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sábado, 21 de mayo de 2022

#HistoriasdelCamino

 EL SECRETO DE MELISA


Por Gilberto García Mercado


La noticia de que Melisa Cervantes murió lo dejó tan consternado que tuvo que sentarse en un escaño del parque mientras recuperaba el aliento. Se había vuelto costumbre en ese itinerario que Óscar Vargas emprendía por la región, en su condición de vendedor de pólizas de seguro, antes de llegar al hotel que lo albergaría por una semana, conversar con doña Melisa de esto y de aquello. La mujer regentaba un viejo puesto de frutas en el parque. Era ella una señora con una vejez apacible, «de esas en que, en vez de envejecer, rejuveneces», por lo menos así lo percibía Vargas cuando conversaba con ella en el parque.

—Así que eres como los marineros—dijo la anciana con un brillo singular en sus ojos cafés—Vas dejando un amor en cada puerto.

—No todo lo que se dice por ahí es verdad—comentó Vargas fingiendo indiferencia—No soy la clase de hombre que va teniendo aventuras por aquí y por allá.

Esa conversación la tuvo en un agosto árido en que el viento golpeaba el cuerpo con lengüetas de fuego. El reloj de pulso indicaba las dos de la tarde. Y él le había llevado a la anciana unas gaseosas y algunas delicatessen, como hacía casi siempre que viajaba a la población. Se identificaba mucho con la anciana, le recordaba a su madre quien ya no estaba en esta vida y, que fue hasta el final, su soporte para que no naufragara en el mar de los pobres.

Al parecer Melisa Cervantes no tenía a nadie. Como ocurre en los seres humanos ella también había tenido su oportunidad. Que no la aprovechó, o que el destino le jugara una mala pasada para relegarla finalmente en la esquina de este viejo parque, ya es otra cosa. Con los días, ella le fue narrando su historia, la anciana reía algunas veces y otras se entristecía, como cuando en el argumento se refería a Mauricio Dávila, el amor de su vida. Así que el saber que la mujer ya no estaría para que lo escuchara, una confesión que a Vargas lo volvía frágil y fuerte al mismo tiempo, con el deseo irrestricto de ser un pequeñuelo protegido de mamá, de alguna forma lo hacía sentirse solo.

—Usted jamás habla de su familia—expresó Vargas una tarde de un recalcitrante verano—Nadie merece estar solo en la vida. Es jodidamente triste.

—Detente, no me arrepiento de nada. La vida es así, algunos nacen con la felicidad implícita en el cuerpo y, otros a duras penas, logran tener una pequeña porción de ella—agregó la vieja con singular vehemencia.

Escarbando y escarbando por fin Vargas fue develando los secretos de la vieja. La felicidad Melisa la tomaba de un viejo y descuadernado libro de color negro que ella protegía muy bien de quienes llegaban a su puesto en el parque a comprar sus productos. Al principio pensó que la vieja Melisa debería de ser miembro de alguna secta secreta, por la forma en que cubría el libro con una toalla gris en una caja de cartón, de santería o vudú, menos que ella profesara una fe profunda por el Evangelio de Cristo.

Lo supo cuando heredero de sus pocas pertenencias, se dirigió al pequeño cuarto y el propietario se las señaló. Fue entonces cuando vio la santa biblia que ella en vida se negara a descubrir. Recordó entonces sus palabras muchas veces edificantes que le devolvían la calma y le hacían comenzar de nuevo: «Haz las cosas con pasión, jamás te detengas si crees que quien dirige tu vida es Dios. Para él no hay nada imposible. Sé que jamás te cansarás». Esa conducta de mujer sabia y humilde chocaba con los anhelos que tenía Óscar Vargas de descubrir por qué ella mantenía la biblia oculta todo el tiempo con una toalla gris.

«Aunque algunas sectas secretas utilizan la biblia con fines de maldad», sentenció para sí Óscar Vargas.

Pero eso no eran los senderos de Melisa. En ella había algo misterioso, una paz indescriptible, la extraña mansedumbre de su rostro desarmaba cualquier mal pensamiento y llevaba a la persona a una confrontación consigo misma, al final le daba la razón al interlocutor.

Cuando el propietario me advirtió, luego de recoger las escasas pertenencias de la difunta, y dijo que no olvidara la biblia, percibí en la frase imperativa del hombre, la acuciosa necesidad de por fin poder develar el misterio de la biblia de Melisa Cervantes.

Disculpándome en todo momento, dije al propietario que me dejara solo veinte minutos con el espectro de Melisa. El buen hombre accedió con una mueca despectiva en el rostro, y yo volví a lo mío.

En las páginas de la biblia, como si la rúbrica de los dos fueran arañazos, se hallaban los nombres de Melisa y Mauricio Dávila. No obstante, lo que más le llamó la atención fue la historia de amor que, escrita entre recortes de papeles, se hallaba desplegada y mimetizada en la biblia. En el apocalipsis había un recorte de papel viejo en el que rezaba: «En el instante en que abras la biblia nos encontraremos en el Camino de Santiago. Tuyo. Mauricio Dávila».

 

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