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martes, 30 de diciembre de 2014

LAS COSTUMBRES DE LOS PUEBLOS

DON SANTA Y EL MORROCOY SINCEANO  
 Rodrigo José Hernández Buelvas
San Luis de Sincé había amanecido entrado en agua. 
Soló después de las tres de la tarde empezó a clarear el cielo. El sol se asomaba temeroso detrás de las oscuras nubes viajeras.
De los lados de la Loma del Cabildo, llegaban a esa hora cabalgando silentes unas nubes prófugas y vandálicas.


Aquel día de San Alejo mes de julio, el maestro Adelmo Castilla llegaba al oscurecer, a pie, de los lados de la huerta que Juan Marichal poseía en el camino«Amores Nuevos», traía a cuestas un seco bangaño grande. 
Como aquello no era la costumbre en el maestro, esto llamó la atención de María Hipólita, quien al verlo cruzar por la plaza de San Martín, lo interpeló: 
—Caramba profe….y qué milagro es ése, usted a pie y con ese calabazo vacío, ¿por qué no lo llenó en el pozo «Amores Nuevos»? 
—No seas entrometida y averiguadora Mayo... mira que el pez muere por la boca—fue la respuesta del maestro, quien de inmediato aligeró el paso, y no pudo escuchar lo que siguió diciendo la fritanguera. 
El haber observado la prima noche al maestro Castilla, le hizo recordar a María Hipólita la narración que le hiciera cierta vez un ajumado cliente sobre la historia del pueblo.  
Le contó que había leído en unos libros de la Biblioteca Departamental de Cartagena que, por 1661 la tribu de los Sinceles era encomienda de don Diego de Meza, pero que aquel asentamiento indígena sufría las inclemencias de la naturaleza. 
En invierno ocurría el desbordamiento del arroyo; que los hacía buscar tierra alta como la tanga, debiéndose trasladar a una loma cercana y, en verano la implacable sequía que los obligaba a conseguir agua en zonas lejanas. 
A ese sitio lo llamaron Sincé Viejo. 

En 1775 sufrió el poblado una inundación seguida de una colosal sequía. 

En esa época el ingeniero Antonio de la Torre y Miranda, a quien el Gobernador de Cartagena había ordenado organizar los pueblos que encontrase en el camino a La Villa de Tacasuán, viendo el lamentable estado de los nativos por la sequía y aprovechando que estaban reunidos en la Loma del Cabildo, dirigidos por el gran cacique One Sincel, les comentó la garantía  que presentaba el trasladar el poblado un poco más arriba, cerca al ojo de agua en donde se desparramaba un frondoso trébol, refugio de aves y bebedero de animales silvestres del lugar. 

Convencidos por el español se desplazaron a la zona. Allí De la Torre y Miranda, después de trazar las calles, repartió 330 solares, dejando una plazoleta donde se construiría el templo Natividad de María en 1887. 
María Hipólita, la vieja fritanguera esa noche no tuvo ganancias, pues por estar entretenida recordando la historia del pueblo asociada a la respuesta que le diera el maestro Castilla, se le quemaron las empanadas, y al querer sortear la situación, casi se quema al volteársele el caldero dando al traste con lo que freía. 
En la Calle Real de Palacio, donde se inicia Amores Nuevo vivía Don Santa Guerra, en una casa grande de zinc con alto corredor de cemento, adornado el frente con dos frondosos guayacanes centenarios, los cuales según la gente, mantenían siempre las flores moraditas, debido al riego constante de amoníaco  que las bestias del «Blanco» dejaban al mear. 
Los árboles eran refugio de abejas y de mariposas amarillas. 
Según Don Santa el meao de los animales era el mejor abono, por eso desmontaba en la puerta de la calle y amarraba su caballo melao lucero en  uno de los guayacanes. 
Don Santa Guerra era un hombre blanco, cara redonda, pelo colorado pimiento, de poma nariz, de poblado bigote,  ancho de espalda, brazos velludos, franco, amante del campo, con sonrisa amplia, buen conversador con el soncito característico del sabanero sinceano; no dejaba «el sombrero vueltiao» ni para defecar, por si de pronto apareciese una puerca hambrienta… 
Y por otro lado era un buen amansador de bestias. 
Cuando a Sincé llegó la Sanidad con la «Campaña de Aseo y Prevención de Epidemias», los sinceanos acogieron la decisión del alcalde Pedro María Muñoz, pues el pueblo se distinguía por su espíritu de colaboración y hospitalidad incondicional, o si no que  lo digan los forasteros de visita en las fiestas patronales. 
El técnico que le tocó a Palacio, al llegar a la Calle Real, donde vivía Santica con su esposa Laura, saludó efusivamente: 
—Buenos días...—dijo el técnico. 
—Buenos sean, «blanco»— respondió Santica, mientras desguindaba en el cuarto la hamaca azul con listones blancos y la dejaba colgada en el horcón, debajo de una calavera de venao de ocho puntas, donde calaba su sombrero indiano y el joloncito de las grapas y el martillo. 
—Don Santa…—continuó el técnico desde el quicio de la puerta—Venimos a notificarle que es política del municipio construir una letrina en el patio, de dos metros de largo por metro y medio de ancho y tres de profundidad, además debe hacerse de concreto vaciado en la parte de arriba, dejando un brocal con tapa de madera, con la finalidad que el vaho de excrementos y orines no fluya y perjudique el vecindario. 
Terminó el técnico, en forma docta, como quien acaba de exponer una cátedra de higiene. 
-—Bueno... —dijo Santica— Eso es verdad. Sí, señó, pero aquí en la casa no se necesita, pues sólo somos dos. 
 Y yo, todas las mañanas, en la huerta que tengo aquí cerca, para la salida de Hato Nuevo, después del Pozo Amores Nuevos, voy a ordeñá mis vacas, y es lo primero que hago detrás del motungo, el pupú, antes de comenzar la faena y eso no contamina ná. 
Y la otra que vive en la casa es Laura, que dicho sea de paso, es estítica y  evacúa unas cagarruticas resecas y duras, las que yo con mi  honda, las arrojo allá lejos, sin que perjudique a ninguno. 
El técnico no tuvo más remedio que regresar por donde vino a poner las quejas al alcalde…. 
Corrían los tiempos en que la junta organizadora de las Festividades Patronales,  a los músicos de las bandas de viento contratados para la temporada de  corralejas, los repartían entre los habitantes de mayor solvencia económica para que les dieran posada y  manutención. 
 Aquello era considerado como un honor que hacía la Junta a la familia. Uno de los músicos le tocó alojarse en casa de Don Santa. 

Al llegar el músico con su trompeta en una mano y en la otra una bolsa Alotero con el uniforme de la presentación; encontró a don Santa con unas hojas verdes de peralejo lijando unas cucharas de piquito. 

—Buenos días—dijo en tono zalamero el trompetista de la Banda 29 de Octubre de Caimito. 
—Buenos días. —respondió Don Santa. 

Y al darse cuenta que se trataba del músico, de inmediato gritó a su esposa sin hacer pasar a la visita. 

—Lauraaa… ya llegó el músico, hay que hacerle el almuerzo pues son más de las doce. 
Desde el cuarto, cerca de la puerta falsa, donde estaba remendando una camisa de seda azul, sentada en un mecedor, Laura respondió: 
—Santica, mijo, tú no has traído la carne, así que no hay nada que cocinar. 
Santica miró entonces hacia el patio y al ver debajo del ají pimiento a un viejo morrocoy comiendo hojitas de verdolaga, dijo a la mujer: 
—Entonces,  coge ese morrocoy y ponlo a ablandá… 
Al escuchar aquello el músico sin despedirse dio media vuelta y se retiró de la casa de Santica, cabizbajo, rascándose con una mano la cabeza y con la otra sobándose la barriga. 
A la media cuadra se devolvió por la trompeta y su bolsa Alotero, que había dejado en la puerta.




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