LA TRAICIÓN DE "EL PAPA CAÍNO"
"Que Chambacú sobreviva en el tiempo": Juan V Gutiérrez Magallanes
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En esta noche clara de inquietos
luceros
Lo que yo te quiero te vengo a
decir
Mirando que la luna extiende en
el cielo
Su pálido velo de plata y zafir…
Pocas veces finalizaba una
canción, quizás esto lo había aprendido del cantador a pretil que pernoctaba
por el barrio.
Aunque se mostraba destinado a imitar lo que otros no querían hacer,
pero él estaba allí con sano corazón y, emprendía el camino con su imagen a
cuestas, que debía trasladar desde el lugar del difunto, donde se había
cumplido el novenario. La efigie—esa que ya no era necesaria para el acto—caminaba
con él en el regazo y un poco inclinado, situación que no era por el peso de la
efigie, sino por la presencia de excreciones de callos en los pies desde muy
niño, lo que siempre le impidió llegar a ser un gran boxeador, porque tenía
buen estilo, lo que había demostrado cuando se calzó los guantes con Kid
Valentín, «El Aguatero»; ahora pasaba por la situación de tener que decidir
entre repetir lo que otros no querían hacer y, lo que su avidez por uno cuantos
pesos le tocaba el corazón y debía cumplir—era muy cierto que él tenía mejores
oportunidades que Edipo frente el querer del Oráculo—El Papa avanzaba por la
calle haciendo breves estaciones bajo los alares de las casas, cuyos
propietarios le preguntaban por el encargo, algunos por simple curiosidad y por
poder tocar la imagen con el género que sostenía la rama de palma que guardaban
detrás de la puerta de la calle, la mayoría de las estadas requeridas le
preguntaban por el origen de la figura que portaba, era una imagen labrada en
madera de guayacán, sobre ésta se había aplicado un barniz, un toque de piel
natural y lozana humedecida por el sudor del Papa, debido a la alta temperatura
de las once de la mañana y la dificultad para transitar por las calles
empedradas en difícil equilibrio.
Largo trayecto faltaba para
llegar a la casa dueña de la imagen redentora...
Al pasar por el frente de la casa
de Doña Zoila María, escuchó lo que había temido desde cuando él emprendió
aquella labor:
— ¿Papa, vendes la imagen?—le
reiteraron.
—No, señora—manifestó el hombre
un poco preocupado.
Continuó el camino observando cómo
el sol, se ocultaba por una nube. La brillantez borraba el aviso en la alcaldía. En
él rezaba el desalojo de los habitantes del barrio.
Eran casi las doce del día, cuando escuchó de
nuevo la voz:
—Señor, ¿por cuánto vende el
milagroso?—le reiteraron.
—No señora, no está en venta—respondió,
ahora un poco malhumorado, por tener que decidirse entre cumplir con lo
ordenado por los dueños del Caído, o aprovechar la oportunidad, que no era tan
sencilla, donde el objeto no tenía la similitud de una realidad vivida por la
humanidad, con un lastre dejado en la conciencia de ésta, así que, continuó su
misión con mayor lentitud, sentía que los pensamientos no lo dejaban avanzar en
la simulada procesión, un poco comprometedora...
Durante aquel trayecto, se le
había olvidado el canto de su canción favorita, de Vedan C.J. Sanders, en la voz de Carlos Gardel: «Adiós muchachos»,
tampoco se había atrevido a masticar su tabaco número ocho, muy a pesar de que el día se había iniciado con un sol
muy refulgente y luego un nimbo lo ocultara.
Las cosas que estaban sucediendo
tenían un tinte diferente, había algo que no lo dejaba tranquilo, así que ya
faltándole pocas cuadras para terminar la faena, se asomó una señora vestida
con traje de mangas largas y falda sobre las rodillas, a quien le decían «La
Chibolo», (sus últimos años de jolgorio los había vivido en el sector de «Aires
Cubanos», donde la vida era hedónica con pesares en las mañanas de los lunes):
—Joven, le compro el sacrificado—dijo
la mujer.
—No, señora, no está en
venta—manifestó él.
Ya se hacía en su trajinar de
hombre dispuesto a los días, sin ataduras de ninguna clase: Un reto que había
que buscarle una solución en su calidad de hombre libre para una canción y un encargo.
Pensó en la propuesta de «La
Chibolo».
Cuando iba a doblar en la esquina
para llegar a la casa del sacrificado, el hombre volvió sobe sus pasos:
— ¿Cuánto me da?—dijo
pausadamente. —Sí Judas lo vendió en persona, y que no lo venda yo en imagen...
El Papa Caino, recibió tres pesos, sin ningún remordimiento. Él era
un hombre que no sabía, porqué le decían Papa, tal vez por ciertos momentos de
bondad y, Caíno, por las travesuras que algunas veces se le ocurrían.
Entonó su canción:
Adiós
muchachos compañeros de vida,
Barra
querida, de aquellos tiempos.
Me
toca a mí hoy emprender la retirada,
Debo
alejarme de mi vieja muchachada.
Adiós
muchachos ya me voy y me resigno,
Contra el destino, nadie batalla…
Es Dios el Juez Supremo, no hay quien se le resista,
Yo estoy acostumbrado, su ley a respetar,
Pues mi vida se deshizo con sus mandatos…
Terminó
haciendo de la canción un estribillo, hasta cuando se opacó el brillo de las
treinta monedas de diez centavos en la marihuana del día.
En medio de
aquel letargo, entonó una vieja guaracha, de Curelio Machín: «Sin Corazón en el Pecho».
Si naciste sin corazón en el pecho
Tú no tienes la culpa de ser
así,
Tu desdén es la causa de mi
tormento
Tu desdén es la causa de mi
sufrir…
En la penumbra de aquel estado de levitación,
sobre la mesa donde habían jugado la última partida de dominó, recordó la Canción
del Dolor de Rafael Hernández: «Tengo
clavada en el alma, como una canción que implora, como una canción que llora un
infortunio de amor...canción del doloooorrrr…»
juanvgutierrezm@yahoo.es
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