Translate

La Donación de nuestros Lectores nos motivan a seguir hacia adelante. ¡Gracias!

Mostrando entradas con la etiqueta maldad arraigada. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta maldad arraigada. Mostrar todas las entradas

viernes, 21 de diciembre de 2018

Del libro La Otra Dimensión del Amor


La Maldición De Las Armas

Lo adquieres en: 


Por Gilberto García Mercado*    
  
Otra vez los chicos están fumando sus porros. Lo supimos por el olor sutil que por las casas próximas a la ciénaga se fue esparciendo.Lamenté entonces que la policía hubiera arrestado a Elio Garcés, quien siempre se las ingeniaba para mantener a raya a los delincuentes. 
Samanta, la bella, continúa indiferente frotándome el ungüento que para no morirse de hambre, los sobrevivientes de la guerra comercializan en los autobuses. «Puras mentiras, esos remedios no tienen licencia», objetará alguien en el vehículo. Pero cuando el cuerpo duele, y se ha probado con todo tipo de analgésicos, y el dolor en vez de ceder, arrecia, entonces hay que arriesgarse con los ungüentos que las víctimas de la guerra para no morirse de hambre venden en los autobuses. «Porque es lo único para el dolor», gritarán. Y Samanta no cree en peroratas, su escepticismo es justificado, ¡sí en la vida la han engañado tantas veces! Ahora, en que el olor a cannabis persiste, no para de frotarme el ungüento en la espalda, mientras yo ahogo en la garganta un grito seco. 
Llegó a Campo Verde en un febrero ardiente, la gente bebía ron y cerveza con un entusiasmo desmedido, algunos aguardaban expectantes la noticia de que una Samanta por fin dijera que sí. Y era aquella una primicia que no podía quedarse dormida en nosotros. Teníamos, como una noche de carnaval que vestirla con colores y lentejuelas, rodarla como una bola de nieve que en definitiva aplastara el corazón. Las Samantas emergen de la ciénaga con la piel de cobre. Los chicos harían lo que fuera, con tal de poseer sus ardorosos amores. Por eso muchos residentes de Campo Verde, se fueron a vivir allí. Acostumbrado a la bulla de los pick-ups, el lugar era una Sodoma o Gomorra, y, Elio Garcés, nuestro ángel protector en contra de los delincuentes. 
En el Muro de las Lamentaciones, estábamos cayendo en un agujero negro. Antes de Elio, el olor a cannabis se adhería a uno, y las chicas del Centro se apartaban de nuestro camino. «Porque hueles a pura hierba», comentaban con ironía. 
La ciénaga en esta hora es guarnecida por el silencio. Cuando el sol va cayendo en el horizonte y ellos continúan liando sus tabacos, yo recuerdo aún más al muchacho. Estábamos acostumbrados a oírle gritar desde el silencio de su casa: «Carajo, de nuevo los vagos fumando la hierba». Acto seguido desenfundaba el cinturón de su jean apretado. Y sin clemencia alguna golpeaba a los jóvenes malvados. 
«Váyanse de aquí», les gritaba, «¿O es que quieren que nuestros muchachos se comporten de la misma manera?». 
En Campo Verde su vida iba a estar signada por la providencia. La maldad arraigada en quienes utilizaban estupefacientes lo llevarían a trazar un plan salvador: se alistaría en las fuerzas militares, aprendería todo cuanto hubiera que aprender, y regresaría a limpiar de delincuentes las calles. En los hostigamientos contra rebeldes y narcos, a él siempre confiaban la misión. «Piénselo bien», reiteraba el sargento Mejía, «Usted hará carrera en el ejército si se empecina en ello». Pero había culminado un proceso. «En tres años regreso para cambiarle el rostro a Campo Verde», recuerda que juró a Samanta el día de su partida. Y ahora había retornado a casa. En el intervalo que había desde la avenida Los Almirantes hasta su vivienda, su semblante lucía perdido y ausente. Como si el lugar no le interesara y solo estuviera de paso por allí. Los tres años que transcurrieron como una eternidad, develaron la evidencia que estaba más allá de los discursos presidenciales y las buenas intenciones. El barrio era habitado por espectros ocupados todo el tiempo en inhalar pasta de cocaína… 
La casa, envuelta en la penumbra parecía flotar sobre la ciénaga. Buscó a tientas el interruptor de la luz, y tropezó con un hueco en la pared. Quiso gritar, mencionar datos, nombres. Sus pies se embarraron de una sustancia pastosa y putrefacta y supo que eran las heces de los habitantes de la calle que la habían hecho su guarida. Tres años fuera, y en el lugar sólo persistía el silencio pesado de la ciénaga. No, no, la casa no era la culpable. Era la terrible maldición contra la cual luchara en el ejército nacional. El país estaba cayendo poco a poco en el vacío cenagoso de animal grande. Los hombres se ahogaban en su propia amargura. Las cárceles estaban sitiadas, y eran insuficientes. El país estaba enfermo como el psicópata que un año antes de ingresar Elio Garcés al ejército, confesara ante la opinión pública haber asesinado a centenares de niños, reconstruyendo sin remordimiento alguno, la ruta en donde había enterrado a los infantes, quienes hasta ahora retornaban a los cementerios de paz, en ataúdes dignos. Y no en bolsas plásticas en las que el psicópata los enterraba. 
«¿Qué pasa?», se escucharon voces huyendo por el patio cuando Elio tocó en la puerta, «¿Quién carajo es?». 
No, no eran voces ni rostros conocidos y el mundo en tres años se puede acabar. A pesar de no tener a nadie, pues había crecido en un orfanato, estaba convencido de haber tomado la mejor decisión. «Samanta», le había dicho aquella vez, «Me voy pero regresaré». (La joven se le había entregado en cuerpo y alma. Los rayos de la mañana la apartarían de sus caricias y abrazos. Ajena, la dama partiría, entraría por el patio escueto y se deslizaría hasta su habitación, en donde sus padres la imaginaban rendida por el sueño...) 
La casa de Samanta también se hallaba en ruinas. No conservaba el sendero franqueado por almendros y mangos que la envolvían en una atmósfera deslumbrante. (En otra época, los vallenatos se escuchaban a media cuadra inundando de paseos y sones tenues la calle). Advirtió el cannabis en la atmósfera densa y brumosa, creyó ser Dios a quien le habían profanado el templo, y a golpes arremetió contra los transgresores, quienes de repente caían del paraíso al infierno, en cuyos dominios estaba ese demonio llamado Elio Garcés. Alto, atlético y desencajado, con el cinturón ancho y hebilla gruesa, blandiéndolo, aquí y allá… 
Los sacrílegos salieron del templo, y él sometió a un minucioso reconocimiento la casa. Estaba seguro de que no iba a tener paz si no sacaba a Campo Verde de aquel hueco. Uno puede estar cagándose  por la diarrea, y tomarse una pastilla, y la diarrea cede, y ya no huele a mierda. Pero el que fuma cannabis está deteriorando su espíritu, y la cura es más cannabis, y el espíritu continúa su quebranto. 
Luego de indagar por el barrio, dedujo que no podía quedarse en la casa de sus sueños. Bastaron tres años para que la mayoría de las viviendas estuvieran completamente en ruinas. Pareció descansar de la amargura, y asomó el cuerpo a la penumbra del patio. Al fondo, en un pequeño promontorio de escombros, creyó observar un san Bernardo. Gritó, y como el animal no se moviera, llegó hasta los escombros. Su corazón se aturdió al sentir entre sus manos el esqueleto del animal. 
Ahora, con el cuerpo temblando por la fiebre todo se complica. Si al menos creyera en los mejunjes que Samanta me unta, no temiendo que el sobreviviente de la guerra me escuche, gritaría: «Eso es verídico, el ungüento es maravilloso». Ellos continúan fumando la hierba y nadie se atreve a enfrentarlos. Como se han adueñado de Campo Verde, la alegría duró muy poco. 
Apenas llegó, Elio fumigó las casas de él y Samanta, volvió a instalar la luz eléctrica, y enterró la osamenta del san Bernardo. Luego se dedicó a limpiar de indeseables la zona. Todos los jueves amanecían dos o tres tipos muertos en las calles. Y circuló el rumor de  que era el espíritu de Samanta quien los mataba, pues los salvajes una noche la degollaron, mataron a toda su familia, y no contento con esto, le prendieron fuego a la vivienda… 
         
Gilberto García Mercado, Escritor de Fundación            
Sí, él está en la cárcel, pero dicen que será por poco tiempo. La Justicia aunque cojea llega, y se muestra benevolente algunas veces. Tal vez este caso llegue a feliz término, porque todo el mundo sabe que el muchacho tuvo sus razones para actuar así. Como estamos en octubre, siempre que llueve un miércoles, amanece un delincuente muerto el jueves. Por eso, si mañana hay muerto en Campo Verde que no piensen que fue Elio Garcés, pues él está en la cárcel, y no habrá a quién echarle la culpa. Samanta continúa untándome el ungüento, sus manos diestras recorren mi espalda produciéndome un estado de inconsciencia, hasta que la bulla al día siguiente me despierta, porque han descubierto otro cadáver en la vecindad. Y como hoy es jueves por eso ha dejado de llover.
*Gilberto García Mercado. Fundación (Magdalena) Colombia. Acaba de publicar su segundo libro de cuentos La Otra dimensión del Amor. Ha publicado las novelas Todas Las Flores Son Pocas Para Sandra y un Peldaño Basta Para Subir Al Cielo, tiene inéditos Alondra o la Ilusión, cuentos y la novela  El Secreto de Los Desterrados. Toda su obra la puede adquirir en Amazom.com en el link:    https://www.amazon.com/dp/B07FVH7YGM 



  

Seguidores

HAY QUE LEER....LA MEJOR PÁGINA...HAY QUE LEER...

Hojas Extraviadas

El Anciano Detrás Del Cristal Por Gilberto García Mercado   Habíamos pasado por allí y, no nos habíamos dado cuenta. Era un camino con árbol...