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lunes, 8 de junio de 2020

Narrativa Local


LA SONRISA DE LA DESGRACIA 

Por Gilberto Garcia Mercado

El Refugio estaba en boca de todos, gracias a que los diarios publicaron en primera plana la fotografía de Rogelia Santos. En ella aparecía la mujer, el cuerpo voluminoso contrastando con su expresión angelical, bamboleándose en la silla, ausente y, los ojos como perdidos en un punto indeterminado. Arriba unas letras rojas y en mayúsculas, dejaban en los lectores el camino abierto a la especulación. «Rogelia Santos, la única sobreviviente de El Refugio». Y todo volvería como al principio, como si la historia volviera a repetirse una y otra vez en la memoria de la mujer. Era diciembre y, el espíritu festivo se reflejaba en el rostro de cada ciudadano. Un viento sutil se escurría por entre las rendijas de las casas, como un fugitivo que agradaba tenerlo así, ocultándose en las viviendas...  
—No creo que lleguen hasta acá—dijo la mujer en la puerta, observando en la ladera la silueta de un hombre a caballo que se acercaba.—Todo el tiempo han respetado el pueblo, «es como un lugar sagrado, al que primero muertos antes que profanarlo... »  
—Así ha sido siempre—aseguró Jeremías Cavadía, quien escuchaba con singular devoción a la mujer.—Pero cada día es peor, ya no sabemos qué esperar de nadie...  
La mujer calló con solemnidad, como queriendo decir, «eso no lo digas ni en juegos, Jeremías».  
—No creo que lleguen hasta acá—repitió con parsimonia la dama.  
Acto seguido volvió a ingresar en la vivienda. Por una de las ventanas observó las nubes blancas y nítidas alzarse sobre los techos de las casas. Como enormes bolsas de algodón se hallaban tan cerca que sólo se requería saltar un poco para alcanzarlas. La mujer se entretuvo sacudiendo el polvo de algún rincón de la casa, la mano movía la escobilla de un lado a otro, de cuando en vez se detenía en la faena, y volvía a repetir:  
—No creo que lleguen hasta acá, Jeremías. No creo que se atrevan...  
La mañana se insinuaba densa y triste y el cielo se vestía con nubarrones, pero como cosa extraña, éstos no eran negros, sino henchidos de una majestuosa levedad. El hombre no se incomodó por el hecho de que la mujer lo hubiera dejado hablando solo en la puerta. Bien que la conocía, tanto que a los dos minutos de ir descendiendo por la ladera, ella volvería a asomarse en la puerta y, sin ningún recato posible rezongaría:  
—Jeremías, ¿por qué te fuiste? Eres un... 
Cuando llegó al caserío, llevaba en los ojos el fulgor de la inocencia. Quienes la vieron aquel martes descender del chevrolet, con la blusa azul de colegiala y la falda roja sobre las rodillas, no tuvieron que pensar mucho para asociarla con el padre Fontalvo. Y no se equivocaron pues en seguida y casi escoltándola apareció la comitiva del sacerdote, que de vez en cuando se tomaba El Refugio, trayendo la misión de beneficencia hasta los caseríos en las estribaciones de la Sierra. Era una labor abnegada pero el padre Fontalvo la cumplía a cabalidad.  
—Cada vez son más positivas las misiones en El Refugio—gritó el cura apenas descendió del vehículo alzándose un poco la sotana para no pisarla. Era corpulento y su 1,80 de estatura lo hacían ver pesado.  
—Eso, no tiene que decirlo—sostuvo la colegiala.—Se nota en todo, padre…  
Una vez en la cúspide los rostros cansados volvían a sonreír. Afloraba la conversación espontánea de cuando el cuerpo goza de envidiable placidez. Algo muy particular poseían quienes integraban aquella comitiva desplazándose entre semanas por aquellos caseríos perdidos en las estribaciones de la sierra. Todos guardaban de una u otra forma alguna relación con la guerra. Médicos, enfermeros y profesores eran el resultado de hogares que de una u otra manera habían sido tocados por ella. Por ejemplo: Rogelia Santos quedó huérfana, cuando sus padres se diseminaron por uno de los acantilados de los alrededores tras el estallido de las bombas. Nunca, por lo infranqueable del terreno se recuperó indicio alguno de los cuerpos. Una cruz enorme se erigió a un lado de la carretera y, en la losa de mármol se inscribieron los nombres de las víctimas. Al cura lo torturaban escenas desgarradoras de sierras desmembrando cuerpos, hombres ahorcados, noches eternas contemplando al ejército en su repliegue, y a los bandidos escapando en desbandadas.  
—Sólo el Señor contendrá tanta violencia—exclamaba el sacerdote. 
No le hacía bien evadir el conflicto, aunque no enfrentara con armas a uno u otro bando, entendió que había individuos necesitados de una palabra de aliento.  
Sus noches comenzaron a ser tranquilas en la medida que asistía a la población entre dos fuegos cruzados. Era un gran mediador para todo. Transmitía el inconformismo de la gente reclamando al Gobierno escuelas o un puente para transportar los productos del campo. 
Donde no había atención médica, por lo infranqueable del terreno él llegaba como un ángel bendito. Un día el sacristán le extendió el diario con una expresión de derrota. «No llegó la comitiva a Los Cerezos», dijo.  
El padre vio el periódico con las páginas chamuscadas:  
«¿Adónde iremos a parar?», aventuró la frase, «Ya ni la prensa se salva de este fuego cruzado».  
Al día siguiente, en vez del periódico el sacristán le presentó a Rogelia Santos.  
«Se la envía el presbítero Alejandro», manifestó el sacristán, «Sus padres murieron en el atentado de Los Cerezos. No tiene adónde ir».  
Al buen cura lo sorprendió el rostro de la joven. Había una mezcla de vulnerabilidad y seguridad en él.  
«No se diga más», pensó el padre Fontalvo.  
Vio con el rabillo del ojo a la nueva integrante de la misión, la sonrisa de ella entonces no le reveló la desgracia. 
— ¿Y qué tal si nos mudamos para acá?— propondría la mujer cinco años después.  
El padre Fontalvo asintió con la cabeza.  
—Lo haremos nuestro cuartel general— sonrió.  
Era un convencido que para derrotar el miedo había que convivir con él. Por más de quince años, El Refugio era un santuario en donde el padre Fontalvo fue conocido por su imparcialidad ante cualquier situación.  
En medio de bandos de un lado y otro, el pueblo era respetado.  
«Sí llegamos a El Refugio nos salvamos», exclamaban los fugitivos.  
Ningún bando irrumpía por medio de la fuerza a El Refugio, debía mediar primero el padre Fontalvo.  
«Es como un lugar sagrado, al que primero muertos antes que profanarlo...», seguían comentando los moradores.  
Ahora, cuando Rogelia Santos se asoma en la puerta, y observa perderse a Jeremías Cavadía, allá abajo en la ladera, es mucho lo que ha cambiado la mujer. No es la jovencita aquella de cuando sus padres se diseminaron por uno de los acantilados de los alrededores. Ha madurado y las cosas las hace como a la fuerza en la escuela donde trabaja como secretaria general.  
El destino no ha dejado de embestirla, parece que la desgracia se hubiera alojado para siempre en su existencia. Cuando creía que había dejado el dolor atrás, asesinaron al doctor Velásquez, el gran amor de su vida. Lo acribillaron mientras bajaba por la pendiente y no supo dar el santo y seña requeridos a unos bandoleros.  
Desde ese momento se volvió meticulosa y sombría.  
—Buen día, Jeremías—decía sin que el rostro se le contrajera.  
Y Jeremías sabía, que la mujer saludaba por protocolo.  
El padre Fontalvo casi nunca permanecía en el pueblo. Sí se enteraba que alguien necesitaba de su ayuda, se desplazaba hacia el lugar para reconfortar y ayudar al desgraciado. Sus nervios se habían ido fortaleciendo, gracias a la bandera blanca que iba ondeando por parajes en donde no se sabía quién era el enemigo.  
— ¡Cristo vive!—no se cansaba de exclamar el buen sacerdote.  
De tanto parar en los retenes, «no estoy ni con el uno ni con el otro, yo sólo sirvo al Señor», el cura Fontalvo fue olvidándose de sus miedos.  
El silencio entonces quedaba rondando en el ambiente y, si una mirada descansaba en la otra en busca de apoyo, en el retén no había un hombre que la soportara.  
Ese mismo silencio se rompía con el eco de las palabras:  
«El padre Fontalvo tiene razón». «Tiene razón el padre Fontalvo...». 
Y el clérigo no cabía en la sotana de contento.  
Cuando la mujer se asomó por cuarta vez, allá abajo en la ladera, el hombre que se acercaba a caballo, aparecía con diez o quince bandoleros más.  
«¿Por dónde andará, el padre Fontalvo?», pensó. 
Ahora la imagen del presbítero era un Cristo Redentor.  
«No, no llegarán hasta aquí», repitió la mujer, «Porque el padrecito lo ha dicho, se lo hemos escuchado tantas veces».  
        
         Gilberto Garcia M, Editor
Pero la ausencia del sacerdote era una demostración clara de la derrota. De un momento a otro, sólo se requería que el clérigo hiciera un alto en el camino, que se fuera a conversar con Dios para que Rogelia experimentara el vacío.  
Era como si al caserío le hubieran cercenado las alas y estuviera a merced de los fuertes vientos, el gran nido asentado en las estribaciones de la sierra sería devastado por una simple tempestad, por la orfandad en que había quedado el pueblo sin el sacerdote.  
Los hombres que se acercaban ya no eran quince, sino un ejército de bandoleros que venían a tomarse el pueblo. 
—No creo que lleguen hasta acá, Jeremías. No creo que se atrevan...—balbuceaba la mujer a bordo de la ambulancia que la conducía al Hospital, allá abajo, en la ladera.         
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