LOS HERMANOS QUE HICIERON DE SUS ASNOS Y MULAS,
UN SÍMIL DE PLATERO Y YO
Juan V Gutiérrez Magallanes
I
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Edición de Platero y yo |
«Platero es pequeño, suave, tan blando por fuera, que se
diría todo de algodón, que no lleva hueso. Sólo los espejos de azabache de sus
ojos, son duros cual dos escarabajos de cristal negro…»
Con esta lectura
comienzo a recordar la vida de los hermanos. Tránsito, Martín y Marcial,
quienes fueron los primeros en trabajar con carretas de tracción animal, aquí
en Cartagena de Indias, por los años de 1915, iniciándose el Siglo XX.
Eran hombres de mucha
mansedumbre y calor familiar, lo transmitían a sus animales, con ellos
compartían sus triunfos y alegrías.
«Platero, es tierno, mimoso, igual que un niño, que una niña, pero es
fuerte y seco como de piedra. Cuando paseó sobre él los domingos, por las
últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpios y
despaciosos, se quedan mirándolo»
—Tiene acero…
—Tiene acero. Acero y Plata de luna, al mismo tiempo…»
Vuelvo a recordar a
Martín, tenía una Mula blanca, que siempre la asimilábamos con la burra, era
grande y su vientre estaba surcado por grandes venas que dejaban sentir la
fuerza de la circulación de la sangre, siempre tenía el pelo limpio y la cerda
de su cola era gruesa y fuerte.
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Juan Ramón Jiménez, el escritor |
En los ojos de Martín se
reflejaba el orgullo que sentía por su mula. Años después, cuando leí a «Platero
y Yo» de Juan Ramón Jiménez, me parecía que aquel hombre iletrado, Martín,
hubiese leído aquel libro. Yo encontraba cierta similitud en el trato que le
daba Martín a su mula con la relación de Platero y su dueño.
La mula de Martín, tenía
momentos en que el sol se reflejaba en
su lomo y le daba matices anacarados, su mula era más bien plateada.
II
«Yo me quedo extasiado en el crepúsculo Platero, granas de
ocaso sus ojos negros, se va, manso, a un charco de aguas de carmín, de rosa,
de violetas, hunde suavemente su boca en los espejos, que parece, que se hacen
líquidos al tocarlos él, y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de
umbrías aguas de sangre...»
Martín se levantaba a
las cinco de la mañana en compañía de su mula, la acariciaba con la bondad de
un padre, la miraba y echaba sobre el cuerpo del animal agua fresca del alba,
la mula lo miraba con sus grandes ojos y con el movimiento de sus orejas
asentía agradecida por el frescor del agua,
luego la secaba mientras la observaba comer la primera ración del día, porque
era una jornada dura que ambos laboraban en mutua compañía, sin maltratos y con
palabras de agradecimiento para aquella compañera de labor.
III
«¡Claras tardes del otoño moquereño! Cuando el aire puro de
octubre afila los límpidos sonidos, sube
del valle un alborozo idílico de balidos,
de rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas!...»
Las tardes de regreso de
Martín con su mula, siempre fueron alegres, ambos se conjugaban en la satisfacción
de haber cumplido la jornada y, a la vez, darse el merecido descanso con
narraciones, donde parecía que la mula tomara
parte de aquellas anotaciones y anécdotas que Martín compartía con su
familia. Él recordaba como lo hacía su hermano Tránsito, cuando vivían en el primer compartimiento de las Bóvedas de
San Diego, y después en el Boquetillo.
VI
«Tus ojos, que tú no ves, Platero, y que alzas mansamente al cielo, son
dos bellas rosas…»
Así parecía expresarse
Martín, con su mula, cuando, después de darle la comida, el hombre la
contemplaba, absorto, tocándole
suavemente su cola de plata.
Martín nunca conoció a Platero.
Pero entre él y su mula había una entrañable relación.
VIII
«Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser
eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi
vida. ¡Ay! ¿Qué le diera yo al otoño, Platero,
a cambio de esta flor divina, para que ella fuese diariamente, el
ejemplo sencillo y sin término de la nuestra?»
Martín, de la «dinastía»
de los primeros transportadores de arena en carretas de tracción animal. Todas
las mañanas contemplaba el mar con su mula y miraba cómo las olas que llegaban
a la orilla nunca se regresaban, siempre morían allí, en la orilla de aquel mar
que conocía los secretos de él y su mula. Miraban el horizonte y volvían a recrearse con el color púrpura de las uvitas
de playa, que calmaban las fatigas del día y Martín levantaba los ojos para
buscar al infinito y dar gracias por la vida, que se maravillaba en él, la mula
y la naturaleza.
XIII
«Entrando en la dehesa de los caballos, Platero ha comenzado a
cojear…Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la
ranilla. Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un
redondo puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de
la púa; y me lo he llevado al pobre al
arroyo de los lirios amarillos para que el agua corriente le lama, con su larga
lengua pura, la heridilla…»
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Magallanes, de Historias Paralelas... |
Martín, solía llevarla
al interior del agua de mar, cuando su mula blanca plateada, presentaba
escoriaciones en la piel o su rebuznar que no era el acostumbrado, por cierta
afección de su garganta. Martín,tomaba suavemente la boca de su mula y hacía
que ésta la abriera, introducía porciones de agua de mar en su garganta, después le flotaba el cuerpo con agua y la dejaba por un determinado tiempo
expuesta a las olas que llegaban a la orilla, al sacarla la dejaba que consumiera verdolaga y uvitas de
playa. Era un tratamiento que hacía con el alba, antes de iniciar la jornada de
trabajo. Martín premiaba a su mula con mazorcas de maíz viche y agua fresca de
la tinaja que tenía en la sala de su accesoria.
XV
«Yo trato a Platero, cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le peso un poco, me bajo, para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar. Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que hasta sueña mis propios sueños».
Martín, de una estatura aproximada a dos metros, forjado
en sus años de adolescencia en el manejo del canalete del bote amplio que tenía
la familia para los quehaceres de la pesca en el Mar Grande y en el tiro de la
atarraya de cincuenta metros de
diámetro. Martín, un hombre de corazón fuerte y bondadoso, cuando la carga de
arena era muy pesada, se unía al esfuerzo de su mula, se unía a ella en especie
de yunta soportando parte de la carga, trabajaba al igual de su mula.
Al finalizar la labor,
alegraban el momento con el guarapo que vendía el señor Pedro de la esquina del Arsenal del antiguo Mercado de Getsemaní.
En aquel sector Martín,
muchas veces cargaba la arena traída de mar abierto.
La mula de Martín, compartió
el sabor de las primeras Kolas Román, elaboradas en los laboratorios de
Gaseosas, tenía el privilegio de ser reconocida por los trabajadores de la
embotelladora, ya que la mula transportaba el material que se utilizaba en la
fábrica, en los primeros años de labor.
XVII
«Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra
en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se
enredara, queriendo retenerlo, a su trote»
Martín, jugaba con la
valentía brindada por la mula, entraba al barrio envolviéndose en el bullicio
de los niños y el trote pausado del animal, buscaban tocarle el pelo plateado,
para sentir la suavidad de su piel y manifestarle la simpatía hacia ella.
XXII
«Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino
grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al
lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus
sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Irás a cantar
a las muchachas cuando lavan en el naranjal y el ruido de la noria será gozo y
frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los
verdones pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música
entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moquer».
Martín, por el peso de
los años y el trabajo compartido con su mula, mucho más joven que él, su
cuerpo deteriorándose sin que su aspecto
externo lo indicara, su voz permanecía con
la misma calidez, para hablarle a su
mula, el toque de sus manos, mostraba la calidez de su afecto y el amor por
ella. En las reuniones con su familia
ponía de presente el aprecio y la solidaridad por el animal, con la condición
de un familiar más.
Martín en el asomo del
crepúsculo, después de dar de comer a su mula, se tendió en la cama de viento y
fijó la mirada en el horizonte, desde donde divisaba la sombra que proyectaba
la compañera de jornada, cerró los ojos para entrar a la eternidad y esperar
encontrarse algún día, nuevamente con su mula.
La mula plateada de
Martín, trota libremente en el parque del Centenario, donde los niños, utilizan
el toque de su sedoso pelo, como amuleto de buena suerte. Los domingos, dejan
que la mula escuche la retreta, que da la Orquesta Departamental en compañía
del Coro de los Niños de Getsemaní. Ha
aprendido a dejar que la monten los niños ayudados por sus padres, todo aquello
con la vigilancia de uno de los nietos de Martín.
Los domingos en la
mañana le muestran el mar y le obsequian
uvitas de playa con flores de verdolaga.
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