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sábado, 3 de octubre de 2015

El hombre que vivió 200 años

La Última Noche Del Velorio De Pacho Madera


Por Juan V Gutiérrez Magallanes

Aquello tan evidente parecía mentira, la realidad de un individuo que había sobrevivido sus setenta años con la bendición de querer hacer las cosas con la amplitud de su lengua, él siempre creyó que las cosas estaban hechas para la felicidad, nunca pensó en el efecto que podían tener los caminos de ceniza recorridos de madrugada en busca de la muchacha. 
Era un hombre seguro, confiaba en sí mismo. 
Lo llamaban Pacho Madera, aunque su nombre de pila era Tránsito Matuya, medía un metro con setenta, de tez cobriza y pelo crespo y  ojos con líneas trazadas como con la punta de la flor del algarrobo, vestía camisas mangas largas color majagua, y pantalones con dobladillo y anchas alforzas, indumentaria que hacía juego con las abarcas rapé fabricadas por don Joche, dueño de la talabartería «Déjalo que Corra», en el caserío de la falda del monte de «Los Quejidos». 
Pacho había sido un hombre trabajador— a pesar de no querer contar esto que parece mentira—aún su recuerdo permanece en la mente de las personas, porque allí está él en el Jardín de la Ceiba, ese monumento de árbol que sembró un 12 de octubre, para recordar una fecha no muy grata. 
Esa misma fecha de alboroto nacional, fue para Pacho los inicios de los amores no correspondidos, con una sobrina de su madre, una prima hermana. 
Muy a pesar de la aceptación del padre de ella, no se pudo realizar el acto natural, de besarse y tocarse las pelambres en las partes sensibles del cuerpo. 
Aquello se acentuaba en las voces que escuchaba la muchacha, de no poder entregarse a la pasión—por la condición de parientes—. No bastaba citarle los pasajes del viejo Lot con sus hijas (Génesis. 19-35 ).    Nada valía ante las voces que impedían realizar la conjunción de sus cuerpos.  
Pero no por eso dejó de ser feliz Pacho Madera, porque él tuvo la suerte que no ha podido tener alguien en el Caribe, cosa que se deja notar al contar los días que la gente en su honor duró tomando el ron preparado por Rosa, la mujer de Martín, en un alambique de 8 metros de altura y que  destilaba trecientas botellas al día—el chirrinche— un líquido con olor de cobre y sabor de panela envejecida, obtenido a partir de la caña de concha morada. 
Rosa logró guardar noventa tanques de sesenta litros para aquel acto de mucha recordación en la región. Aquello se hizo por un vago presentimiento, o acaso una premonición, pues cuando regaba los oréganos en el traspatio, notó que por más que los regaba estos permanecían secos y sin el aspecto aterciopelado—cosa rara— y debía estar asociado con Pacho Madera.   
Él le había regalado la mata, el último día que estuvo en su casa y, no volvió más, quizás por el temor a que aquella mujer de sabores escondidos lo envenenara con un trago de anisado, que ella preparaba con zumo de orégano y granos de anís estrellado. Pero estos temores quedaron en puras supercherías, porque Pacho Madera era un hombre de pisada firme y mirada clara, en él los cruces turbios no anidaban fácilmente. 
De los pueblos cercanos, llegaron muchos aquel día, de Purísima, de Momil, de Palo de Agua, de Lorica, de El Hueso, de Guayabal, de Aserradero, de Tolú Viejo, de Coveñita, de San Antero y de otros caseríos. De cada una de las regiones, había una representante de la comunidad, matronas entre cincuenta y cuarentaicinco años, diez mujeres que Pacho Madera tenía como comadres, las cuales le guardaban un respeto solemne, tanto, que al pasar por delante de él, se persignaban con la cruz y se prosternaban besándole la mano. 
Aquella reverencia quedó en el olvido, cuando trató de intimar con su prima. Más tarde las voces de santos conocedores de la Biblia, no pudieron lograr la tranquilidad en el corazón de la  prima. 
Durante los días de la celebración, en las horas en que se ocultaba el sol y se colocaban noventa mesas de ceiba, las gotas de sudor caían sin ningún tropiezo, y las fichas de dominó fabricadas por Raymundo, con piedras extraídas  de su cantera, se deslizaban suavemente sobre las mesas. Él era el último descendiente de los Mainero. 
Vino de Italia en los umbrales del Siglo XX. 
Las fichas semejaban golpes del pechiche percusionado por los lados del Palenque de Verruga, pero no originaba confusión, pues los golpes del tambor mayor, como era llamado el pechiche, tenían un dejo lastimero, la de voces de hombre que sufre. 
Se acostumbró que el hato de reses sacrificadas para el novenario, fueran blancas con una cruz en la pata delantera izquierda, significando que pertenecían a Pacho Madera, muchas personas creían que la hierba florecía al simple contacto con las patas de los animales. Por eso las huellas eran surcos, y los campesinos tiraban las semillas de arroz en busca de una mejor cosecha, esto lo había comprobado el señor Antonio Trocha, quien seguía el rastro tirando las semillas. Él acompañaba la faena con un canto que alegraba a los animales. 
De todas partes venían aventureros para participar en las competencias. Los premios eran apetecidos, desde doscientas latas de «arroz subío», hasta una colección de loros anunciando lluvia y sequía, o adivinando la filiación política de la gente. Las aves miraban a los ojos, Pacho  las trajo de la Amazonía, cuando estuvo extrayendo caucho con los hermanos Arana. Había hecho una gran selección de ellas, muy perseguidas por los conservadores cuando se inició la violencia partidista en Colombia. 
Las aves se volvieron famosas, cuando un político las usó sin el consentimiento de Pacho, en la persecución de liberales y conservadores para entregarlos a los partidos contrarios. Marcaban a los señalados con el pico y dejaban una nota musical en un pentagrama. Aquello terminó cuando el bando contrario siguió los vuelos nocturnos de la lechuza que intentó cruzarse en razón de amorío con una de las aves de Pacho Madera. No tardaron en cazar al transgresor y buscaron la concordia entre los partidos, y seguir manejando los destinos del pueblo, como lo había hecho Pacho Madera, durante doscientos años, todo ese tiempo, Pacho, recorrió los campos acaballando a las mujeres del pueblo. En su casa poseía un cuadro de dos metros, donde se mostraba su ascendencia, escrita en letra gótica, y se había hecho resaltar el parentesco que tenía con Alonso de Heredia, el primer esposo que tuvo la India Catalina. 
En la esquina de la calle principal, llamada  Del Comercio, estaba la única tienda del pueblo, donde se compraba bicarbonato para atemperar los malos olores en las axilas en los meses de mayor calor o aplicarlo en pócimas con hojas de orégano y malambo rallado, era muy común  dárselo a los jóvenes que entraban en los malestares del tránsito de doce a quince años. Las señoras consideraban innecesario llevar al joven donde el curandero, porque se conocía «el mal del paso a hombre», cuando éste se prepara para saber abrir la tierra y leerle sus secretos. Eran los años de mayor esplendor en la vida de Pacho Madera. 
Al pasar los noventa días  y noventa noches, la gente lo confundía con el fandango prometido por el abuelo de José Cumplido, así contaba una de las comadres de Pacho Madera,  «como el hombre no tenía que sembrar por un tiempo, era abundante la comida y las mujeres parían con la frecuencia con que crece el Matarratón». 
Pero había un temor, que lo cifraba  o lo cantaba María, la Rezandera: 
«Después de las vacas gordas vienen las vacas flacas/ recoge para mañana  y no te hagas la sorda/ Siéntate conmigo  y deja la sordera / Oye bien lo que dicen del tal Pacho Madera». 
         
         Juan V Gutiérrez Magallanes, Escritor
Llegaron del Alto Uré cuarenta mujeres cantadoras, que aplicaban en su canto de soprano rústico, ciertos latinajos imprimiéndole a sus voces la solemnidad de las divinidades, porque así lo manifestaba, María, escuchando de su tía un canto Gregoriano, estrenado en la catedral de Cartagena, cuando llegó a la ciudad el sacerdote Pedro Adam Brioschi, composición antigua desconocida en la parroquia, mantenida bajo llave, a solicitud de su autor, el Dean Don Juan de Materano, uno de los primeros pobladores europeos de la isla Getsemaní (Jimaní), bautizada así por este prelado. 
Cuando se inició el canto de las cantadoras de Uré, diez de ellas, las mejores  en el acto de plañir, iban describiendo las características de cada elemento que tocaban, después caían en un paroxismo, repitiendo con dejo lastimero la última palabra alusiva al objeto tocado, mientras otra golpeaba  y plañía en el mismo instante, golpes sonoros que algunas veces se confundían con la percusión del pechiche tocado por Manuel en el traspatio, anunciando la última noche del velorio de Pacho madera.




  

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