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viernes, 30 de julio de 2021

Memorias del Desencanto

¡CHAMBACÚ ERA UNA FIESTA!

Por Juan Vicente Gutiérrez Magallanes

 

Ayer fue la Isla de Elba, cercada por el Lago del Cabrero que forma al Caño de Juan Angola, por el Puente del Tren y El Espinal.

Al bajar el Puente de Madera, cuando veníamos del Centro de la ciudad nos encontrábamos con una serie de accesorias que formaban una especie de herradura encementada, de propiedad de un señor de apellido Saladén. Eran habitadas por familias venidas de pueblos y barrios cercanos, de éstos es válido recordar al Boquetillo, Pekín y Pueblo Nuevo.

En una de las accesorias vivía el señor Juan Gómez, negro como un golero (animal noble para la ciudad), pero conservador seguidor acérrimo de Laureano Gómez, trabajaba tejiendo los fondos de las sillas en que las elitistas de la Ciudad de los Crustáceos posaban sus nalgas. Todo era apacible en la convivencia de Juan Gutiérrez Arteaga, liberal del periódico El Tiempo, y las canciones matutinas de Antonio Carlos Del Valle, lector de El Siglo. Aquel era el Chambacú, formado por cuartos o accesorias, donde la cannabis aún no se había posado para regularle el ánimo a alguien. En la lejanía de aquella herradura de viviendas, había un solo baño, y allí todos concurrían con sus bacinillas oxidadas entonando un bolero olvidado que hacía parte de la fiesta.

Viejos chambaculeros endurecieron aquellas tierras pantanosa con el caracolejo o restos de crustáceos extraídos del fondo del Caño de Juan Angola, los terrenos se levantaron para evitar las inundaciones por la subida de la marea, aquello hacía parte de la fiesta, Chambacú, en ese momento, no era la envidia de nadie.

El viejo caserón de calicanto se fue destruyendo por efectos de la sal y el abandono. Los chambaculeros se vieron precisados a construir casuchas de madera en los terrenos pantanosos que eran aterrados con múltiples materiales, ya fuera con caracolejos, aserrín o la basura de los alrededores.

Los primeros intentos de construcción de las casuchas, fueron detenidos por la intervención de las autoridades. No obstante, los chambaculeros desesperados por no tener dónde abrigarse del sol y la lluvia, no desmayaron y fueron insistentes hasta lograr levantar el caserío.

Continuó la fiesta en la invasión con las serenatas matutinas del sereno Antonio Carlos Del Valle y el tambor de Toribio Maturana, (aún no se había asomado en el parnaso la voz de Estefanía Caicedo en un alegre bullerengue, ni tampoco Eliseo Herrera con sus trabalenguas).

En medio de aquello sobresalía la figura del líder Máximo Gómez, de espíritu liberal, animaba las invasiones y trazaba los terrenos, se había alimentado con los discursos de Jorge Eliécer Gaitán y los poemas de Jorge Artel. Máximo incursionaba en las preparaciones de seudo brujo para llegar a crear uno de los primeros aliseres, puesto en uso por los chambaculeros.

Es curiosa la genealogía de Chambacú. Su suelo fue otorgado por Soledad Román de Núñez a su cochero, de éste pasó al señor Cantillo, quien vendió en parte al señor Saladén, éste construyó unas cuantas casas de mampostería de tipo republicano, las cuales se destruyeron por el abandono y la falta de mantenimiento. Otro de los compradores fue el señor Guzmán, viejo conservador que no se separaba de su guitarra un momento, cuyo repertorio lo constituía una sola y triste canción que cantaba con el alma. Construyó una serie de cuartos, que daba en arriendo, pagado algunas veces con trabajo doméstico, en el cual era amo y señor.

En medio de aquella fiesta, aparecía la Loma de Vidrio, formada por las basuras de los almacenes de la ciudad. Por la acumulación del vidrio, daba la sensación que ardía cuando el sol estaba en todo su esplendor, semejaba la boca de un volcán, mirarlo desde lejos era una maravilla.

Al bajar la Loma de Vidrio, entrábamos a la calle del Mondongo, un nombre muy peculiar en honor al mondongo que preparaban al final de la calle, (no gustado por la gente que tenía casa grande de cemento y un radio Phillips). Desde el pretil de la casa grande escuchábamos los partidos de beisbol, donde participaban: El Mono Judas, Chita Miranda, Varita Herazo y otros. Aquella gente hablaba de la calle de la Esperanza y no del Mondongo.

La calle del Mondongo desembocaba a otras salidas, una de ellas era El Callejón Del Esfuerzo, donde vivía la abuela de Manuel Zapata Olivella, doña Ángela Vásquez. Otra salida era la que daba hacia la calle de las Flores, cantada por El Tuerto López, era muy visitada a pesar de sus olores, lo que daba motivo para que algunos la nombraran como la calle de la Mierda. Pero había una razón que aumentaba la fiesta: El Pasaje de Loncha, invadido por adolescentes que querían poner en práctica sus primeros sueños de hombre macho y hacían cola para perder su virginidad con aquella mujer agraciada.

Loncha, La Pirulí y Evajati, fueron una pléyade de mujeres que por los años veinte y treinta calmaron las ansiedades de los muchachos que luego se iban a narrar sus proezas en el famoso Cabaret Aires Cubanos  
La calle de las Flores se comunicaba con la calle Del Lago, colmada de grandes casas de piso embaldosado, allí vivían los que creían estar fuera de la influencia chambaculera, entre ellos estaban los Pereira, los Arévalo (El Coronel y Pedro Pereira, padre de Pedrito). También podíamos encontrar a María La Chocoana y a la Niña Prada, madre del cuentero que hacía la fiesta en las noches de velorio: Rafita Prada.

En una de las calles paralelas a la del Lago, estaba la tienda de Zoila, la más grande y a la vez donadora de ñapas, fue la primera en tener teléfono.

Demolido el caserón de material, y el conjunto de las accesorias, quedó un amplio campo, donde se organizaban juegos de todas las especies: Tapita, bola de caucho, tablita y ya se daban «piezas de fuego», aromatizadas por la Cannabis, venta iniciada por el viejo Colancho, un jíbaro samario.

Para participar en los juegos de la tapita y la bola de caucho, llegaban los sandieganos, especialmente la gente de la calle del Jardín. Un lanzador famoso de tapita era el Mocho Sindulfo, tenía el brazo izquierdo escondido en el cuerpo.

Al fondo de aquel terreno, estaba el cuarto del viejo Juan Gutiérrez Arteaga, era una especie de garito, donde se jugaban todo tipo de juegos de mesa desde el póker hasta la lotería y el dominó, cuando llegaba la policía, se hacía una colecta para calmarles los ánimos a los agentes del orden. Al lado de aquel cuarto, estaba la casa grande de los palenqueros, su ama y matrona era la tía Cato, hermana de la mamá de Pambelé, madre de Ramona, la palenquera más bonita que habitó Chambacú. Después de aquella calle, se encontraba la calle de Martín, viviendo en su solar, donde hoy se alza el Edificio Inteligente .

Al bajar aquel puente de madera, nos encontrábamos con los inicios del sector de Tokio, era todo una fiesta, donde nunca faltaban los boleros y las guarachas del Jefe Daniel Santos, aquello daba espacio para conjugar los juegos de pierna de los boxeadores: Caraballo, Pedro Vanegas y Pambelé.

Juan V Gutiérrez M
Desde donde terminaba el sector Tokío, se podía entrar a la calle donde vivía el Maestro Pianeta Pitalúa, director de la orquesta A No. 1. Había un pentagrama de canciones que hacían interminable la fiesta, y las danzas de los Goleros y Pajaritos mostraban un colorido de movimientos gestuales, como el «Baile de la Rasquiñita» por «Mediavida» en el grupo de Delia Zapata .

La fiesta permitía que el barrio quedara envuelto en las melodías de los boleros y las guarachas de Daniel Santos y Bienvenido Granda, todo aquello quedó poetizado por los versos de Raul Gómez Jattin, un 23 de mayo, cuando su último poema quedó grabado en las hojas de los árboles del parque Espíritu del Manglar.

Chambacú era una fiesta gozada por sandieganos y cabreranos.





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