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lunes, 26 de diciembre de 2022

#cuentosdeNavidad

DETRÁS DE LAS COLINAS

 

Por Gilberto García Mercado



Detrás de las colinas, en un rincón del viejo trapiche, se hallaba el aljibe, cuyo brocal de porcelana hablaba muy bien del lugar. Por esa época, la población grande y ecuánime, no tenía ningún problema en pertenecer a alguno de los dos bandos: los que bebían el agua del acueducto y los que la ingerían del aljibe. En este último, se me forjó el alma de niño, se me abrieron los ojos y oídos y pronto entendí la necesidad que tiene el hombre de poder formar familia, vivir cada etapa de su vida, con un norte definido, pasar la transición de niño a adolescente, y fortalecerse en la madurez, con las metas bien claras para conseguir los objetivos propuestos: estudiar, trabajar, casarse, tener hijos y procrear a la especie.

En la familia, compuesta por tres varones y dos mujeres, yo era el mayor, y, por consiguiente, el que llevaba las riendas de la casa. No obstante, ser el mayor de mi linaje no era ningún problema, la verdadera dificultad recaía en mis pocos años, en las duras travesías que tuve que pasar para hacer honor a mi posición de ser el mayor de la familia. No era extraño, por ese entonces, ver mi enclenque y menuda figura entrando y saliendo, en todo momento de los bares, con un recipiente adherido al pecho, y tocándolo con un cuchillo todo el tiempo, anunciando que en el lugar se hallaban las mejores butifarras del pueblo.

Tampoco resultaba extraño que me vieran un sábado o domingo en los restaurantes, lustrando los zapatos de los comensales, de la gente que se reunía a disfrutar de una tarde de sábado o domingo bajo la atmósfera húmeda y fresca de la sierra. No era mucho el dinero que ofrecían por lustrar zapatos, pero era una de las formas de poder ser feliz y estudiar por las noches en un instituto del gobierno.

—Mauro, necesito que vayas al aljibe por agua—ordenaba mi madre con aquella actitud reticente, la misma que me complacía por el solo hecho de escucharla—No sea que vayas a llegar tarde a clases.

Las frases de mamá aún resuenan en mi cabeza. Recuerdo a papá marchar temprano por la mañana hacia la plaza de mercado, expendiendo en su local frutas y verduras con una sonrisa inconfundible que agradaba en gran manera a los clientes.

Hoy, de aquellos tiempos, solo quedan los suspiros, la resignación ante la muerte de mis padres, la dolorosa escapada hacia otros destinos, y el despliegue de ingenieros y empresas de construcción que irrumpieron sin contemplación alguna, convirtiendo el pueblo en un complejo urbanístico. Echaron abajo las colinas, no tuvieron contemplación alguna con el aljibe, al que sepultaron como si enterrándolo contribuyeran a poder paliar el alma contra el remordimiento y los prejuicios.

Derribaron la cisterna a la que acudía todas las mañanas, no solo por el agua, sino para ver a la adolescente que, recortada contra el brocal de porcelana, se echaba agua con un recipiente, produciendo en esa mañana de agosto, de un austero verano, un juego de luces en el que el sol proyectaba, más allá del aljibe, la imagen nítida y sorprendente de una adolescente que parecía la criatura más hermosa del planeta, cuando la blusa azul se adhería a su cuerpo dejando entrever la palpitación de unos senos firmes y redondos.

Camino disfrutando el aire del complejo urbanístico, sí un día fui atractivo y hacía volver la cabeza a jóvenes hermosas y entusiastas, hoy este cuerpo degradado por los años, endeble frente a la vejez, ni siquiera es notorio ante los recuerdos que salen al paso. Sí, no estoy solo, tengo esposa e hijos, acudo a esta ciudad que dejó de ser pueblo hace años, con el propósito de darle otra oportunidad a mi vida, para que, por fin, en esa otra dimensión de los recuerdos, pueda declarármele a la joven de senos firmes y redondos. No sé por dónde andará, no sé si aún vive, quisiera expresarle que ella forjó mi alma de niño, me abrió ojos y oídos y cuando la sorprendía bañándose a un lado del aljibe, era tal la satisfacción, que eso me ayudaba a proseguir el camino, por ella me hice hombre, por ella soporté la burla de borrachos y comensales, cuando muy niño ofrecía las mejores butifarras del pueblo y lustraba zapatos en los restaurantes los sábados y domingos.

 

 

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