Los Cuentos de Juana
Los Cuentos de Juana conforman un libro complejo y difícil de definir. A su manera esta obra–libro almanaque–es varios libros a la vez. En principio se trata de una colección de cuentos que, así como los de Canterbury hallan su unidad en el espacio, aquí la consiguen en torno a Juana, principio constructivo de la obra.
Pero también puede verse como un poema lírico, evocador y crítico a la vez, de dos universos complementarios. Por un lado, la religiosa y colonial ciudad de Ciénaga, escenario de los recuerdos de infancia de Cepeda, con su librería, sus hoteles, sus caserones con cuartos tapiados habitados por albinos, su proliferación de homosexuales titulados en Bruselas, donde no canta la lechuza porque no quedan virgos, pero se recita a Campoamor, la casa grande y sus olores (a cuarto, a baúl, a sala), los discos de la vitrola; la pluma con su forro de hilos con el nombre de Don J. García Correa; las finísimas hojas lechosas del álbum familiar que, miradas de contraluz, dejan leer la palabra Bremen; las pelotas de hilo “Brillant d’ Albert”, el sórdido Obispo de Santa Marta y su presencia amenazante; la casa de los Correa; las etiquetas de los potes de Zapolin Davoe con el indio verdoso, agachado junto a una especie de lago, que sacaba agua con una concha; la lotería de animales de cartoncitos; las lecturas de las aventuras de Sandokán, o Rocambole, las fábulas de Iriarte y Samaniego, aquel pedazo de calderón que memorizaban en el colegio y el Templete que provocó el suicidio de Juana.
Por otro lado, poblada de artistas y amigos (cuyas vidas el narrador quisiera perpetuar) la fiesta móvil de Barranquilla, ámbito en trance de desaparición por el paso implacable del tiempo, con la tertulia eterna de los amigos–Pina, Yezid, la Negra Eufemia, el negro Perca, Noé, Obregón, Feliza, Julio Roca, Quique Scopell–sus sitios representativos–el Hotel del Prado, el barrio El Boliche, el Estadio Municipal con su campo de juego lleno de parches pelados y de pedazos de grama sucia–. Igualmente la procesión de sucesos dignos de la crónica: la viuda robaperros, la gringa asesina de futbolistas, el rescate y la sepultura marina del ahogado de la laguna, las conversaciones sobre el origen de los huracanes y el final de la Atlántida y el suicidio de una gringa cristiana, entre otros.
Podría tal vez tratarse de una autobiografía cifrada a través de imágenes de una ciudad o de un pequeño pueblo provinciano, animales, árboles, autores, avisos de neón, bares, calles, cuerpos, deportes, frailes, lecturas, mujeres, música, nombres, objetos, obras de arte, olores, palabras, películas, ruidos, versos, vestimentas, vidas ejemplares dedicadas al arte y tiendas maravillosas.
El yo aparece aquí ficcionalizado, enmascarado en el decurso y el discurso de una vida que oscila entre la remota infancia y el mundo adulto y amistoso de Barranquilla (en la era de los cuerpos de paz y Kennedy y Nixon) un cosmos constreñido por las cadenas del orden, de vez en cuando salvadas mediante el ejercicio de la bohemia. Un temple de ánimo impregna esta dimensión del libro: la nostalgia del tribal grupo de los amigos, esa familia sustituta que colma el vacío existencial. Como en Tres tristes tigres, ronda en esta obra la secreta intención carrolliana de ver la luz de una vela cuando está apagada.
Se percibe tras la escritura de Los Cuentos de Juana una suerte de voluntad ecológica vinculando los componentes del libro, deseosa de recuperar por los sentidos y fijar en la libertad de la palabra un mundo con reminiscencias de paraíso y a punto de desaparecer; unos modos de vestir (de kaki, de lino, de marinero, de paño azul turquí), unos objetos (jabón de pino, vitrolas, sillitas de mimbre, retratos de San Expedito y del general Herrera), unos lugares (bombas de gasolina, sitios de veraneo), una fauna (babillas, toches, mapanás, morrocoyos, salamanquesas, iguanas, comejenes, palomas de río, barraquetes, guivies, cucaracheros, jejenes y una flora (corozos, matarratones, trupillos).
Ariel Castillo Mier, Crítico Literario |
Los Cuentos de Juana podían ser también una novela de acuerdo con la definición que Cepeda había elaborado diecisiete años antes: “La novela es en realidad una serie de cuentos unidos por uno o varios relatos”. Es decir que la obra se mueve en unas ocasiones en esa “zona de realidad-irrealidad, característica del cuento” y, en otras, no es más que la “simple relación de un hecho o estado”. En todo caso no se trataría nunca de una novela en la que el decimonónico espejo stendhaliano se paseara por los charcos del camino de la vida: lo que hay aquí es cámara corrida, cine constante, recorriendo al derecho y al revés las cambiantes caras de la realidad.
*Crítico y profesor de varias universidades. Tomado de Magazín del Caribe. Año XI. No.56. Mayo- junio de 2016
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