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jueves, 7 de noviembre de 2013

BALADA DEL DEPREDADOR
 ¿QUIÉN DEFIENDE A LOS PEQUEÑOS PECES?
 Juan V Gutiérrez Magallanes
El mar parece que siempre está dispuesto a que  lo penetren.

Algunas veces se «embravece» pero el hombre lo conoce y espera que su ira se calme, sin brindarle ningún sacrificio de tiempos pretéritos cuando los nautas solían solicitarle permiso a Poseidón para poder surcar las aguas y tomar parte  de los que moran en él con libertad absoluta.

Aquellos hombres se sometían a las leyes del Piélago, jamás truncaban la vida de los pececillos que necesitaban tomar el oxígeno con la ayuda materna, vivían  en la frugalidad de su  libertad. 

Parecía que el hombre sabía aguardar con «paciencia jobiana» el tiempo de crecimiento de los pececillos. Predominaba en la conciencia del pescador, el valor de la lucha confrontando con el pez su permanencia en el seno del océano.
Ya se vislumbraban premoniciones de grandes confrontaciones, como Leitmotiv para obras literarias como «El Viejo y el Mar» de Ernest Hemingway o «Moby Dick» de Herman Melville. 
Obras literarias para elucubrar diferentes aspectos de la relación del hombre con el Mar y los seres que lo habitan.
Pero da tristeza cuando el pescador lanza sus grandes redes, con la intención de atrapar un pez grande, para solventar la situación de hombre que deja su suerte a lo que pueda brindarle la naturaleza.

Arrastra a peces que están casi en la condición de alevino, recién nacidos, con destino a truncar la continuidad de la especie, por este motivo los peces no satisfacen las mínimas necesidades del hombre transformado en un «micropiscífago», devorador de peces neonatos.
La playa queda convertida en la arena del infanticidio más atroz, peces recién nacidos presentan convulsivos latidos de agonía por la falta del oxígeno, hasta cuando llega la muerte, se pudren con la cara al sol, se convierten en seres indignos de ser deglutidos por el alcatraz, a éste le gusta atraparlos  interrumpiendo su marcha aerodinámica en su medio acuático, para mostrarse como un guerrero de una lucha, en la que él es el único vencedor con la mínima posibilidad de escape para el pez.
Parece que el hombre estuviera destinado a matar lo que no ha laborado, sí, en esa naturaleza dadivosa, el hombre se constituye en la condición paradójica de la muerte y la vida.
Con fe ciega el pescador arma su máquina de hilo.
Sin dar tregua lleva a la orilla del piélago bondadoso, el drama cruento de los  pececillos que no han alcanzado el tiempo necesario para entrar en la cadena alimenticia del hombre.
Allí mueren entre rítmicas convulsiones, ante la indiferente y paciente mirada del humano depredador. 
Juan V Gutiérrez Magallanes

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