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domingo, 26 de septiembre de 2021

#HistoriasdelaHistoria

LOS MIEDOS DE SU ALTEZA


Por Gilberto García Mercado


Bien que lo sabía que afuera estaba el enemigo. Se hallaba confinada en su propio reino, se sabía hermosa y con tal poder de seducción que quizás si lo intentaba con Octavio el esplendor de Alejandría continuaría bajo sus dominios. Además, agosto con los recuerdos de otros años la incitaban a volver sobre sus pasos y descubrir lo mejor de aquellos días. Era una sobreviviente pues hacía pocos días había intentado suicidarse, pero la oportuna intervención de Proculeyo, hombre de confianza de Octavio, impidió que Cleopatra contemplara el rostro triste y miserable de la muerte. La daga que se clavó en el pecho le produjo una herida leve, nada grave, y, esto de alguna forma aumentó sus esperanzas, de que las cosas continuarían en su palacio bajo el dedo inquisidor de su poder de reina.

El verse sometida a una estricta vigilancia por un eunuco poco a poco le fue horadando el pensamiento. Alejandría estaba presente en sus sueños, como un elemento vital que era inherente a sus pasos, a su deambular solitario por aquellas calles oscuras para que nadie descubriera los miedos de su alteza. Bien que sus trucos de seducción funcionaron con Julio César y Marco Antonio. ¿Lo harían también con el orgulloso Octavio? Estaba derrotada, sin el aire que le inferían las calles de la ciudad. Se ahogaba en su estancia de reina prisionera. El querer adivinar los pensamientos del soberbio Octavio, con sus sueños de poder y gloria, la dejaban agotada, presa de un terror asfixiante. En las conversaciones que tuvo con su captor percibió figuras invisibles que se arremolinaban sobre Octavio. Cleopatra fue perdiendo el gusto por las cosas elementales. O bien no causaba con su belleza atracción alguna en aquel hombre de hierro, o el personaje fingía un total desinterés por la reina de Egipto.

El verano comenzaba a ser distinto en ese agosto de reinos venidos a menos por las extrañas circunstancias que se abalanzaban sobre plazas y calles. Una penumbra, un cielo encapotado fue cubriendo con una lentitud eterna y asombrosa a Alejandría, su alteza lloraba con tal disposición por dentro, que, incluso, ni sus criadas, lograban percibir el sufrimiento de la reina. En una de aquellas entrevistas en que la prisionera abogó por su familia, el aguerrido Octavio tuvo miedo de que otra vez la beldad atentara contra su vida.

El futuro emperador Augusto ordenó vigilancia especial sobre la ahora demacrada, frágil y confundida mujer. Ella cada día fue advirtiendo que sus poderes de seducción nada propiciaban en el otro. A este hombre, ante quien habían cedidos muchos ejércitos y reinos no le importaban sus alhajas ni el sándalo que emanaba deliciosamente de su piel. Su gallardía lo delataba como un individuo ansioso de gloria y poder y que para obtenerlos estaba dispuesto a todo. 
«Aún así, Octavio es hermoso», se dijo la mujer.

Desesperada y extraviada en su propia reclusión, Cleopatra perdió el optimismo. Ya no buscaba cada mañana, algún resquicio por donde pudiera entrar el sol y las maravillas de un nuevo día. Lo más extraño es que el hombre en sus entrevistas, pidiéndole que lo acompañara a Roma, cuando tocaba el tema cambiaba de semblante, y en sus ojos claros a intervalos se vean fugaces brillos dándole al rostro un gesto de estar perdidamente enamorado. Al principio ella lo entendió así, estaba convencida que ante su hermosura los hombres se rendían, no solo porque era la reina de Egipto, sino porque su belleza era de otras latitudes muy parecida a la de los dioses.

Al verse en esta deplorable condición, Cleopatra por fin entendió que lo que su enemigo requería era que ella lo acompañara a Roma. Él entonces se jactaría de haber acabado con el reinado de la temible y astuta mujer. La usaría para cimentar en Roma su poder y autoridad. No porque viera en ella la ternura que había vuelto loco a muchos.

El agosto imparable se fue cerniendo sobre Alejandría. Una dama sensible y dolida lloraba en su aposento, afuera el eunuco no pestañeaba en la puerta. La mujer había visto el brillo extraño en los ojos de Octavio, recordó la satisfacción recurrente cuando el otro le manifestó de llevarla a Italia. 
«¡Maldito!», rugió la mujer.

A ella se le vinieron los recuerdos que volvieron impura a las damas en las esquinas, ¡Alejandría, oh, Alejandría! ¡Cómo vivir sin la mirada de los súbditos en los ojos de ella! Fue siempre una ganadora, una victoriosa y en los gritos de euforia con que la recibía Egipto no había lugar para la derrota. Octavio no se saldría con la suya, ¡ni muerta lo acompañaría a Roma! Una serpiente ladina se movía en aquella canasta que una de sus fieles criadas le trajo ante la insólita solicitud de la reina. Al principio la sirvienta la miró asombrada, «estos miembros de la realeza con sus costumbres extrovertidas y raras», comentó la mujer. 
Al día siguiente el eunuco que vigilaba la puerta, ante el silencio recurrente en la habitación llamó varias veces y al notar que nadie le respondía movió cielo y tierra para que le dieran la llave. Cuál no sería su sorpresa cuando halló a Cleopatra muerta en compañía de sus criadas, con picotes en los brazos y por todo Alejandría iniciándose la búsqueda de la áspid asesina.









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