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viernes, 26 de abril de 2013

¿Ficción o Realidad?

De Allá También Se Vuelve 
A salir El Cachaco


Por Gilberto García M

EL Reloj Público arrastra el último minuto para las 2 PM. Arriba, en donde un aeroplano, hiere, sutil, ese espacio de Dios, hay nubes veraniegas esperando también la hora fatal. Un instante eterno y sublime pues en él la ciudad se detiene y todo se circunscribe al ámbito reducido de la buseta. Tal parece que con la última campanada anunciando el tiempo inmemorial que se resiste a morir en Cartagena, una fuerza misteriosa me revelara aquellas secuencias de lo que ocurre en Colombia, y que se expresa a través de la conversación de alguien.

No sé si soy el único que lo experimenta, pero casi siempre abordo en cualquier día de la semana, excepto el domingo cuando la ciudad se halla reponiéndose de la fuerte resaca del sábado, una buseta sólo con la intención de presenciar, aquellos momentos…

Soy un interlocutor mudo, sin gestos, y que no frunce el entrecejo, pues reflexiono tanto con la conversación de aquellos a quienes la hora fatal ha elegido como sus protagonistas, que mejor cierro la boca.

Me quedo sin comentarios. (Como las caricaturas de Al Donado, en El Espectador de aquellos años…)

En el vaivén de la buseta, escucho ciertas conversaciones…

Cuando ya el vehículo deja atrás El Camellón de Los Mártires, mi cuerpo que hacía instantes maldecía el calor infernal de un minuto para las dos, ahora recibe la brisa extraña que se cuela por la calle de La Media Luna, quizás porque algún absurdo fantasma no encuentra a su Dama de Las Camelias, la novela que alguien quemó precisamente cuando el Gobierno trataba de recuperar la zona para el deleite del turismo.

Entonces el fantasma no deja un solo resquicio sin revisar de la Calle de la Media Luna. Enojado, violento, y mentándole la madre al mundo, se ha convertido en la brisa fría, que soy el único que la siente.

En El Camellón de los Mártires, no siento calor alguno…

Pero retornemos a la buseta, con el telón de fondo de la ciudad que a medida que aquella avanza, el telón de fondo cambia tan sólo para el asombro de quienes por primera vez visitan la zona. El vehículo se contrae quién sabe por qué leyes del tiempo o del espacio—al menos eso es lo que creo—y parece, enseguida, que estuviéramos en el límite para ingresar a otra dimensión…

—Y así como te lo cuento—gritó alguien a mi derecha. —A esa hora el pueblo se violentó tanto, que si no es por la policía al maldito tipo lo habrían linchado de lo lindo…

Miré al hombre de color, pude verlo con tranquilidad. Escruté su rostro magro, en donde el sudor bajaba como un símbolo de protesta por aquellos antepasados que fueron esclavizados y obligados a realizar trabajos forzados. Su interlocutor, explayado a su antojo en la silla de la izquierda, era un hombre blanco e infeliz, quizás condenado en la otra vida sólo a comer pan y agua...Era tan flaco que cuando las ráfagas de viento irrumpían en la buseta, me parecía bolsa plástica, buscando una ventana por dónde salir. Sin embargo, resultaba paradójica que la voz del hombrecillo fuera la más fuerte y segura que hubiera escuchado hasta el momento.
«Esa fue la bienvenida que me dio mi pueblo»—continuó el hombre de color con su argumento—-«Llovía sol derretido. Y, coincidencialmente»—el hombre mira su reloj y ahora le brillan los ojos—«Era sábado, como hoy las dos de la tarde…».

Yo fui el director, el guionista, y hasta los artistas que filmaron aquella película en tan pocos minutos. Y, ahí mismo la proyecté, de acuerdo a lo que el hombre de color narraba…

«El asesino tomaba desde la víspera»—ha proseguido con el relato el hombre de color—«Y desde que llegó se instaló en la cantina pidiendo con tal celeridad tantos tragos de ron, que en media hora se bebió cuatro botellas».

«A la hora, cuando ya se había tomado ocho, un joven, de quien nunca supimos su nombre»—pues se apareció de improviso—«Se ofreció a lustrarle los zapatos al cachaco, quien a duras penas se podía mantener en la silla».

«Una vez que el lustrador con una cara de perro fiel finalizó su trabajo...»—ahora el hombre de color clava sus ojos en el hombrecillo blanco, y entonces yo descubro que tanto el uno como el otro se hallan muertos, que sus espíritus se apoderaron de la buseta, pues son los protagonistas de la hora fatal.

Pero a pesar de todo yo los sigo escuchando...

Y, el borracho, lo invita que lo acompañe en la pena, y, el muchacho sin chistar, dice que sí.
Como a la media hora el cachaco rueda de la silla, y el lustrabotas con educación agrega:

—Paisano, váyase a dormir. Son cien pesos la embolada. 
—Pues, país ya le pago—responde el cachaco.

«Entonces el hombre saca de su mochila un revólver 38. Dispara cinco veces, y no contento con esto, va y escupe a la víctima».

«Esta bienvenida que me brindara la población se me convirtió en un total rechazo por mi tierra. Porque, yo que vengo huyendo de la violencia, y me topo con tales hechos...»

«Satisfecho su instinto asesino, pues algunos dicen que esto en el cachaco es costumbre, el pueblo pide a sus ánimos exacerbados, la pena capital para el homicida que es morir por la turba, pero como en este país para todo hay solución, y entonces viene como mandado de Dios o del Diablo un señor bien vestido—a la usanza de corbatas y sacos de Bogotá—Quien le grita:«No le vayan a hacer daño al cachaco, pues él es mi paciente, un enfermo mental...»

Gilberto García M
Yo retorno al ámbito de la buseta. Veo al hombrecillo que desde la otra fila saca una daga y la clava en el hombre de color quien representa al lustrabotas, y el vehículo en seguida se tiñe de rojo sólo para que yo escriba esta inenarrable historia.

Cuántas injusticias quedan sin castigo, porque un hombre adinerado— (dicen que al cachaco lo han visto bailando en las fiestas patronales de un pueblo circunvecino, alegre, vivaracho y feliz, rodeado de subversivos, narcos y corruptos, en espera de pegarle otro tiro al Pueblo)—con gran poder de convencimiento, compra jueces y magistrados. Y manipula cualquier intento de retaliación que pudieran colocar al cachaco confinado en una penitenciaría de máxima seguridad.

Y aunque lo hagan—en este país—de allá también se vuelve a salir el cachaco.




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