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martes, 21 de diciembre de 2021

#cuentosdeNavidad

LA NAVIDAD PERDIDA DE DON VICENTE LOMBARDO


Por Gilberto Garcia Mercado


Vicente Lombardo se niega rotundo a salir de los límites que separan esta isla del resto del mundo. Es costumbre verlo deambular muy de mañana, cuando la atmósfera húmeda se adhiere a la ropa hasta producir escalofríos, por los alrededores de la isla con la compostura de ir arreglando sin estar nunca satisfecho un inmenso jardín. Avanza arrastrando los pasos, como si estuviera pagando una pena y sus grilletes fueran de algodón y sus pies se deleitaran con aquel recorrido. Se podría decir que es el más viejo de la isla. Que ha vivido todas las guerras de su generación y que está curtido contra cualquier tipo de nostalgia que pretenda inquietarlo de alguna manera muy particular.

—Don Vicente, ¿ha amanecido de nuevo en el Puerto? —le digo un poco sorprendido—¿A usted no le afecta el frío de la isla?

—No, al contrario—sonríe satisfecho, mientras se devuelve buscando con sus ojos el rostro de quien le habla—El aire de la mañana tiene la particularidad de recordarme que estoy vivo. Jamás pretendería marcharme de aquí.

Es alto, encorvado por los años y su fisonomía decrépita origina en quien lo observa un poco de lástima por el viejo. A primera vista pareciera que su figura fantasmagórica oscilara entre los síntomas de una enfermedad incurable. Cuando un viajero logra traspasar esas fronteras infranqueables que lo protegen, entonces es cuando se advierte que el anciano está más vivo que nunca. Desde que el interlocutor cruza palabras con don Vicente Lombardo, advierte, asombrado, que la palidez y lo trémulo de su andar obedecen a unos deseos exacerbados por protegerse. Por su ternura y devoción pude entenderlo mejor, él podía no haberse alimentado en días, pero esa abstinencia era como una aureola que en el interlocutor lo inducía en todo momento a requerir más de su presencia.


—¿Y no es mejor que vaya a la ciudad? —comento sin saber que el viejo no va a responderme—Al menos disiparía los días de esta cotidianidad absurda.

Continúa su camino con un ligero gesto de enfado. Ahora parece de nuevo una criatura enferma, como si en cualquier momento se fuera a derrumbar de bruces contra el suelo. Pareciera condenado a una muerte por inanición. Por un momento me lo imagino entrando en el mar, hasta que su silueta endeble se pierde poco a poco en las aguas.

—No se esfuerce por entenderlo—me dice un nativo de la isla—Él no muere nunca, está afianzado en la Navidad.

—¿Algún suceso lo marcó en noche buena? —indago un poco intrigado.

—Así parece. Creemos que él pertenece de alguna forma a la isla. Es como una extensión de este territorio, como una luz que se proyecta, como una ilusión óptica. Los nativos nos hemos acostumbrado a sus largas disquisiciones.

Transcurrido veinte años de nuevo por Navidad acudí a la isla. Busqué en el puerto la figura solitaria y emblemática de don Vicente Lombardo. Seguía flaco y encorvado como pudriéndose en vida, sus ojos apagados y tristes buscaron los míos.

—¿La trajo consigo? —inquirió desesperado al borde de las lágrimas—Dígame que la trajo consigo.

El viejo es todo ese océano convulso y obstinado al agarrarme por el cuello de la camisa. Me zarandea de un lado a otro y amenaza con estrangularme, en sus pupilas fulgura la chispa de la locura, sacando fuerzas de donde no las tengo por fin consigo librarme de sus manazas de gavilán.

—¿A quién he de haber traído? —consigo al fin preguntar.

—A la Navidad—gime el pobre anciano—A la ingrata Navidad, dígale que vuelva, no soporto la vida sin ella.

Allá, del otro lado de la isla, hay una vida distinta, una ciudad que no se conmueve con el sufrimiento de los pobres. Por esta época la gente se pierde en apariencias y soberbias, los abuelos sucumben ante unos parientes indiferentes, son enviados a los asilos para que se ocupen de ellos y así contribuyan a solucionarles de alguna forma el problema. La vida se ha vuelto un caos, la nieve no desciende como en Navidad, los hospitales se hallan abarrotados sin camas para los enfermos, y el amor que en diciembre urgía por Navidad ahora es un viejo aterido y olvidado por siempre desde que la noche buena escapó hacia la ciudad.

—Díganle que regrese la muy malagradecida—grita una voz disidente en el puerto.

Se ha vuelto costumbre por Navidad escuchar las voces en el puerto de alguien que despotrica contra una mujer que abandonó su pueblo y se perdió en la sórdida ciudad sin que jamás se supiera de ella. Alrededor de su partida se han hilvanado una serie de narraciones, pero la que más respaldo tiene es aquella que cuenta don Vicente Lombardo a los turistas que a finales de año visitan esta isla tropical.

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