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martes, 19 de enero de 2021

#MiMejorMaestro

LOS EXTRAVÍOS DEL PROFESOR ACEVEDO 


Por Gilberto García Mercado

 

Miguel Acevedo poseía los peores epítetos que se le pueden endilgar a un profesor. Severo en el trato, metódico y castigador, el hombre ofrecía una fisonomía de miedo en quien apenas estuviera conociéndolo. Además, el culto excesivo que prodigaba por el aseo personal y, la limpieza del salón, lo separaban como de la tierra a la luna, de cualquier trato fraternal con sus alumnos. Andaba siempre enfundado en saco y corbata negros, y su aire de ultratumba lo secundaba un sombrerito azul, contribuyendo a erradicar de raíz cualquier pensamiento benévolo que se pudiera tener para con el austero profesor.

Tenía treinta y cinco años, pero aparentaba cincuenta. Su cuerpo voluminoso y su altura considerable lo arrojaban al terreno de las burlas y la desfachatez, apenas que el grandulón aquel hablaba. Aquella vocecita menuda y frágil parecía extraviada en el hombre. Al principio se podía pensar que el maestro Acevedo hacía uso de sus conocimientos histriónicos para conectar con los alumnos de la clase de Español. Pero luego de que sus discípulos aceptábamos sus limitaciones, su castigo quién sabe por qué, de un Dios colérico que lo reducía a aquella afrenta de voz de niño en un Goliat triste y desesperanzador, en medio del salón, nos fuimos acostumbrando a los perfiles caricaturescos del profesor Miguel Acevedo. 

Los alumnos más díscolos del salón quisieron sabotear su autoridad, y fingiendo una tarde de agosto en que el sol lograba escurrirse por los ventanales de la vieja escuela, que Miguel Acevedo no estaba presente, se sentaron en las piernas de él, se subieron en su viejo escritorio, impecablemente limpio y, derramaron tinta y orín sobre la mesa, en un plan previamente orquestado, hasta el punto que tuvo que intervenir el señor rector que como pudo detuvo la burla y la querella. 

—¿Qué está pasando aquí? —aulló el señor rector. 

El profesor lívido por la vergüenza de perder la autoridad en pleno salón de clases frente a su superior, no dijo nada. Todos pudimos apreciar las lágrimas que le lastimaban en el corazón. No pudo soportar la burla y el ridículo, pasó el impecable pañuelo blanquísimo sobre el rostro, se caló el adefesio sombrerito azul de modo que nadie le viera los ojos, y aprovechando un intervalo del señor rector en el que se iba lanza en ristre contra los estudiantes, agarró su mochila en donde guardaba sus utensilios de profesor, dio media vuelta y nunca lo volvimos a ver en nuestras vidas.

Desde entonces la atmósfera de la escuela no fue la misma. Los estudiantes andaban ensimismados, perdidos en la culpa que no daba tregua, cada día despertábamos con el miedo de que algún titular de prensa, o noticiero de la televisión nos dijera que, en alguna parte de Colombia, un profesor se había quitado la vida de un tiro en la cabeza.

Y sí, muchos vinieron en su reemplazo. Intentaron llenar el vacío que había dejado el maestro Miguel Acevedo en nuestras vidas. Y aunque al final ya casi lo conseguían, en nosotros la carencia de la vocecita, menuda y frágil, daba al traste con la aceptación del nuevo profesor que pretendía reemplazar a nuestro querido Miguel Acevedo. Terminaban todos dando un paso al costado, débiles y derrotados, perdidos en la incredulidad, preguntándose miles de veces por qué ninguno de los aspirantes a llenar la plaza de aquel profesor cincuentón se quedaba con el puesto.  

No sé cuando comenzamos a superar la ausencia del hombre siempre enfundado en saco y corbata negros. Todos salimos hacia las universidades de la región. Algunos lograron su cometido y se especializaron en la materia de su predilección. Lo paradójico y extraño es que en algunas reuniones en que confluíamos los ahora profesionales que estudiamos en aquella escuela de nuestra infancia, en donde ridiculizamos y nos burlamos del profesor Miguel Acevedo, al preguntársenos a qué nos dedicábamos, todos al unísono respondíamos: 

Gilberto Garcia M

—¡Soy profesor!

Entonces a todos nos aterraba que nuestra vocecita menuda y frágil solo fuera fruto del nerviosismo o de los recuerdos de un hombre que se perdió en el tiempo, pero al cual ahora añoramos tanto, que junto con él se fue un pedazo de nuestra vida. 



 

 

 

  

            

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