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sábado, 18 de febrero de 2017

El Mito Que Se Desvanece


¡Buen viaje, Señor Escritor! 
Por Gilberto García Mercado 

En la literatura las vidas se van sucediendo como las letras. Y en nuestro caso particular se respira mejor con la partida de uno grande. Es mejor para la nueva generación de escritores que nunca jamás se les haya atravesado un García Márquez. Con el tiempo ese mito de escritor se irá desvaneciendo, permitirá que otros fabulistas abandonen su timidez  y,  por el contrario, asuman la ausencia de Gabo con propuestas que busquen acordarse menos del gran escritor de Aracataca.
 
Se quejan los contemporáneos de García Márquez, de las pocas oportunidades que tenían sus textos de lograr alguna aceptación entre el público, primero porque todo giraba alrededor del escritor de Macondo. Y segundo, porque  el sol o la luna que era el insigne narrador no permitía ver más allá de los límites de su fábula. 
Mucha tinta es la que ha corrido alrededor del mito, porque estando entre nosotros pensábamos que el narrador era eterno, incluso, esa forma particular de burlarse de la muerte,  el sacar mientras se explora su literatura una sonrisa al lector, es el de alguien seguro y que no le tiene miedo a la muerte. Pero el escritor partió hacia otras instancias, quizás hacia un universo sin límites, cargado de sus obras monumentales y con la misión de extender el poder de su literatura hacia ese otro escenario de muerte. 
La muerte del escritor se constituye en una catarsis liberadora, por fin se puede respirar en paz, por fin los reporteros de cultura se liberan de ese compromiso de tener que sacar todos los días, a Gabo con su nuevo libro, en una entrevista con Fidel Castro, en una crónica en El País de España, etc.  Porque es que la literatura garcimarquiana propiciaba a tenerla presente hasta en los títulos con que los diarios abrían sus páginas. En esos textos se hallaban siempre presente, El coronel no tiene quien le escriba, Crónica de una muerte anunciada, Relatos de un náufrago, Cien años de soledad, La Hojarasca, Noticias de un secreto, Los funerales de la mamá grande, etc. 
Un maestro de un taller literario me decía que García Márquez era un Rey Midas, “todo lo que toca se convierte en oro”.  En esos momentos, quienes llegaban por primera vez al taller se enojaban,  e incluso no volvían, cuando el maestro expresaba que para lograr su propio estilo el novel tenía que alejarse de la literatura macondiana y abrirse a otras posibilidades. Por esa época los redactores de medios impresos le hacían el juego a la fama universal del autor de La Cándida Eréndira y su abuela desalmada, lo veíamos hasta en los clasificados. Hasta me atrevo a pensar que el intelectual se fastidiaba con tanta información sobre él, cuántos narradores por conocer y los medios aún informando sobre los aportes de Gabo a la literatura en ensayos, biografías y crónicas. 
En tales situaciones, cuando una lámpara absorbe a las demás, el sacrificado es aquel que no logra alumbrar el camino pues la oscuridad se ha retirado y lo invisibiliza.  Así estuvieron la generación de escritores contemporáneos de García Márquez, no había ojos sino para la obra del ilustre hijo de Aracataca. Por mucho que lo intentaran, sus acciones eran fallidas, obnubiladas por ese sol o luna que no permitían ver más obras, más novelas que la de El otoño del patriarca. 
De tal fenómeno es bueno escapar, desprenderse de la influencia nefasta que puede significar  arrimarse a la sombra del autor de Doce cuentos peregrinos. 
Una vez alguien se me acercó para que,  además de corregirle una novela emitiera una opinión sobre la misma. Me llevé el manuscrito para la casa, y en un fin de semana con día festivo abordo, leí la novela y aunque el tema era diferente el pobre tipo imitaba a García Márquez. 
      
          Gilberto García M 
Le dije que tenía que abrirse a otras oportunidades, que leyera las diez mejores novelas rusas. Le nombré una: Crimen y Castigo,  de Fedor Dostoievski.  No obstante, el discurso sutil que manejé para no herir la susceptibilidad del escritor, éste se levantó sin decir una palabra dándome a entender con su cara roja por la ira,  que lo que acababa de decir era un sacrilegio, porque escribir como García Márquez era una virtud. Ahora cada vez que me lo encuentro, el pobre tipo  se pasa a la acera de enfrente, cada vez que lo saludo se hace el desorientado, como si el mismo fuera un personaje de García Márquez que se escapó de sus libros para defender las fábulas del Nobel de Aracataca.    

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