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viernes, 1 de diciembre de 2017

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Y LA CONFUSIÓN DEL AMOR


  Amílcar Bernal Calderón


Fernando Suárez fue el primero de nosotros que tuvo una novia, Calandraca, o al menos él decía que así se llamaba. Teníamos catorce años y muchos deseos de crecer, y aunque entonces no sabíamos para qué, al final concluimos que quizás era para aprender a sufrir, que no es lo mismo que llorar. Aunque Calandraca nos parecía un nombre extraño y un poco chistoso, jamás dudamos de que fuera cierto pues Fernando era el mayor de nuestra gallada: tenía pelusa donde luego tendría el bigote, usaba pantalones largos y, para colmo, ya tenía algunas ideas sobre los negocios. Ah, y por ser el más cercano a la edad de los papás, sólo por eso, ¡tocaba creerle! A mamá, que se llamaba Marietta, mi papá la llamaba Encarnación, y cuando un día le preguntamos por qué le decía así, nos contestó que esa era una muestra de cariño. Y como mamá sonrió al escuchar su respuesta, nos pareció que el amor bautizaba a las señoras con nombres simpáticos que ellas aceptaban de buen grado, y luego olvidamos el asunto pues era agosto y ante la falta de dinero para comprar cometas debíamos remendar las del año pasado con almidón de yuca y recortes de periódico. Los asuntos de la aeronáutica toman su tiempo y demandan mucha concentración. 
Después, ya entre el cansancio de sabernos viejos, a mí se me hizo que no las tenía todas conmigo: que por los huecos del bolsillo se me iba el alma. Entonces pregunté a mis amigos si no sentían que algo les faltaba, y todos contestaron que no, que ellos eran felices, que habían conseguido el dinero que nuestros padres nunca tuvieron, que cada uno tenía una profesión y que lo que pasaba era que yo, por mi afición a los poemas, vivía pensando en el romanticismo y no madrugaba a trabajar, y que así cómo no iba a aburrirme. Yo me quedé pensando en paréntesis vacíos y ellos se fueron contando monedas por el camino de la edad. 
Al final, cuando mi matrimonio estaba destruido y en mi casa sólo quedaba un futuro de sana convivencia, según el sicólogo y el pesimismo de los días negros, un día le pregunté a Judith, mi esposa, si le gustaría que la llamara Yorminelly (para demostrarle mi cariño y tratar de mejorar la vida), pero ella, agotada la paciencia que otros llaman cariño, me contestó que nombres de puta no le colocara, dio un portazo y se encerró en su cuarto, que ya no era mío pues yo dormía en el sofá. 
Alguna vez, luego de mi divorcio, en una discusión entre mi soledad y mi memoria, se concluyó que yo, sólo yo, había confundido el amor con el lenguaje del amor, pero ya era demasiado tarde para remediarlo.
 Amílcar Bernal Calderón






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