la cruel realidad que se cernía sobre uno de nuestros más grandes bardos del Caribe y de Colombia, que estuviese olvidado tan olímpicamente. Por eso me propuse investigar el legado que nos había dejado Artel». 
Lo cierto de todo esto es que, nuestro amigo escritor Álvaro Suescún, que sigue como Watson o Hércules Poirot, los pasos de Artel se ha montado en una yegua cerrera al emprender una de las más importantes y osadas aventuras de su vida, pues escribir una biografía puede ser fácil cuando se utiliza el sistema pildoral de las enciclopedias, en este caso, no sólo debe meterse en el laberinto de las andanzas, sino que por la transcendencia del personaje, amerita una buena investigación, por lo que representa para el país literario y para despertar la sensibilidad a sus propios paisanos que jamás se han dignado en poner al poeta en el sitial que le corresponde. 
No es fácil recomponer la odisea de nadie y mucho menos de Artel. 
Su recorrido por las Antillas, su vida sumergida en la bohemia, el idilio y la poesía, el llamado de sus ancestros para ir sembrando en cada era de aquellas misteriosas y míticas islas un pétalo de sus versos, su universalidad y en especial su celo para que su obra jamás estuviese atada a los caprichos de las páginas de un libro. 
«He construido una poesía libre, inmensa como el mar, suelta como el viento, pródiga como el pensamiento del hombre caribeño», dijo en una reunión que teníamos en una cantina de estudiantes rurales de la calle Medialuna, cuando nos bebíamos una damajuana de ron. 
Lo más seguro es que el trabajo que realiza el poeta Suescún, que espera nutrirlo con los elementos que le hagan llegar los amigos de Artel, mostrará una nueva faceta del vate del barrio Getsemaní. 
En especial sobre su vida, sus relaciones amorosas, sus escritos literarios siempre con el sello de una prosa vigorosa y emocionante, sus crónicas de prensa, sus cientos de poesías dormidas apaciblemente entre las páginas de periódicos y revistas que reposan en los plúteos y anaqueles de bibliotecas, oficiales y privadas, son por decirlo de alguna forma, obras inéditas que representan el bagaje intelectual del más importante bardo de Cartagena en esta centuria. 
Joce G Daniels, Escritor
Hay que felicitar a Álvaro, pues convertido en un mirmidón rebusca y curucutea los hechos y datos más importante de la vida de Artel, para resucitarlo como uno de nuestros más grandes poetas y así no sufrir en el Siglo XXI la angustia y la decepción de no encontrar un libro que hable del aeda que nació en Getsemaní y en el Olimpo Colombiano, fue según la crítica especializada, el mimado de las Musas, muy a su pesar de que en Cartagena, su tierra, aún no lo conocen y tampoco lo han ubicado en el sitial que por derecho le corresponde. 
San Sebastián de Calamarí.
*Presidente fundador de la Asociación de Escritores de la Costa. Organizador del Parlamento Nacional de Escritores de Colombia. Este texto forma parte del Libro "Mi tiempo en El Tiempo Caribe", recopilación de crónicas de cuando El Marques de la Taruya escribía una columna semanal en el gran diario colombiano.

sábado, 25 de abril de 2015

Las vidas para le(er) las de
Gabriel García Márquez y Octavio Paz
Por Ariel Castillo Mier* 
A primera vista no habría dos escritores más disímiles que el poeta Octavio Paz y el narrador, Gabriel García Márquez. Pese a estar hermanados por el Premio Nobel, no es temerario pensar que los dos eran seres tan diferentes (casi contrarios) al punto que viviendo en la misma ciudad, en la región más transparente del aire, y pese a la amistad compartida con el poeta Álvaro Mutis, se mantuvieron siempre distantes. 
Paz es el prototipo del poeta moderno, lúcido, autoconsciente, crítico del mundo, del lenguaje y de los mecanismos y fundamentos de la poesía. García Márquez, con hondo arraigo en la tradición analfabeta y antigua del relato oral, intenta explicar el mundo a través de anécdotas que abstraigan al lector de su circunstancia angustiosa para devolverlo a la realidad enriquecido espiritualmente. 
El Mexicano Octavio Paz
El uno, del sur de Norteamérica, nacido en Mixcoac, en una meseta con rancios ancestros indígenas, vigilada por volcanes femeninos; y el otro, nacido en Aracataca, una región de ríos y caciques aborígenes, no muy lejos del mar, con gran presencia afromericana, al norte de Suramérica; el uno, además de poeta, ensayista, diplomático, director de revistas, crítico literario y de artes plásticas y traductor; el otro, narrador nato con diferentes máscaras: reportero, cuentista, novelista, guionista de cine, columnista internacional; el mexicano: intelectual a la francesa, de tiempo completo, y fiel a la cultura más exquisita y exigente; el caribeño, anti intelectual, a la manera de la generación perdida norteamericana, defensor del vitalismo y la cultura popular del Caribe del bolero, la guaracha, la salsa, la cumbia, el vallenato y las radionovelas, detestaba el espectáculos de los intelectuales en la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas y las entrevistas. 
Paz despreciaba la novela, el género vulgar de nuestro tiempo, y ejerció con altura la crítica literaria. García Márquez detestaba los críticos, hombres serios y aburridores, porque la seriedad había dejado de interesarle hacía rato, y le divertía verlos patinando en la oscuridad con su caparazón de pontífices que no encuentran en los libros lo que pueden, sino lo que quieren, pues no saben qué buscan ni adónde quieren llegar. 
El aristócrata y el  plebeyo, el refinado y el popular, la distancia mayor entre los dos, tuvo que ver con su diversa ubicación política: García Márquez en la izquierda, pero a la derecha de Fidel Castro, y Paz en la derecha, aunque en diatriba contra toda dictadura. 
Funcionario y diplomático, el mexicano jamás claudicó en el ejercicio de su libertad bajo palabra; García Márquez, por su parte, nunca aceptó un puesto público ni un cargo oficial debido a su desacuerdo con todo el sistema político colombiano, a todo lo ancho y a todo lo largo y a todo lo profundo de su estructura anacrónica, y para no empeñar su palabra. 
Adolfo Bioy Casares
Uno, reportero curtido, se acostumbró a escuchar con atención y paciencia; el otro, dado a interrumpir al contertulio, se acostumbró a apoderarse de la palabra y a monopolizar la conversación. 
Mientras que García Márquez idolatraba a Rulfo, Paz lo elogiaba con desdeñosa reticencia. 
Al colombiano quizá lo quieren más en México que en su país natal, donde incluso paisanos caribes no le perdonan que uno de sus hijos haya estudiado en Harvard y los académicos bogotanos y antioqueños suelen mofarse de sus supuestas excentricidades de nuevo rico, sus yins de vaquero, sus botas de calle y sus guayaberas, y la recepción inicial de Cien años de Soledad en la prensa nacional fue francamente negativa, pues no la bajaban de impenetrable ladrillo reaccionario escrito en lenguaje chabacano. 
Al mexicano, en cambio, lo idolatran los poetas colombianos, no sólo en su poesía, sino en sus reflexiones críticas y no faltan en cada ensayo al menos dos citas del Arco y la lira, Corriente alterna o Los hijos del limo. 
Pero en México, a Paz lo veían, a menudo, con sorna o indiferencia y se decía que la cultura mexicana descansaba en Paz. 
Muy pocas veces se aludieron directamente el uno al otro. Más pródigo con la palabra, opinador profesional, 1972, Paz, en un ensayo sobre Carlos Fuentes, se refirió a la obra de García Márquez, inicialmente con elogios, reconociéndolo como uno de los más notables novelistas hispanoamericanos (junto con Bioy Casares) en los que el amor es una pasión soberana, y casi adivinando la trayectoria posterior del autor de Cien años de soledad, afirmó: 
«En el mundo de García Márquez el amor es un poder genésico que reina como una presencia oscura, impersonal y todopoderosa: es el mundo del primer día o, más exactamente, la noche primordial». 
El Chileno Pablo Neruda
En 1973, en diálogo con Julián Rios, al destacar la presencia de Ramón Gómez de la Serna en las letras hispanoamericanas, menciona como ejemplo la obra garciamarquiana, no sin recalcar que mientras Gómez era un inventor, García Márquez era un popularizador de hallazgos ajenos. 
Y remató con una caracterización a pedrada pura: «La prosa del escritor colombiano, esencialmente académica, es un compromiso entre periodismo y fantasía. Poesía aguada. García Márquez es un continuador de una doble corriente latinoamericana: la épica rural y la novela fantástica. No carece de habilidad, pero es un divulgador, o como llamaba Pound a este tipo de fabricantes, un «diluter». 
El cambio de actitud parece estar mediado por alguna alusión de Gabo o la firma de apoyo a un documento en el cual se definía a Octavio Paz como un escritor del sistema. 
La andanada del polemista Paz no se hizo esperar en su cordial conversación con Rita Guibert al calificarlo como «Vocero de un grupito de pseudoextremistas que predican, sin tener las fuerzas ni la posibilidad de hacerla, «¡la revolución ahora mismo!». García Márquez es un oportunista de la izquierda, un hombre sin ideas políticas, sin ideas tout court… Capitán de las guerrillas latinoamericanas en los restaurantes y bares de Barcelona». 
Y en entrevista con Alan Riding precisó: «No le reprocho a García Márquez que use su talento para defender sus ideas. Le reprocho que éstas sean pobres. Hay una diferencia enorme entre lo que hacemos. Yo trato de pensar y él repite eslogans». 
Cuando a García Márquez le dieron el Nobel, Paz guardó silencio, si bien en su revista Vuelta abundaron las reseñas y alusiones negativas de su obra. 
Cuando Paz se ganó el Nobel, el colombiano, parco, escribió: «La Academia Sueca ha enmendado por fin su propia injusticia». 
No obstante, si ahondamos en sus trayectorias vitales podremos apreciar que no son pocas las similitudes de asombro que enlazan esas dos vidas en sus distintas etapas. 
Los dos pasaron infancias duras entre adultos, lejos del padre, entre un prestigio social y una estabilidad económica que se venían a menos y se desmoronaban, en compañía de sus abuelos (Paz con el paterno «Papá Neo»: García Márquez con el materno «Papalelo») ambos militares liberales olorosos a pólvora (el de Paz, general y pensionado: el de García Márquez, coronel, murió esperando la pensión), con un muerto a cuestas como consecuencia de un duelo de honor, quienes les inculcaron a los nietos la pasión por la historia, el lenguaje y los diccionarios (el de García Márquez le cedió un pedazo de pared para que pintara: el de Paz, su pluma, con la que el niño escribía cartas a destinatarias desconocidas) y con quienes compartieron los últimos años y el fin de la infancia (Paz presenció la muerte de Ireneo: García Márquez no estuvo cuando murió Nicolás) con largas caminatas y conversaciones interminables sobre la guerra. 
Ambos vivieron la niñez en casas grandes (la de Paz con un hall donde cabía una orquesta; la de García Márquez con una mesa de dieciséis puestos) con bibliotecas afines (Las 1001 noches, Los cuentos de Callejas) habitadas por personas mayores y pobladas de fantasmas («cuartos y cuartos habitados/solo por fantasmas»), y tías medio locas, tocadas por la literatura (en letras de molde, la tía de Paz: oral, la de García Márquez) que marcaron su vida y su obra. 
Tanto Paz como García Márquez, en su juventud, militaron en la izquierda: Paz fue detenido cuando secundaba al catalán José Bosh y García Márquez, discípulo de maestros marxistas, alcanzó a ser célula del partido comunista colombiano. 
Los dos comenzaron, sin culminarlos, estudios de derecho. 
Durante sus visitas de novio, Octavio conversaba mucho más con su futuro primer suegro, José Antonio Garro, que con su prometida: igual pasaba con Gabriel José de la Concordia, quien se la pasaba platicando con el boticario Demetrio Barcha, padre de Mercedes. 
Obras de los dos fueron rechazadas por Guillermo de Torre (quien, además, se opuso a la publicación de un poemario de Neruda, con lo cual acertó tres veces por error: los escritores a los que descalificó se ganaron el Premio Nobel. 
Ambos padecieron (¿o disfrutaron?) el desprecio, la inquina inquisitorial y el corazón blindado de rencor de Rafael Gutiérrez Girardot. 
Los dos encarnan la lealtad a la vocación, la tenacidad a prueba de tentaciones distractoras. 
Herederos de la libertad imaginativa del surrealismo, maestros de la invención verbal, en sus obras el cuerpo (sobre todo el femenino) y el amor como antídoto contra la esencial soledad humana constituyen motivos recurrentes. 
Faros de luz inextinguible, los dos han sido reconocidos universalmente, cada uno en lo suyo. 
Como nada les fue regalado, supieron superar con voluntad inquebrantable los prosaicos obstáculos que impedían el pleno ejercicio de su vocación y ganarse, a puro pulso, el derecho a la palabra hasta el punto de erigirse, como figuras cimeras y polémicas, en el centro de la discusión intelectual latinoamericana, expuestos a la alabanza y el vituperio, el fervor y el odio de sus admiradores y detractores. 

*Tomado de Magazín del Caribe  Año X  No.48 Enero-febrero de 2015. Bogotá Colombia

miércoles, 22 de abril de 2015

EL DÍA DEL IDIOMA EN CHAMBACÚ 
 DE LA POBREZA EXTREMA EN QUE 
UN 23 DE ABRIL MURIÓ MIGUEL DE 
CERVANTES  SAAVEDRA…

Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Era una  hora especial, las voces se daban con compases audibles y las miradas fijas en el tablero negro y lo escrito por la Seño Carmen. Una especie de oración cincelada con letra cursiva, se loaba al «Manco de Lepanto» por celebrarse el Día de los Idiomas, pues para ese  tiempo la  Maestra pluralizaba el día, en honor a Miguel de Cervantes Saavedra, «El Manco de Lepanto». 
Nombrado con este epíteto por su participación en la batalla de Lepanto  contra los turcos del Imperio Otomano de religión musulmana, de donde sale victoriosa la armada cristiana dirigida por Juan de Austria, en esta batalla Miguel de Cervantes sale malogrado de su mano izquierda, impedido para utilizarla, más no la derecha que sostendrá la pluma que habrá de maravillar al mundo con «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote De La Mancha»
                              «Oh Santa Cruz y carísimo Santo Rosario
De Cervantes fuiste su protección
Para bien de las letras del mundo
Aunque Manco de Lepanto lo llamarán

Defendió con valor y  fervor la fe cristiana
A los turcos, de Imperio Otomano venció,
Con plegarias  y oraciones de ciudades hermanas

Con tu libro de El Hidalgo Quijote de la Mancha
Al leerlo, nos alegramos por lo bien que se narra
Vas combatiendo a todo el mal que asechanza
Como buen caballero de armadura y dura lanza

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha
En aquella escuela, una de las tantas instituciones que funcionaban en la ciudad, de la «Sociedad Amor a Cartagena», en ella se aprendían las primeras nociones del conocimiento, todo aquello estimulado  por la bondad y el tesón de la   señorita Carmen Pérez, una mujer devota, quien tenía la aceptación celestial de los chambaculeros, la miraban y la dibujaban como el ángel protector de los niños del barrio 
Se realizaba un concurso de lectura, basado en los pasajes bíblicos narrados en las «Cien Lecciones de Historia Sagrada», entre los textos más leídos estaban «Anunciación de María y Jesús disputando entre los doctores de la ley». 
La Maestra quedaba absorta ante la lectura que hacía el estudiante Emeterio. También para aquel Día de los Idiomas se convertía en canción la plegaria escrita por la Maestra, en la  voz del niño Emeterio Torres, quien se perfilaba como el tenor, que hoy además de cantautor, es licenciado en Matemáticas y Física de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia-Tunja. 
Las voces del coro entraban por las rendijas de las casas de tablas cercanas a la escuela y las personas se acercaban para informarse de lo que se estaba celebrando en la escuela de la Seño Carmen; era el «Día de los Idiomas» y se le daba gracias a Miguel de Cervantes Saavedra. Un hombre que había caminado por muchas ciudades, escribiendo comedias, versos  y  haber soportado la pobreza,  por la cual algunas veces fue encarcelado y excomulgado, otras veces trabajó de alcabalero y comisario de provisiones. 
Miguel de Cervantes Saavedra
Nada de esas adversidades le impidieron escribir el libro más leído del mundo, después de la Biblia. 
Simultáneamente se daba otra celebración en el sector de Tokio de Chambacú, organizado por la Niña Zoilita Castellón, quien dirigía otra escuela de bancos y golpes de regla, la que nunca fue empleada por esta santa maestra, que le hacía compañía a la Seño Carmen, ambas consideradas como beatas de admiración santa y grato recuerdo para quienes fueron tocados por sus consejos amorosos. Las dos tenían clara aceptación de la importancia del buen hablar y consideraban que a través del canto se lograba mejorar la expresión. Ellas fueron una  especie de Hadas premonitorias de sus descendientes, en cuanto a la Señorita Carmen Pérez, de su regazo tomó las primeras letras su sobrino el economista Emiro Pinto Pérez, quien fue tesorero del Departamento de Bolívar. 
Benemérita Maestra en Chambacú
La Niña Zoilita Castellón dejó el mensaje del magisterio en los cuadernos esgrimidos por el Licenciado Luis Ramírez Castellón, hoy  escogido para participar en el Premio Compartir, como uno de los mejores rectores de Colombia en la Educación secundaria. 
Aquellas fueron Maestras que se constituyeron en el oasis de las letras para la desolación predominante en el Chambacú de mediados del siglo XX.   
La escuela marcaba con tinta azul en una cartulina blanca los días del santoral de la Iglesia Católica para recordar con mayor afectación los días de guardar. 
La Maestra Carmen Pérez terminaba su plática argumentando la pobreza extrema en que un 23 de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes  Saavedra.






viernes, 17 de abril de 2015

AUSENCIA DE CANCIONES Y VALORES
En los entierros de los pobres las flores eran de papel, las lágrimas de verdad…

Por Rafel E Yepes Blanquicett
Qué dolor de pueblo y de patria siento cuando veo el espectáculo bochornoso en que se han vuelto los entierros de mi gente pobre, de mi gente linda, negra y morena, por cuenta de los pandilleros-delincuentes que han convertido los sepelios de sus integrantes o de algunas de sus víctimas, en una enorme trifulca que infunde pavor en los lugares por donde pasan. 
Cheo Feliciano, en su canción «Los entierros», letra de Tite Curet Alonso, dice que «en los entierros de mi gente pobre las flores son de papel, las lágrimas son verdad», y que «cuando se llora es porque se siente de verdad». Pero en este caso, no hay flores de papel, las balas son de verdad y cuando se llora es por el físico temor ante la furiosa arremetida de los delincuentes.
E Ismael Rivera, en su canción «Las caras lindas», compuesta también por Curet Alonso, pero registrada por Rivera, expresa que «las caras lindas de mi gente negra son un desfile de melaza en flor, que cuando pasa frente a mí, se alegra de su negrura todo el corazón». Sin embargo, en el desfile de los entierros de mi gente pobre, de mi gente negra, las caras no se ven lindas y el corazón se arruga de la tristeza, debido a la violencia de los desadaptados.  
Es tal la situación, que se hace necesario el despliegue cinematográfico de la fuerza pública con sus escuadrones del ESMAD para garantizar la seguridad de dolientes, habitantes y del propio muerto porque estos desalmados «no respetan pinta». 
¡Cómo será la cosa que ya ni en las funerarias ni en los cementerios los quieren recibir!  
Los idílicos sepelios de mi pobre gente de Cheo Feliciano y de las caras lindas de mi gente negra de Ismael Rivera, se han trastocado en una verdadera pesadilla sin fin, tanto para los asistentes a los mismos como para los residentes de los barrios por donde pasan.  
¿Hasta cuándo será este calvario?
  




sábado, 11 de abril de 2015


José Benito Barros
y Los Tiempos de «La Llorona»
Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Eran los tiempos de «La Llorona Loca», en que las guerras eran fáciles de declarar en busca de la hegemonía de uno de los dos partidos tradicionales de Colombia sobre el otro. De éstos, el Partido Conservador se mantuvo en el poder con breves interrupciones por espacio de ochenta años.  
José Benito nació en 1915 en pleno mandato del conservador José Concha Ferreira, quien gobernó entre los años de 1914 a 1918, el mismo tiempo empleado en tratar de equilibrar el mundo por medio de la Primera Guerra Mundial. 
Recibió los arrullos de los cantos marciales provenientes de Europa a través del río de la Magdalena. 
Estaba designado a ser «El Viajero Lírico» por los confines del universo, sin que nunca pudiera olvidar a «El Pescador» conocedor de los designios trazados por el canto de «El Gallo Tuerto», era el hombre que bogaba con la seguridad de volver para encontrar la dulzura de las miradas de la «Princesa Imperial» esperándolo en cada puerto. 
Marcó su vida «El Vaquero» de recorridos largos, tornándose estos en «Caminitos de Luna», experimentando luego la alegría surgida ante el amor que origina la canción que mata los «Pesares», haciendo florecer entonces en el alma del trovador un «Arbolito de Navidad».  
—Cuántas veces he recorrido el mundo tras los ecos «A la Orilla del Mar», cuántas veces he tropezado con  los  golpes de «Las Pilanderas», las damas que como «Juana Rosa Mana» y «Justiniana la Ventanera», diosas que acompasaban con sus voces al corazón señalando un descanso bondadoso de días para la subienda.   
La Llorona, Personaje Mítico
La vida podía brindarme con el canto del «Pajarillo Montañero» las mañanas alegres del «Amor de un Día», pero aquello era suficiente para sentir el «Carnaval» de  mi vida. Pocas eran las sombras que nublaban los amaneceres, jamás imaginaba darle un «Adiós al Corazón».  Me llenaba de alegría y volvía a  cantar con el suave toque de mi guitarra, las canciones que evocaba cuando estaba lejos de mi Banco.  
Podía gritar al mundo, a  ese inmenso espacio que acorto con mis pasos de aventurero-vaquero y viajero: «Cantinero Sirva Trago, que me quiero emborrachar». Ahora la voz era para que el universo me escuchara y mirara que en mí existía un trovador, que si algunas veces lo veían «Divagando», era por el sabor del «Ají Picante», y no porque perdiera en el juego que nos muestra la vida, como es esa dura y continua tragedia de  la «Violencia» en Colombia, cruel amargura que hace de los días una «Navidad Negra».  
A pesar de los pesares, la vida tiene más dulzor que amargura, no importa que algunas veces llore el «Bandoneón» y nos acordemos de esos momentos en que nos parece encontrar la calma eterna, para decirnos: «Me Voy de la Vida». Pero por fortuna, ese bandoneón que llevamos en nuestro interior vibra con su canto y volvemos a soñar con la  suavidad de las brisas,  ya sea en «Mi  Cafetal» o  en las corrientes del Río Grande de la Magdalena, cuando lo  surcamos en «La Piragua» del viejo Cubillo.  
—José Benito podía escuchar el canto del «Guere- Guere» por los recuerdos inolvidables de «Gladys Guerrero», volvía a coger la guitarra para calmar «el Tucu tucu» del recorrido de las imágenes de aquella que se transformaba por el toque de las musas en una «Paloma Morenita», que hacía trinar al cantor para no naufragar en  el pesar de la nostalgia. Antes bien, todo aquello servía para alimentar su numen de trovador incansable. 
Trazaba caminos con canciones, dejando el corazón en la insatisfacción de un «Corazón Atormentado».
El Majestuoso Rio de la Magdalena
Él mismo se respondía, cuando expresaba: «Busco tu Recuerdo», y era una voz brotándole de lo más íntimo de su ser. Nadie podía detener el fluido cantarino que tantas veces le despertaba en noches interminables, era sujeto de musas que le colmaban la mente y lo mantenían insomne, volvía a recordar los tiempos de la vida del «Minero», que se internaba en las intimidades de la tierra para jugar con los minerales de la naturaleza. 
Tal vez la rudeza del mundo hace volver a la nobleza de los recuerdos. Para entonces robarle a las musas la inspiración y así poder cantarle a nuestra amada. 
«La Momposina» es quizás la rosa más hermosa del vergel, que en toda su vida pudo cultivar, siempre la llevó prendida, como la flor colgada en el  primer ojal de la camisa, era su amuleto, su protección contra los amores impuros, los conjuros o desamores. 
En los caminos, ante tanta juglería y tantas vidas, pudo encontrarse con hombres con corazón de fiera, como el de «El Tigre de Tordecilla», nada de esto, por el contrario, amilanó el andar de José Barros. 
Todo servía para incrementar su inspiración de compositor versátil, que pasa del bolero como «A la orilla del mar» y entra con pasión al pasillo «Pesares», donde habla con dureza al corazón y compone un currulao «Paloma Morenita». 
Pero no le bastaba aquello, volvía a las riberas del río entonando sus sentidas cumbias, en la fusión de las diferentes etnias, dejando tal alegría como con «Palmira Señorial» «Navidad Negra» y tantas canciones que narran no sólo amores, sino fragmentos de las páginas de la Historia de Colombia, como son «Violencia». «Mi cafetal», «Las Pilanderas», «La Piragua”» y muchas otras.



miércoles, 8 de abril de 2015

Y TODO POR EL APOYO AL PROCESO DE PAZ

«LA PATRIA BOBA»: DIVIDE Y REINARÁS
 Por Rafael E Yepes Blanquicett
Esta es la máxima que, al parecer,  está aplicando el uribismo para conseguir su objetivo: volver al poder por encima de lo que sea y de quien sea, cueste lo que cueste.
 
Tal y como sucedió en nuestro país en el período comprendido entre el «Primer Grito de Independencia» de 1810 y  la reconquista española en 1816, conocido como «La Patria Boba», que enfrentó a federalistas y centralistas, una nueva «Patria Boba» se está «cocinando» en las entrañas mismas del Congreso de la República. 
 
En primer lugar, «el Señor del Ubérrimo» ha logrado dividir a la coalición de gobierno y al país, enfrentando a uribistas y santistas, en torno al proceso de paz que el Gobierno Nacional adelanta con la guerrilla de las Farc. Como no pudo derrotar a Santos en las urnas, le está la haciendo la oposición por dentro: desde el mismo Congreso, al cual llegó «el Ungido» dispuesto a volver a sentarse en la silla presidencial «per secula seculorum».
 
En segundo lugar, «El Mesías Redentor» colombiano también está dividiendo a la izquierda criolla nacional.
 
Juntos pero no revueltos...¡Quién lo creyera..!
Un duro enfrentamiento se está produciendo entre la presidente del Polo, Clara López, que representa a los antiguos «mamertos» del Partido Comunista de Colombia pro-moscovita, y el senador «marxista-leninista-maoísta» del viejo MOIR, Jorge Enrique Robledo, por un supuesto apoyo que la primera le estaría dando a un senador uribista «infiltrado» en el PDA. 
 
¡Quién lo creyera!
 
La izquierda democrática enfrentándose entre sí por el uribismo y la derecha también.
 
¡Como para Ripley!
 
Y todo por el apoyo al proceso de paz
 

lunes, 6 de abril de 2015

 9 DE ABRIL TRIGÉSIMO PRIMER ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN
 Asociación rinde Homenaje a Escritores Fallecidos
Redacción La Calvaria Literatura 
Jorge Garcia Usta, Homenajeado (Q. E. P. D)
La Asociación de Escritores de la Costa, que preside Joce Daniels, celebrará el trigésimo primer aniversario de su fundación, el 9 de abril de 2015, con un programa especial que incluye la presentación del escritor Antonio Mora Vélez, que leerá textos de su libro inédito «Los Jinetes del Recuerdo» y un Gran Homenaje a  poetas y narradores fallecidos de la ciudad y el Caribe, para «Leer poemas y relatos de los que se fueron». 
El acto, que es abierto al público para que los que quieran lean y expresen su opinión acerca de los homenajeados, se realizará en el Auditorio «Amaury Román Román» del Centro Cultural Colombo Americano. 
Régulo Ahumada Zurbaran (Q.E.P.D)
A partir de las 5 de la tarde se exaltará los nombres de los escritores, Alberto Sierra V, Abel José Ávila Guzmán, Blas Emilio Botero Palacio, Carlos Bautista Cruz Echeverría, Cecilia Arbeláez de Castellar, David Sánchez Juliao, Jaime Díaz Quintero, Erick Bozzi Andersen, Everardo Ramírez Toro, Héctor Rojas Herazo, Jaime Castellar Ferrer, Jaime E. Camargo F., Jairo Ayola Gómez, Jairo Mercado Romero, Jesús Cárdenas de la Ossa, Jorge Artel, Jorge García Usta, José María Amador, Juan Zapata Olivella, Manuel Zapata Olivella, Meira Delmar, Miguel Facio Lince López, Orlando Fals Borda, Régulo Ahumada Zurbarán, Roberto Ríos Jiménez y Winston «Willi» Caballero Salguedo, muchos de los cuales hicieron parte de la Asociación. 
Zapata Olivella (Q.E.P.D)
La Asociación de Escritores de la Costa, que inició sus primeras reuniones en febrero de 1984 y la primera junta Directiva estuvo conformada por los escritores Régulo Ahumada Zurbarán, Franklin Howard Ortega, Joce G. Daniels G, Libardo Muñoz, José Sarabia, Sebastián Salgado y Ricardo Vélez Pareja, a lo largo de estas tres décadas, venciendo obstáculos se ha sostenido hasta ubicarse como la Primera y más antigua Organización de escritores del país, con representantes en 22 departamentos y Cónsules Honorarios en Alemania, Argentina, Brasil, Chile, Cuba, Ecuador, España, Honduras, Jordania, México, Perú, Suecia y Tailandia. 
Daniels, Presidente Asociación
Gutiérrez Magallanes, Directivo
El evento del 9 de abril al que se espera asistan escritores, investigadores y amigos de los escritores fallecidos, es un acto de Reconocimiento al importante papel que jugaron en su momento estos «artesanos de las letras», como también un acto para demostrar a los «amigos idos» que la muerte llega cuando ya nadie nos recuerda, y en este caso aún en medio de los avatares del tiempo la obra de nuestros escritores sigue vigente.


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Hojas Extraviadas

El Anciano Detrás Del Cristal Por Gilberto García Mercado   Habíamos pasado por allí y, no nos habíamos dado cuenta. Era un camino con árbol...