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lunes, 5 de julio de 2021

Narrativa Colombiana

 MÁS ALLÁ DE UNA LÍNEA DIVISORIA


CAPÍTULO  1


Al niño Simón Andrade le hubiera gustado confrontar su vida de niño con la del Simón Andrade adulto pudriéndose en una cárcel de Segovia. Caminaba entonces por las calles sin imaginar siquiera que en alguna esquina, algún ser maquiavélico y, agazapado, confundido entre las bondades de la gente, preparaba argucias y estratagemas para que con el tiempo el destino lo llevara a aquella cárcel de Segovia. Si se le permitiera viajar en el tiempo, de niño a adulto y viceversa, no se detendría ante la figura altiva y agraciada de María Eugenia. Tampoco hubiera correspondido a su saludo, a sus coqueterías y aquellos gestos que dejaban idiotizado a quien se dejara llevar por las singularidades de su belleza. No, no le hubiera prestado atención al parpádeo de sus ojos verde oliva, ni a la boca que se abría con una incitación al beso en una niña de doce años.

Al Simón Andrade adulto le hubiera gustado deshacer su niñez, que no hubiera tenido infancia. Que sus ojos nunca hubieran contemplado las brisas de agosto, retozando por entre la vegetación y sembradíos, en las afueras del pueblo. Quizás así no estuviera pudriéndose sin remedio en esa cárcel de Segovia. Sólo habría que cortar ese hilo invisible que separa una etapa de otra, entre niño y adulto, y hubiera sido feliz. Pero el encanto de María Eugenia lo zarandeó, lo subyugó de tal manera que sus pensamientos sólo tenían una protagonista para todos sus escenarios de vida: María Eugenia.

—¿Me llevas a conocer el pueblo?—le dijo la joven que con su familia acababa de mudarse en la casa de enfrente.

—Cuando tú quieras—respondió el niño Simón Andrade desbordado en entusiasmo—No sabes cómo me complacería hacerlo.

Porque era imposible un «no» como respuesta a la dulzura con que hablaba la chiquilla. Su figura de ángel y, su belleza particular terminarían por deslumbrar no sólo al Simón Andrade niño, sino a cualquiera de los muchachos que se atravesaran en el camino, con obstáculos y dificultades, de María Eugenia.

Esa dualidad, esa condición de volver el mundo atrás y, desertar de las maldades de una criatura con otro rostro a veces, tienen al Simón Andrade adulto a punto de volarse la tapa de los sesos, con el arma del dolor que implica detenerse en el recuerdo y, contemplar a María Eugenia, exánime en el ataúd, pálida y sombría, con los últimos vestigios de belleza en el cuerpo, que se irán apagando con la sucesión de las horas. Entonces hay un dolor en el niño y el adulto, la cárcel de Segovia se torna triste, las lágrimas brotan con cada imagen de María Eugenia, en la memoria del asesino. La maldad a veces se disfraza de mujer, pero el niño Simón Andrade por su condición de niño, lo ignoraba. Ella lo fue moldeando, lo fue sujetando a sus faldas, a sus decisiones de joven bella.

—No seas tímido, muchacho—expresó María Eugenia algo sorprendida—Saca esos prejuicios de tu cabeza.

Entonces todo lo erigido por nuestros ancestros, en Segovia, esta muchacha oriunda quién sabe de dónde, de algún modo lo revertió, hasta el punto que el pueblo no se reconocería a sí mismo. Perdimos el temor por las cosas más elementales de la existencia y, que, de una u otra forma habían garantizado la permanencia de la especie humana sobre el planeta. Relegamos la verdad de nuestras vidas, la mentira alcanzó un nivel que desbordó mares y océanos, hasta el punto que erradicó miedos y sentimientos de culpa, que hasta el momento habían gobernado en el pueblo. Nadie respetaba a sus mayores, la violencia se tomaba las calles y, un delito desconocido en otro tiempo reciente, afloró con sorna.

En la penitenciaría Simón Andrade guardaba particulares recuerdos de aquellos años. De gente inocente, desalmada y, oportunista intentando acomodarse a los designios de Dios y del Gobierno, en una sospechosa alianza que con los años redundaría en una total degradación y maledicencia de Segovia. Nadie pareció advertir algún indicio de alarma en la sonrisa de los aventureros que saludaban con una mano en el ala del sombrero y, para nada les interesaba aquel pueblo olvidado de la periferia. Al Simón Andrade adulto los días no le trajeron sino la persistencia de una culpa. No había sido fácil su periodo de reclusión. Al principio lo destinaron a campos de trabajos forzados, pero el director de la prisión viendo su disposición de mediador entre los internos más peligrosos y, los guardas de la penitenciaría, lo destinó a una labor esencial y prioritaria: «Bajarle los humos a los internos».

Comenzó predispuesto a que en el intento algún interno lo matara de un golpe en la cabeza y, acabara con su sufrimiento, de ver transcurrir los días sin poder mirar a los ojos a María Eugenia.

—¿Por qué no educa a los presidiarios?—le propuso Don Omar Gil, el director de la cárcel, una tarde de agosto bastante calurosa—A cambio puedo facilitarle las cosas en la prisión.

Y como en la proposición empeñara su palabra, el director al día siguiente se le apareció con un cargamento de libros de literatura, recordando que en el «prontuario» criminal del asesino la lectura y la escritura figuraban como algo tan particular que hasta había publicado un libro de cuentos olvidado en alguna gaveta.

«Todo está en su prontuario», repitió en tono cansado el director.

El tener al alcance de la mano tantos libros para leer hubiera significado, en otra ocasión para el convicto, tal agradecimiento que hasta hubiera agarrado a besos y abrazos a Don Omar Gil por tan bondadosa iniciativa.

Se quedó, en cambio, midiendo con los ojos el espacio de la celda de arriba abajo, como si acabara de pronunciar la frase, «aquí no hay sitio para sus libros, lléveselos por donde vino». El hecho de haber asesinado a María Eugenia, en una noche de pasiones y arrebatos, también lo había asesinado a él, con la diferencia de que Simón Andrade estaba vivo y, sufría la laceración del alma y, la mujer quizás divirtiéndose con sus amantes en la otra vida.

Los días transcurrían parsimoniosos, ocho años de la cadena perpetua y, todo seguía como al principio. Ocho años de estar asesinando, sin tregua, a la mujer cada día, y el Simón Andrade adulto pudriéndose en esa cárcel de Segovia.

A veces creía haber desterrado el sufrimiento, con la salida a los campos de trabajos forzados y, la broma entre los reclusos y, hasta asomaba en el rostro severo por el encierro una sonrisa ingenua y espontánea, que traducía, «!Afuera el dolor!». Pero, por una u otra circunstancia al recordar a María Eugenia, la pena regresaba, ahora más pesada y doblegándolo.

Entonces quiso transformarse en el mejor amigo de todos, consiguió que sus compañeros le escucharan, pero el dolor no daba tregua, continuaba lacerándole el alma. Algunas veces, y como último recurso admitió la idea descabellada del suicidio.

Consideró luego de intentarlo una y otra vez, pelearse con algún recluso para que hiciera el favor de matarle.

Gilberto García M
Una vez propició una reyerta atacando a tres individuos que fungían como los jefes de los presos del Bloque Sur y, si los guardas no reaccionan a tiempo, Simón Andrade hubiera pasado a mejor vida.
Permaneció siete días en la enfermería, entre triste y alegre, pues advirtió que desde que había asesinado a María Eugenia, en aquellos eternos ocho años, sólo había sido feliz los instantes en que permaneció sin conocimiento alguno y, a punto de morir en la unidad de cuidados intensivos de la penitenciaría. El doctor Salgado lo miraba con el rabillo del ojo, a través de sus espejuelos oscuros, señal premonitoria de que la muerte pronto se ensañaría contra el reclusorio.

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