Translate

La Donación de nuestros Lectores nos motivan a seguir hacia adelante. ¡Gracias!

domingo, 5 de abril de 2020

Narrativa Local



 Por Gilberto Garcia Mercado

La ciudad despertó con un cadáver en el muelle. Al principio nadie le dio importancia a un muerto igual que los demás, que eligió morirse una mañana de domingo en medio de estas soledades. Sin embargo, el cadáver flotando en las aguas era en esos momentos en que Dairo Vásquez trabajaba como cronista judicial, un muerto distinto. Los reporteros no podían bajar hasta donde se hallaba el cadáver, y tocar cosas para deducir, las hipótesis de una muerte o asesinato. Al  escarbar en una atmósfera de muerte, en la que se hacen muchas suposiciones, esperar es demasiado, y más cuando el jefe de homicidios vendrá en media hora.
Se desprende en seguida una bola de nieve y, las especulaciones irán creciendo, con la única diferencia de que no es una bola de nieve, sino meras especulaciones en busca de la verdad. A todo esto, el cadáver sigue siendo la víctima, no puede protestar, decir que allá abajo en las aguas antesala al paraíso o al infierno, se está mal. Que los músculos ateridos, ya muertos, se fastidian. 
Aparece el detective de homicidios, su cara de disgusto, ya es costumbre en él. «Aún no huele el condenado», manifiesta algo furibundo al recordar la llamada que lo sacó bien temprano de la cama. 
Si lo observamos con detenimiento se concluirá que por lo duro del trabajo tiene que actuar así. No todos los que llegan a cubrir la noticia pueden estar de primera mano con el jefe de homicidios y con el muerto. 
Como se halla entre los afortunados, Dairo Vásquez prepara la cámara y aligera los sentidos, no quiere perderse el mínimo detalle… 
Mientras se baja por los peldaños las aguas se han transformado en una superficie quieta. El muelle no posee escaños, ni próceres a quienes el viento arañara, en cada ráfaga, astillas de sus cuerpos de bronce. 
No, el muelle es otro como es otro el muerto a quien mañana los diarios sacarán en judiciales. 
El investigador de homicidios, ordena que coloquen la escalera metálica, desde la proa y, así poder llegar hasta el muerto. Un pájaro irrumpe de repente en ese cielo del muerto pero nadie parece enterarse. 
Dos minutos pasan, la escalera metálica permite que el muerto, se vuelva cara a cara con el detective de homicidios y, revele la identidad del occiso. 
Todos lo conocían desde cuando el hombre apareció en el muelle. Dairo Vásquez se lo tropezaba camino al periódico, observaba sus facciones de persona culta pero confiesa que cuando trató de escudriñar en el aparecido, ya fuera por su intuición o sagacidad para vincularlo a los personajes que se admira, y convocarlo a una propuesta narrativa, declinó en el intento. 
De él sabía que se llamaba Abelardo, que siempre iba vestido con el mismo suéter blanco y jean azul. 
Lo paradójico del caso es que el muchacho a pesar de la mendicidad, esgrimía unas maneras limpias y agradables y la conversación era su mayor virtud. Sólo que ahora se hallaba muerto pero con una sonrisa de satisfacción en el rostro. 
«Es como si hubiera querido morirse», dijo un curioso. «Debió de morir de felicidad», agregó otro. 
Mientras medicina legal se lleva el cadáver, el muelle recobra su ruina perdida. Sin entrar en detalles los periódicos al día siguiente, informarán: «El hombre murió de repente». 
A Dairo Vásquez le dolió cómo sepultaron el cadáver, sin las honras fúnebres—por lo cual llegó a pensar que algo imperdonable había cometido en vida—a espaldas de la ciudad, a la ligera, y sometido al más brutal destierro y olvido. Ese comportamiento originó en su espíritu protestas por las injusticias cometidas. 
No se trataba de develar situaciones que representaran ventas de periódicos y ganancias económicas para todos, no. La actitud de las autoridades por enterrar al muerto, a la mayor brevedad y bajo la vista de nadie, se debía al inefable sentimiento y resignación, a la  felicidad que denotaban sus facciones de muerto. 
El agente lo había colocado bocarriba, el ánimo de los presentes registró la frase acuciante, peligrosa: 
«Qué hermoso morir así. Qué paz y armonía hay en su espíritu». 
Porque el riesgo consistía en que los que lo miraran con aquella cara de felicidad tan extraña en un muerto, fueran a imitar la expresión de Abelardo, y, ¡quién sabe Dios mío, si su fallecimiento se convirtiera en epidemia! 
Dairo Vásquez no tuvo paz. Exige respuestas concretas a los extraños funerales de Abelardo. 
La semana siguiente a la de su muerte, comenzó a indagar por el occiso, recuerda habérselo encontrado muchas veces por el muelle. Sus investigaciones lo ubicaron en un barrio de extramuros. Conoció de fuentes fidedignas sus nobles sentimientos. No demostraba conocer mundos, mucho menos el país dónde vivía. 
Al principio lo miraron con desconfianza, pero esta no prosperó por su singular conducta en el vecindario. Poco tiempo pasó para que la reputación de Abelardo rodara por el suelo. Ocurrió dos meses después de conocer a Sara de las Cruces, quien dejó entrever que no se dejaría seducir por el apuesto poeta. 
Además de ser licenciado en español y literatura, sin siquiera ejercer, había llegado a la ciudad dispuesto a escribir, y en algunos colegios diligenció dos o tres solicitudes de empleo. Sus padres eran conscientes que con veinticinco años el muchacho no sabía lo que quería. Sara de las Cruces, en cambio, tenía sus ambiciones. Quería ser abogada, dueña de estrados que la ovacionaran por la declaratoria de inocencia de sus defendidos. Era una joven sin prejuicios, conectada con estudiantes experimentando lo que les pide la piel. Atrapada al fin y al cabo por sus seducciones, cayó en los versos que Abelardo le cantaba con la modulación de un poeta perdido. Era el joven más bello que ella hubiera visto. El único problema es que era escritor. Al principio chocaron sus diferencias, pero el romance prometía afianzarse en el tiempo y el espacio. 
El sol brillaba aún más para Sara, quien reclamaba tiempo para ella, pues apenas la promesa de escritor se supo dueño de aquella preciosidad, la relegó a un segundo plano. 
El cuarto de Abelardo tenía la atmósfera de los libros. Sara de las Cruces llegaba y él no se inmutaba. Presionaba con rabia las teclas en el ordenador. La libertad de un presidiario entonces dependería de no dejar fugar las ideas sobre la marcha. Cuando creía que lo había conseguido, entonces despertaba: «¿Hola cariño, estás aquí?», susurraba. Después de un tiempo en sus brazos, volvía como autómata sobre la historia que estaba escribiendo. La mujer advertiría que en el borrador no había siquiera una palabra, símbolo o eslabón que la vincularan a la obra de Abelardo. Luego de dos meses de querer salvar aquel amor de novela, resolvió romper los lazos que la ataban al poeta. No volvió a visitarlo, se mudó sin decir a los vecinos adónde se dirigía. 
Dos días después y sin que el escritor notara su ausencia, por la tarde y como era costumbre, el olor a café que preparaba su novia volvió a estar presente, pero en la cara de quien le pareció una vieja bruja. Una arpía sacada quién sabe de dónde: 
— ¿Quién es usted?—preguntó estupefacto, no creyendo lo que veían sus ojos. — ¿Qué ha hecho con Sara? 
—Perdone, joven. Cómo lleva dos días ahí, pensé en traerle siquiera un café—balbuceó la pobre viejecita que se había mudado tres noches antes. —Como veo que nadie se preocupa por usted… 
La vieja se constituyó en su amparo, pues Abelardo con la facilidad con que dejaba a Sara de las Cruces y saltaba sobre sus historias, con esa misma facilidad saltó a esa vida en el muelle, en donde alguien lo reconoció por aquella maldita tristeza que no había formas de apartar, de hacerle reír, o acaso olvidar por cinco minutos. 
Había veces que al detenerse en sus ojos, el corazón se contraía, y la única manera de liberarse era gritar…Y llorar, por los hombres tristes, ¡por Abelardo! 
A todo esto, Sara de las Cruces no cedió en sus pretensiones. Si le confesaban que habían visto al muchacho, solo y triste, con la misma ropa durmiendo en el muelle, sufría. 
Al enterarse del deceso en el puerto, su entereza guardada hasta entonces con cierta naturalidad, flaqueó, pero no imaginó lo peor. Aún existía la esperanza de que no fuera Abelardo. Se encerró en su cuarto, encendió el radio queriendo ahogar su angustia con baladas de Roberto Carlos. No lo consiguió y, entonces decidida, se dijo que la única manera de salir de aquel infierno, sería hablar con el detective de homicidios o con medicina legal. 
Vestida de blusa azul y jean negro el taxi la dejó en un edificio sombrío, donde todo tenía apariencia de muerte fragmentada. El cadáver en una camilla era un despojo de hombre. 
          
Gilberto Garcia Mercado, Editor        
Arriba, en el techo, un ventilador era lo único vivo en aquella habitación. No permaneció dos minutos. Era Abelardo el muerto, su querido Abelardo. Le había visto el rostro de sufrimiento, su extravío por la vida. Su total desamparo y aquella epidemia que ahora se adhería a ella, allá en el muelle en ruinas, en donde todos los días la verán. 
Porque si no sacude la cabeza, aquel hombre triste la hará llorar irremediablemente. Lo dicen los textos póstumos que el diario comienza a publicar los domingos. Que hablan de todo ese amor que Abelardo sintió  por la joven y que Sara de Las Cruces puso en tela de juicio. Imagen de Free-Photos en Pixabay Imagen de THAM YUAN YUAN en Pixabay Imagen de Quang Nguyen vinh en Pixabay 

No hay comentarios:

Seguidores

HAY QUE LEER....LA MEJOR PÁGINA...HAY QUE LEER...

Hojas Extraviadas

El Anciano Detrás Del Cristal Por Gilberto García Mercado   Habíamos pasado por allí y, no nos habíamos dado cuenta. Era un camino con árbol...