Por Gilberto Garcia Mercado
La ciudad despertó con un cadáver en el muelle. Al
principio nadie le dio importancia a un muerto igual que los demás, que eligió
morirse una mañana de domingo en medio de estas soledades. Sin embargo, el
cadáver flotando en las aguas era en esos momentos en que Dairo Vásquez
trabajaba como cronista judicial, un muerto distinto. Los reporteros no podían
bajar hasta donde se hallaba el cadáver, y tocar cosas para deducir, las
hipótesis de una muerte o asesinato. Al
escarbar en una atmósfera de muerte, en la que se hacen muchas
suposiciones, esperar es demasiado, y más cuando el jefe de homicidios vendrá
en media hora.
Se desprende en seguida una bola de nieve y, las
especulaciones irán creciendo, con la única diferencia de que no es una bola de
nieve, sino meras especulaciones en busca de la verdad. A todo esto, el cadáver
sigue siendo la víctima, no puede protestar, decir que allá abajo en las aguas
antesala al paraíso o al infierno, se está mal. Que los músculos ateridos, ya
muertos, se fastidian.
Aparece el detective de homicidios, su cara de disgusto,
ya es costumbre en él. «Aún no huele el condenado», manifiesta algo furibundo
al recordar la llamada que lo sacó bien temprano de la cama.
Si lo observamos
con detenimiento se concluirá que por lo duro del trabajo tiene que actuar así.
No todos los que llegan a cubrir la noticia pueden estar de primera mano con el
jefe de homicidios y con el muerto.
Como se halla entre los afortunados, Dairo
Vásquez prepara la cámara y aligera los sentidos, no quiere perderse el mínimo
detalle…
Mientras se baja por los peldaños las aguas se han
transformado en una superficie quieta. El muelle no posee escaños, ni próceres
a quienes el viento arañara, en cada ráfaga, astillas de sus cuerpos de bronce.
No, el muelle es otro como es otro el muerto a quien mañana los diarios sacarán
en judiciales.
El investigador de homicidios, ordena que coloquen la escalera
metálica, desde la proa y, así poder llegar hasta el muerto. Un pájaro irrumpe
de repente en ese cielo del muerto pero nadie parece enterarse.
Dos minutos
pasan, la escalera metálica permite que el muerto, se vuelva cara a cara con el
detective de homicidios y, revele la identidad del occiso.
Todos lo conocían desde cuando el hombre apareció en el
muelle. Dairo Vásquez se lo tropezaba camino al periódico,
observaba sus facciones de persona culta pero confiesa que cuando trató de
escudriñar en el aparecido, ya fuera por su intuición o sagacidad para
vincularlo a los personajes que se admira, y convocarlo a una propuesta
narrativa, declinó en el intento.
De él sabía que se llamaba Abelardo, que
siempre iba vestido con el mismo suéter blanco y jean azul.
Lo paradójico del
caso es que el muchacho a pesar de la mendicidad, esgrimía unas maneras limpias
y agradables y la conversación era su mayor virtud. Sólo que ahora se hallaba
muerto pero con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
«Es como si hubiera
querido morirse», dijo un curioso. «Debió de morir de felicidad», agregó otro.
Mientras medicina legal se lleva el cadáver, el muelle recobra su ruina
perdida. Sin entrar en detalles los periódicos al día siguiente, informarán:
«El hombre murió de repente».
A Dairo Vásquez le dolió cómo sepultaron el cadáver, sin
las honras fúnebres—por lo cual llegó a pensar que algo imperdonable había
cometido en vida—a espaldas de la ciudad, a la ligera, y sometido al más brutal
destierro y olvido. Ese comportamiento originó en su espíritu protestas por las
injusticias cometidas.
No se trataba de develar situaciones que representaran
ventas de periódicos y ganancias económicas para todos, no. La actitud de las
autoridades por enterrar al muerto, a la mayor brevedad y bajo la vista de
nadie, se debía al inefable sentimiento y resignación, a la felicidad que denotaban sus facciones de
muerto.
El agente lo había colocado bocarriba, el ánimo de los presentes
registró la frase acuciante, peligrosa:
«Qué hermoso morir así. Qué paz y
armonía hay en su espíritu».
Porque el riesgo consistía en que los que lo miraran
con aquella cara de felicidad tan extraña en un muerto, fueran a imitar la
expresión de Abelardo, y, ¡quién sabe Dios mío, si su fallecimiento se convirtiera en epidemia!
Dairo Vásquez no tuvo paz. Exige respuestas concretas a
los extraños funerales de Abelardo.
La semana siguiente a la de su muerte,
comenzó a indagar por el occiso, recuerda habérselo encontrado muchas veces por el muelle. Sus
investigaciones lo ubicaron en un barrio de extramuros. Conoció de fuentes
fidedignas sus nobles sentimientos. No demostraba conocer mundos, mucho menos
el país dónde vivía.
Al principio lo miraron con desconfianza, pero esta no
prosperó por su singular conducta en el vecindario. Poco tiempo pasó para que la
reputación de Abelardo rodara por el suelo. Ocurrió dos meses después de
conocer a Sara de las Cruces, quien dejó entrever que no se dejaría seducir por
el apuesto poeta.
Además de ser licenciado en español y literatura, sin
siquiera ejercer, había llegado a la ciudad dispuesto a escribir, y en algunos
colegios diligenció dos o tres solicitudes de empleo. Sus padres eran conscientes que
con veinticinco años el muchacho no sabía lo que quería. Sara de las Cruces, en cambio,
tenía sus ambiciones. Quería ser abogada, dueña de estrados que la ovacionaran
por la declaratoria de inocencia de sus defendidos. Era una joven sin
prejuicios, conectada con estudiantes experimentando lo que les pide la piel.
Atrapada al fin y al cabo por sus seducciones, cayó en los versos que Abelardo
le cantaba con la modulación de un poeta perdido. Era el joven más bello que ella hubiera visto. El único problema es
que era escritor. Al principio chocaron sus diferencias, pero el romance
prometía afianzarse en el tiempo y el espacio.
El sol brillaba aún más para Sara, quien
reclamaba tiempo para ella, pues apenas la promesa de escritor se supo dueño de
aquella preciosidad, la relegó a un segundo plano.
El cuarto de Abelardo tenía la atmósfera de los libros.
Sara de las Cruces llegaba y él no se inmutaba. Presionaba con rabia las teclas
en el ordenador. La libertad de un presidiario entonces dependería de no dejar fugar las
ideas sobre la marcha. Cuando creía que lo había conseguido, entonces despertaba: «¿Hola cariño, estás
aquí?», susurraba. Después de un tiempo en sus brazos, volvía como autómata
sobre la historia que estaba escribiendo. La mujer advertiría que en el
borrador no había siquiera una palabra, símbolo o eslabón que la vincularan a
la obra de Abelardo. Luego de dos meses de querer salvar aquel amor de novela, resolvió
romper los lazos que la ataban al poeta. No volvió a visitarlo, se mudó sin
decir a los vecinos adónde se dirigía.
Dos días después y sin que el escritor
notara su ausencia, por la tarde y como era costumbre, el olor a café que
preparaba su novia volvió a estar presente, pero en la cara de quien le pareció
una vieja bruja. Una arpía sacada quién sabe de dónde:
— ¿Quién es usted?—preguntó estupefacto, no creyendo lo
que veían sus ojos. — ¿Qué ha hecho con Sara?
—Perdone, joven. Cómo lleva dos días ahí, pensé en
traerle siquiera un café—balbuceó la pobre viejecita que se había mudado tres
noches antes. —Como veo que nadie se preocupa por usted…
La vieja se constituyó en su amparo, pues Abelardo con la
facilidad con que dejaba a Sara de las Cruces y saltaba sobre sus historias,
con esa misma facilidad saltó a esa vida en el muelle, en donde alguien lo
reconoció por aquella maldita tristeza que no había formas de apartar, de hacerle
reír, o acaso olvidar por cinco minutos.
Había veces que al detenerse en sus
ojos, el corazón se contraía, y la única manera de liberarse era gritar…Y
llorar, por los hombres tristes, ¡por Abelardo!
A todo esto, Sara de las Cruces no cedió en sus
pretensiones. Si le confesaban que habían visto al muchacho, solo y triste, con
la misma ropa durmiendo en el muelle, sufría.
Al enterarse del deceso en el
puerto, su entereza guardada hasta entonces con cierta naturalidad, flaqueó, pero no
imaginó lo peor. Aún existía la esperanza de que no fuera Abelardo. Se encerró
en su cuarto, encendió el radio queriendo ahogar su angustia con baladas de Roberto Carlos. No lo consiguió y, entonces decidida, se dijo que la única manera de salir de aquel infierno,
sería hablar con el detective de homicidios o con medicina legal.
Vestida de blusa azul y jean negro el taxi la dejó en un
edificio sombrío, donde todo tenía apariencia de muerte fragmentada. El cadáver
en una camilla era un despojo de hombre.
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Gilberto Garcia Mercado, Editor |
Arriba, en el techo, un ventilador era
lo único vivo en aquella habitación. No permaneció dos minutos. Era Abelardo el
muerto, su querido Abelardo. Le había visto el rostro de sufrimiento, su
extravío por la vida. Su total desamparo y aquella epidemia que ahora se
adhería a ella, allá en el muelle en ruinas, en donde todos los días la verán.
Porque si no sacude la cabeza, aquel hombre triste la hará llorar irremediablemente. Lo
dicen los textos póstumos que el diario comienza a publicar los domingos. Que
hablan de todo ese amor que Abelardo sintió
por la joven y que Sara de Las Cruces puso en tela de juicio. Imagen de Free-Photos en Pixabay Imagen de THAM YUAN YUAN en Pixabay Imagen de Quang Nguyen vinh en Pixabay
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