UN ÁRBOL AUSCULTANDO SUS RAÍCES
Una isla en la que todo se aclara.
Hay un solo camino, el de la llegada.
El eco, sin que nadie se lo pida, toma la palabra
y con ganas aclara los misterios del mundo
Wislawa Szymborska (Utopía)
Por Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz *
He visto nacer casi todos los libros del poeta Carlos Fajardo Fajardo. Aparentemente esto me daría una ventaja para dirimir estas líneas, pero en estricto sentido es más bien una limitante porque me puede raptar la perspectiva, obnubilarme el misterio, de tan cerca que he permanecido en la gestación. Sin embargo, me atrevo, inducido por rehacer el camino de los poemas, ya no como el cómplice de búsquedas y hallazgos, sino como un desprevenido lector que se lanza a los signos escurridizos, con la intención de plantear algunas hipótesis de recepción e interpretación. En primera instancia quiero llamar la atención sobre un tópico fundacional en la literaturauniversal. Poetas de diversas épocas y latitudes crean su entorno, un espacio a caballo entre lo geográfico referencial y lo simbólico. Ese universo, por lo general no es muy vasto. Troya e Ítaca son pequeñas ciudadelas en las que el poeta Homero canta y cuenta –esencia de la poesía- las glorias y vicisitudes de sus héroes.
Aquiles, Héctor, Patroclo, Agamenón, Paris, Menelao, no solo pelean, beben vino en generosas cráteras, se enamoran de fantasmas y asumen su hado trágico, sino que además, se definen como ciudadanos de un lugar emblemático: son troyanos, atenienses o espartanos, quieren volver a su origen, auscultar sus raíces para poder hilvanar una nueva épica, llámese Odisea o Eneida. Así en los intrincados sucesos del retorno se privilegie al héroe -Ulises y Eneas- son los espacios, Ítaca y el Lacio, los motivos esenciales para que se aúpe la poesía:
Cuentan que Ulises, harto de prodigios
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios
J.L. Borges (Arte Poética)
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Carlos Fajardo Fajardo, Poeta y Escritor |
Más avanzados en el tiempo, con la irrupción de la novela moderna, don Quijote y Sancho Panza, tienen como punta de lanza de su utopía caballeresca, la toma paródica de la Ínsula Barataria, donde tanto conocen de la precaria condición humana y las mezquinas mieses del poder. García Márquez en Cien Años de Soledad, esa novela tan cercana a la épica por secretos vasos comunicantes, crea la epifánica aldea de Macondo, a donde todos vuelven después de infinitas diásporas. La más notable, José Arcadio Buendía, el hijo pródigo que se va con los gitanos, le da sesenta vueltas al mundo y regresa a fundir su sangre, primero con la prima, en vibrantes malabares eróticos, y al final, con la madre, en un hilillo simbólico que retorna a su ombligo, en un llamado thanático y edípico. El árbol siempre ausculta sus raíces.
De la misma estirpe fundacional, de ese Locus Amoenus que se mira en el espejo del Locus Terríbilis, estaría Comala, en Pedro Páramo, Santa María en la saga citadina de Onetti, Santa Lucía, esa pequeñísima isla antillana en El reino del Caimito, de Derek Walcott; la Buenos Aires de principios de siglo en los cuentos de compadritos y puñales de Borges, y ante todo, en su primigenio Fervor de Buenos Aires.
Y así, Yoknapatawpha Country en William Faulkner, Spoon River, de Edgar Lee Masters, donde la muerte es apenas un subterfugio para contar y cantar las andanzas humanas por esos vericuetos de la existencia.
La Gran Casa de la ciudad, la ciudadela, la aldea, la isla o la provincia. Casa Grande e Senzala y de allí a la Casa Grande en Cepeda Samudio, o La Casa de las dos palmas en Mejía Vallejo, o La Mansión de Araucaima en Mutis, hasta fluir por la misma corriente vital de la Poesía a la casa proverbial de Aurelio Arturo en su Morada al Sur, tan limítrofe con el patio de la poesía inaugural de Héctor Rojas Herazo, la misma donde algunos vivos y varios muertos deambulan a pie o en mula por La Aldea Desvelada de Horacio Benavides, o por los zaguanes habaneros de Eliseo Diego en su Calzada de Jesús del Monte:
Las casas encendidas reinventan la infancia (Ínsula, p. 60)
Vuelvo a esa casa con mis ruinas
no hay nada allí para alabarme
solo voces sumergidas en el tiempo (Ínsula, p. 46)
Sí, las mismas voces que vienen y van en los piélagos de la Poesía, desde Homero hasta Cervantes, de Dante a García Márquez, de Lee Masters hasta la casa con murciélagos e hipoteca de Lêdo Ivo, de la Isla de Patmos, donde Juan escribía en modo surrealista el apocalipsis de la especie, hasta el escondido jardín donde se atrincheró de las turbulencias humanas la discretísima Emily Dickinson. La pequeña ciudad donde nunca pasa nada, porque el verdadero viaje es intimista; el barrio que no es otra cosa que mi casa, tu casa y la casa de un vecino elegido, con su patio, su huerta y sus alambres para orear la ropa y los vestigios.
En las cuerdas del patio se balancea
el llanto de un niño atardecido.
Hasta allí sólo llega el murmullo del barrio
donde un solitario niño juega con la arena (Ínsula, p.34)
El poeta Carlos Fajardo Fajardo, heredero de esa tradición fundacional vuelve a su barrio de casas blancas, insulado en una colina con carboneros y chiminangos, murciélagos y renacuajos, grillos y culebras, pero de pronto, en ese peregrinaje se le atraviesa la casa, primero y último eslabón de su verdadero viaje: La Poesía. No es una entelequia metafísica, es el receptáculo de todo lo vivido y postergado a causa de indescifrables odiseas. De ella, al frotarla un poco con la palma de unas palabras, empiezan a salir los seres que la configuran hacia adentro y hacia afuera. En el gineceo esta la figura poderosa de la Madre, curiosamente poderosa porque es desde el silencio, desde el bajo perfil de sus oficios cotidianos y su mesura femenil que instaura su presencia, consubstancial de ausencia.
Ella tatuaba en barro mis signos secretos
la fragilidad de mis días
Ella acariciaba sus plantas como pequeños dioses
Partera de mis palabras,
milagro del mundo (Ínsula, p. 38)
Y de nuevo la lámpara frotada con vehemencia y profunda pasión, y van llenando el recinto, el padre, los hermanos, las cosas cotidianas en la urdimbre del hogar. Como en un juego concéntrico, la ciudad contiene al barrio, el barrio a la casa, la casa a sus seres, sus seres a sus emociones, evocaciones y atmósferas:
Deja en mis manos algunos signos de gratitud
que ahora son migajas (Padre, Ínsula, p. 36)
Y él camina entre las luciérnagas
atrapadas en las manos del sol (Hermano, Ínsula, p. 35)
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Alvaro Mutis, Poeta y Escritor |
Se respira una atmósfera de misterio, de música secreta y de violencia insinuada por la conflagración constante que ha vivido Colombia durante tantos años. La casa, donde la radio exultaba boleros, tangos y baladas, también dejaba la impronta del país otro, no el bucólico de veranera y torcaza, sino el de la violencia partidista primero, o la irrupción de la insurgencia en campos y ciudades, después. La casa era el tambor que amplificaba la hecatombe. A escasas cuadras de la Ínsula del Viento fue rodeado y acribillado un comandante guerrillero, con exuberantes pertrechos e hiperbólica logística aérea. Bárbara pero poética la historia de nuestros barrios, sus calles y sus casas:
Mientras el país ardía entre pavesas
esas canciones arrullaban el silencio
hospederas del amor
caricias del mundo (Insula, p.19)
Como los habitantes de Spoon River o de Comala, estos muertos siguen vivos, son más que pavesas o recuerdos, la vida misma porque a su lado se tejió la existencia, puntada a puntada, tinto a tinto, en amaneceres lentos, en mediodías con siesta onírica, en noches con duermevela y fantasmas escondidos en los armarios con cristal de roca donde se copiaba la lluvia que caía rayo a rayo en el frágil escudo de las ventanas. Bien lo dice Arturo: los muertos viven en nuestras canciones (Rapsodia de Saulo).
En la Ínsula del Viento sopla una tensión permanente. Preciso decir que viento en griego también significa espíritu, de allí la bella síntesis de Juan en su evangelio: El viento sopla de donde quiere (Juan 3:8). Esa tensión cuyas orillas dialécticas son el Eros y el Thánatos, alberga en su puente de bambú, casi de aire, una naturaleza pródiga, de trópico con mar presentido e idealizado, con árboles y pájaros, con música de fondo –siempre la música-, con noticias aciagas, con presentimientos letales, con vacíos y agujeros negros donde reina el misterio, cifra imantada de la Poesía:
De pronto entre sombras
sale la más bella
venciendo los anuncios de la muerte
Se agita el verano
los amantes lo celebran
como demonios en celo (Ínsula, p. 27 )
Hay profusión de imágenes, visuales, olfativas, connaturales a la atmósfera de ciudad tropical, barrio limítrofe entre la urbe que se estira en lontananza y el bosque montañoso que la separa del mar pero le trae, a cambio, efluvios cotidianos de brisa y de pájaros, historias de viajeros y tambores, heridas de guerra, peripecias de muchachos, olor a casa natal, a barrio primitivo con olor a geranios, a mango, a perfume de muchachas, tan etéreo como el cisne salvaje de Luis Rogelio Nogueras:
Desde los matorrales espiábamos a las más bellas
mientras el río les bañaba los pechos
erectos como una bandera ( Ínsula, p.5)
Los temas recurrentes: el barrio con sus trashumantes y peleadores callejeros, sus muchachas que nos evocan los desnudos de Delvaux, por su esfumato e idealización frente al mundo prosaico, la infancia, más padecida que encantada, por una suerte de predisposición apocalíptica en cada palabra, en cada gesto, depositados por los adultos; el amor como entelequia, como bengala tímida en la batahola de un mar embravecido, la muerte, todo el tiempo, como ese viento que sopla de donde quiere y cuando quiere, tocando cada cosa, cada rincón: el arpa en la colina, los renacuajos agonizando en su elemento, el estertor de la ciudad circundante, con su sirena y su metralla, en plena siesta de los ángeles, y siempre, siempre, la raigambre de un poeta argonauta que salió hace muchos años de su ínsula, y como Ulises o Eneas, se empecina en regresar a constatar el crecimiento de sus monstruos.
POEMAS DE ÍNSULA DEL VIENTO
LA TIERRA TRAÍA AROMAS DE HELECHOS
Al mediodía oíamos las maderas de los árboles,
su sonido entrando a nuestra casa.
Los hermanos se unían a ese coro que cantaba
junto a nerviosos insectos.
Las telarañas se acumulaban en las alcobas
y fuertes palabras se decían sin ninguna moderación.
En diciembre las hormigas se volvían más temibles,
los reinos del agua hablaban con las piedras del río
y la tierra traía aromas de helechos.
Cantábamos casi sin edad.
Bastaban pocas palabras,
espejismos de hembras en las orillas rumorosas.
No era todo lo que en realidad deseábamos,
pero en los cuerpos de las jóvenes veíamos la luz,
algo de alegría.
Desde los matorrales espiábamos a las más bellas
mientras el río les bañaba sus pechos,
erectos como una bandera
DE LA NOCHE COLGABAN LAS ESTRELLAS
De la noche colgaban las estrellas,
se reflejaban en la laguna donde íbamos a pescar renacuajos.
Cada captura era un trofeo.
Comparábamos el tamaño de los renacuajos
que aterrorizados chocaban en la bolsa de plástico.
Luego los lanzábamos al estanque.
Uno a uno a lo profundo iban cayendo,
rayo a rayo morían de hastío.
El viento hoy sigue azotando puertas
pero ninguna estrella se refleja en el agua.
Ahora somos nosotros
los que con temor
rayo a rayo
vamos cayendo
BARRIO DE INVIERNOS
Desde las colinas
nuestras casas avanzan hacia una estación de bruma.
La lluvia golpea las estancias secretas
y el viento se extiende como mantel de plomo.
Alguien cuida amapolas en el azotado jardín,
frágiles maderos quemados en la aurora.
En la profundidad de los recodos
escuchamos a los muertos,
oímos sus voces a la hora de la siesta.
Mientras las casas permanecen bajo los golpes del agua
la noche se roba el silbo de los pájaros,
la eternidad del día.
Luego, tendidos de espaldas bajo un cielo apacible,
pensamos en nuestros vivos con su luna imantada,
efímeros, como la hierba que crece
TIERRA QUEMADA
De repente despertamos con temor
al escuchar los truenos.
-no es lo que pensamos-
En las montañas suena el trino del pájaro
junto al sonido de fusiles.
Lo comentamos como guardando un secreto.
El vuelo del chamón
agita la tranquilidad del hogar.
Es la tierra quemada por el sol impasible,
los aullidos de los perros,
el ruido de cañones
y una madre nerviosa
oyendo boleros en el crepúsculo.
Miramos la montaña
donde disparos inventan la patria
EN LAS CUERDAS DEL PATIO
En las cuerdas del patio
se balancea el llanto de un niño atardecido,
árboles sangrientos,
soles desterrados.
En las cuerdas del patio
yace un largo tejido de lágrimas.
Hasta allí sólo llega el murmullo del barrio
donde un solitario niño juega con la arena
y siembra rosas blancas en su jardín adolorido.
En las cuerdas del patio
hay un canto y un misterio
robado por el pico de algún pájaro
EL CUERPO DE MI PADR
Es noche en el recuerdo.
El cuerpo de mi padre está sentado en el sofá
ayuda hacerme mayor
a volverme hombre.
Tengo cinco años.
Él carga las palabras justas
para salvarme de los miedos.
Deja en mis manos algunos signos de gratitud
que ahora son migajas.
Acompaña con su luz la eterna oscuridad
que me florece.
Las manos de mi padre
caminan por mi cara infantil.
La corteza de su árbol
no está marchita.
Aún susurra mi nombre
bajo un limonero triste.
Riega los geranios
que cultiva su esposa.
Toca mi cabeza
donde habitan
los terrores
ESE ASUNTO QUE ME DEJA SIN AMIGOS
Voy de terror en terror.
La mano que aferro no me favorece
ni establece un presente lleno de gloria.
Cada rincón de casa tiene el eco escondido de amores
que se van en mí.
Mis poemas son lunas que yo devoré soñando
y dieron un puntapié a la vida perfecta.
En los ojos de esta mujer,
que toda la noche ha velado mi partida,
veo un desfile de edades colmadas de costumbres,
los cambios en mi cara,
estas manos cada vez sin asombro,
la prolongada distancia entre mi niñez y yo.
Y veo mi infancia.
Pasan pueblos distantes,
atardeceres indiferentes a mis tempranos llantos,
una madre acariciando sus plantas,
un solar,
y calles con asustados viajeros.
Y más al fondo, en perspectiva,
veo a la muerte como un asunto que me deja sin amigos,
mis labios dirigiéndose al silencion
*Tomado de Con-Fabulación. No. 443
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