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domingo, 1 de mayo de 2022

Memoria de Ciudad

EVOCANDO LA ELEGANCIA DE LOS VENDEDORES
DE «RASPAOS» EN LA DÉCADA DE LOS CINCUENTA

Por Juan Vicente Gutiérrez Magallanes


Eran los años de la década de los cincuenta, cuando la honradez transitaba libremente por las calles y el saludo se hacía con la convicción de ser respondido con una dulce sonrisa. Parecía que las personas caminaban sobre la bondad. Quizás, por eso mi madre me dejaba, con mis pocos años, caminar detrás de la carreta del señor que vendía los «raspaos» (granizados).

Se llamaba Vicente, sólo recuerdo su nombre, lo cual me parece suficiente, así como el apodo que le endilgaron: «Platón», el de la «Espalda Ancha». Eran muy escasas las personas que sabían su verdadero nombre. Aquel vendedor de «raspao», era gentil y respetuoso. Desde las diez de la mañana salía con su carreta cargada de almíbar, extractos de fruta entre los cuales estaban el de guanábana, níspero, zapote y guayaba.

A través de los envases podíamos ver los pedacitos de frutas, las botellas seducían a los transeúntes, de tal manera que hacían más atractivo el saborear un «raspao». Parecía existir un acuerdo tácito entre las maestras de la escuela, pues la campana del recreo sonaba justo cuando pasaba el señor Vicente con su venta de «granizos de colores». Salíamos y comprábamos aquel rico «raspao», coronado por el almíbar de la fruta preferida.

Vicente suspendía su venta a las cinco de la tarde, lo tenía todo calculado para que, a esa hora, no le quedase hielo en la carreta. Llegaba a su casa, se reposaba y luego se acicalaba con el pantalón y camisa blancos, manga larga, corbatín y máquinas que ajustaban su pantalón. Acto seguido, pasaba por el frente de mi casa sin la carreta a cuestas, caminaba erecto y atravesaba el Puente de Chambacú. Cruzaba el Campo de la Matuna para encontrarse con su novia en el Teatro Padilla y ver a Cantinflas, una de sus películas preferidas. Vicente hacía de su vida una escena entre divertida y tranquila.

Y así como Vicente, existieron otros vendedores de «raspaos» que utilizaban el almíbar con igual proceso de preparación. Uno de ellos era «Pedro Regalado», el común de la gente solía llamarlo Peyito Iriarte, su nombre de pila. Hacía su recorrido por las calles de Getsemaní, era costumbre verlo a las cuatro de la tarde estacionado en el Callejón Ancho, frente a la Escuela Mixta «La Fe», de la señorita Ana Josefa Herrera G. Y es que a esa hora salían los estudiantes a comprar el «raspao» de «Pedro El Regalao». Él vivía en una de las accesorias de la calle del Espíritu Santo en Getsemaní, era bailador de boleros y sabía geometrizar el embaldosado con sus pases de diestro bailador.

Peyito se casó con Isna, una de las hijas de Catalina, residentes en Chambacú. A este vendedor se le recuerda por sus almíbares y su bondad para atender a los que llegaban a su carretilla y verlo cómo raspaba el hielo con extremada elegancia. No habían llegado las máquinas modernas para triturar el hielo, por lo cual la faena se desplegaba a puro pulmón con el cepillo de hierro, un artefacto que hoy es pieza que enriquece el museo doméstico. Higinio, otro vendedor más cercano a los años noventa, se inició en San Diego, más tarde se trasladó a Chambacú, en donde combinaba la venta de «raspao» con la atención de un pick-up. Él tenía la elegancia del vendedor de «raspao» de su tiempo: buen vestir y diestro bailador. Eran personajes que hacían de la vida una fiesta.

En Chambacú había otros personajes que vendían «raspaos» en sus casas. Gregorio Gómez era uno de ellos, viejo policía pensionado de la Época Laureanista. Nunca pudo preparar el almíbar como los anteriores, porque este era clarito sin el sabor de las frutas. El otro era el legendario beisbolista Cosme Pájaro, allí en el kiosco de su patio, a pesar de no tener el secreto de los almibares, lo pasábamos bien por sus anécdotas en el béisbol, cuando participó con otras glorias, tales como «Chita» Miranda, «Petaca» Rodríguez y muchos otros.

Al lado del Teatro Variedades, en la carretera de Torices, se hallaba el kiosco del señor Marroquín, quien vendía su «raspao» con el olor de los Bistec de la señora Margot. Marroquín raspaba con mucha elegancia sin poseer el secreto de los genios de los almibares: Vicente, Peyito e Higinio, quienes perdurarán en los recuerdos por lo bueno y exquisito de sus «raspaos».
Juan V Gutiérrez M


 

 

 

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