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miércoles, 29 de septiembre de 2021

La Oscuridad de los Siete Soles

EL BAILE FALLIDO DE LAS MUCHACHAS


Por Juan Vicente Gutiérrez Magallanes



En la calle de Los Largos del barrio de “Los siete Soles”, vivíamos pendiente de las casualidades que nos hacían reír y al mismo tiempo pensar que el mundo valía la pena vivirlo, sin sobresaltos, (por ésto no nos asombraba la vivencia de las tres muchachas que no habían cumplido ocho años y ya habían abandonado el juego de las muñecas y de la Peregrina).

Ahora evocaban escenas de mujeres adultas recorriendo parte del mundo. Caso triste, porque estas niñas no conocían el Centro, sitio de atracción para los turistas, donde se creía que se había originado la Vida Colonial generada por los españoles.

Habían nacido en uno de los pueblos de la bahía de Cartagena, un 25 de diciembre, y por este hecho, María, Luz y Flora, creían estar designadas a permanecer en una conexión de pensamientos y actos, situación que no se perdió ni con la mudanza de barrio, pues las tres familias decidieron salir el mismo día hacía el barrio “Los Siete Soles”.

El lugar quedaba cerca de donde vivía la señora Rina. Lo que facilitó la relación con las niñas, a pesar de la diferencia de edad, esto no fue óbice para que no entraran en comunicación.

Cuando María, Luz y Flora cumplieron diez años, las madres de las niñas las llevaron a conocer el Centro y compraron helados en la refresquería de la calle del Tablón de propiedad de una dama extranjera. Recorrieron las calles y quedaron admiradas al observar en las placas los poemas de “El Tuerto López”.

María, la más inquieta de las tres, al llegar a la Plaza de Los Coches, preguntó por la estatua de don Pedro de Heredia, pues su maestra le había hablado del español fundador de la ciudad. La profesora lo había descrito como un hombre cruel con los aborígenes y ella no se explicaba por qué un personaje tan sanguinario y sin escrúpulos podía tener una estatua en la ciudad. Las madres quedaron calladas ante la inquietud de María, salieron de la Plaza de los Coches y atravesaron el Camellón de los Mártires intentando llegar a Getsemaní, pero como se les había hecho tarde desistieron del empeño.

Un día, al cumplir los once años, las jóvenes se refugiaron debajo de un almendro y a las tres de la tarde agarradas de las manos juraron que antes de cumplir los quince se irían con sus novios, y que no harían como la prima de la señora Rina, quien festejó los quince años con un traje largo rosado de guipiur y la hicieron bailar, “El Danubio Azul”, música compuesta por un tal señor Juan Estrau (Johann Strauss), contó finalmente el señor Arcelio.

“Nosotras no vamos a hacer ese ridículo de baile que sólo causa alegría a los viejos del barrio”, anotaron al unísono las chicas.

María, la más alta de las tres, poseía un cuerpo delineado que producía admiración en quienes tenían la fortuna de verla caminar. Era novia de «El Flaco», quien trabajaba como ayudante de albañilería con el señor Toribio.

Flora, con los rasgos acentuados de las mujeres cordobesas, había tenido amores con Horacio, un lavador de carros de los alrededores del Parque de Bolívar, labor que realizaba hasta las siete de la noche, ya que suspendía a las cinco cuando se citaba con Flora para ir a vespertina en el teatro Padilla de la calle Larga del barrio de Getsemaní.

Luz era bajita, pero muy ágil, cabello liso, piel oscura, pero siempre tenía una sonrisa agradable en el rostro, era la novia de “El Coso”, un apodo que le había puesto Victoriano, el marido de la señora Rina, pero su verdadero nombre era Alberto, lustraba calzados en el Parque de Bolívar, en donde era conocido por todos los ediles del Concejo, pues el organo ejecutivo quedaba en la parte lateral de la Gobernación, frente al Parque .

Las tres acordaron salirse con sus novios cuando cumplieran los trece años. Ese veinticinco de diciembre, se irían con sus enamorados. Ellos no sabían lo que iba a suceder, lo cual no causaría ningún disgusto, pues ese era un “acoso” permanente de muchachos.

—¿Ajá, cuándo me vas regalar ese pudincito?— aseguraba uno de los enamorados.

—Esto es una sorpresa—afirmaba una de ellas entre dientes.

No hubo espanto ni reproche, cuando María, Flora y Luz, decidieron salirse con sus novios aquel veinticinco de diciembre. Por fín, los enamorados lograron comerse el pudín y ser aceptados por los padres de las chicas, quienes habían manifestado complacidos desde hacía rato el deseo de que sus hijas se fueran lo más pronto posible con sus pretendientes.

Arcelio miró la calle y la vio trazada con líneas oscuras, de alguna parte colgaban letras de un verde pálido, se podía descifrar una escueta oración en que rezaba: “María, Flora y Luz, no bailarán el Danubio Azul de Strauss”. 
Imagen de Zsanett Herczegh en Pixabay 


Juan V Gutiérrez Magallanes
















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